30 de noviembre de 2004

El prófugo de la Bonanova

A fines de 1966, la editorial Joaquín Mortiz publicó en México Señas de identidad, novela de casi quinientas páginas en la que Juan Goytisolo repasa los códigos y formas habituales del género como aquel dinamitero en potencia que recorre una y otra vez las calles y observa los edificios que habrá de liquidar con su ya inevitable, inminente atentado. La bomba propiamente dicha estallaría con el mismo sello editorial, en 1970, bajo el título de Reivindicación del conde don Julián. El territorio que Goytisolo buscaba destruir —o, como mínimo, desequilibrar— no podría ser otro que la España nacional-católica del franquismo, tejido simbólico de mitos y catedrales, clásicos de la Contrarreforma y leyes e instituciones conservadoras que la prosa violenta, espasmódica y fragmentaria del novelista pasaría por las armas de la sátira, el sueño vengador y una delirante lucidez poética. No resulta extraño, entonces, que Señas de identidad sea también la novela con la que su autor dijo adiós a la ciudad que hasta entonces había sido el escenario predominante de sus narraciones: la misma Barcelona en la que Goytisolo nació en 1931 y en la que dejó de vivir desde mediados de la década de 1950.

Álvaro Mendiola, protagonista de Señas de identidad, asiste a los funerales de un profesor apellidado Ayuso al comenzar el segundo capítulo de la obra. Es en el cementerio de Montjuich donde la verdadera naturaleza de Barcelona —desde la perspectiva terrible de Mendiola, que ya no cree formar parte de la sociedad en la que nació y se formó— se hace visible. Las partes del cementerio, los “jardines y avenidas, glorietas y paseos, nichos de clase media y pobre y suntuosos panteones burgueses y aristócratas” que se ordenan y agrupan con rigor divisorio, son ecos o reflejos de los diferentes barrios y zonas de la ciudad y, en particular, de la Barcelona moderna, la de las ampliaciones y especulaciones inmobiliarias del siglo XIX. La forma estricta del camposanto no hace más que reproducir, para Mendiola, el “espíritu que había animado el ensanche y florecimiento de la ciudad”: es “como si los difuntos próceres del algodón, la seda o los géneros de punto hubieran querido perpetuar en la irrealidad de la nada las normas y los principios (pragmatismo, bon seny) que habían orientado su vida”.

Bon seny: el sentido común que suele atribuirse a los catalanes, el “buen sentido” que mucho tiene de convencionalismo, encarnado en el trazo pulcro del cementerio, es justamente aquello de lo que intenta huir Mendiola y de lo que huyó Juan Goytisolo en su primera juventud. Con todo, el valor simbólico del panteón y la costumbre de rendir homenaje a los muertos bien puede servir para estudiar los cambios de rumbo emprendidos por Goytisolo a partir de Señas de identidad. Entre la colina de Montjuich y la necrópolis cairota (“miserable y soberbia Ciudad de los Muertos”) evocada en el penúltimo capítulo de Paisajes después de la batalla, novela de 1982, en verdad se da una especie de salto cualitativo que mucho tiene de ruptura estética. El protagonista de Paisajes después de la batalla, que a veces funge también como narrador y como receptor de la narración, es al final de la novela víctima de una explosión que lo atomiza o dispersa “por toda la rosa de los vientos”: después de un acelerado periplo por las “urbes-medina” en las que Goytisolo dice haberse “doctorado”, las partículas del personaje llegan a El Cairo y es ahí donde mejor parecen sentirse. Barcelona y El Cairo se contraponen así como representantes antagónicos de la cordura, la coherencia y el orden aborrecidos, por un lado, y el aparente desorden, la libertad e inspiración conquistadas, por el otro.

Un capítulo de Paisajes después de la batalla, el sexagésimo cuarto, se titula “Del burgo a la medina”: el burgo es la Barcelona original, aquélla de donde salió el protagonista en pleno franquismo, y la medina es el París “popular, mestizo y abigarrado” en el que se halla instalado ahora. Dicha medina es también El Cairo (como ya se ha visto) y Estambul, Marrakech, Tánger o Fez. Vale subrayar que una formidable coincidencia determinó que Goytisolo, al igual que su otro yo en Paisajes después de la batalla, se mudara del barrio de la Bonanova en Barcelona (la “buena nueva” de una parroquia católica, desde luego) a las inmediaciones del bulevar parisino de la Bonne Nouvelle (otra “buena nueva”, en suma). Pero, al margen de sus respectivos nombres en catalán y en francés, nada comparten ambos barrios, “burgués, monocolor y homogéneo” el primero y poblado según las diferentes olas de la inmigración poscolonial el segundo.

En cierto libro de 1990, titulado Aproximaciones a Gaudí en Capadocia, Goytisolo establece un vínculo, una como articulación entre la Barcelona de sus recuerdos de infancia y adolescencia y el mundo islámico de su edad adulta. En la óptica del escritor, el Gaudí de la Sagrada Familia está ya increíblemente prefigurado en las formaciones rocosas naturales de la Turquía profunda. Se trata, en mi opinión, del primer esfuerzo concreto de Goytisolo en muchos años por acercarse a Barcelona con alegría creadora, sin amargura ni ánimos hostiles. El proceso de reconciliación con la ciudad natal se acabará de cumplir en dos libros ya muy recientes: en Carajicomedia, novela del año 2000 cuyas acciones transcurren ora en París, ora en Barcelona, sin que vaya implícito ningún juicio de valor favorable o desfavorable para ninguna de ambas capitales, y en El lucernario, espléndido y vasto ensayo de 2004 dedicado a la figura y la obra de Manuel Azaña, en cuyos párrafos finales puede leerse lo que sigue: “Soy un ramblero, me gusta ramblear por el primitivo cauce arenoso que corta en dos mitades el casco antiguo de Barcelona y en el curso de mis rambleos me aventuro a veces por el espacio aguijador del Raval…” No es ningún accidente que tras dicha frase venga una disertación a propósito de las estatuas y bustos de gente célebre que aparecen de pronto en el antiguo Barrio Chino de Barcelona: una vez más, el culto a los muertos habrá orientado la visión —la revisión— de Barcelona que retoma, renueva y recrea Juan Goytisolo cada tanto tiempo.

“Las ciudades, como los países y las personas, si tienen algo que decirnos requieren un espacio de tiempo nada más; pasado éste, nos cansan”, escribió Luis Cernuda en 1958. Y añadió enseguida: “Sólo si el diálogo quedó interrumpido podemos desear volver a ellas”. No es difícil aplicar estas frases a la relación de Juan Goytisolo con Barcelona. En uno de sus libros autobiográficos, el referido precisamente a sus años barceloneses: Coto vedado, Goytisolo había escrito: “Cuando uno se va es porque ya se ha ido”. Lo escribió refiriéndose al momento en que dejó Barcelona. Dejar la ciudad natal, por lo tanto, no era más que ultimar con el cuerpo una operación ya comenzada por la mente y por los afectos. Romper con Barcelona era decretar, en los veintitantos años de la edad, al promediar el decenio de 1950, el fin de un mundo y el nacimiento de otro. Goytisolo comenzó a vivir entonces guiado por algo que, cinco décadas más tarde, Marco Kunz ha dado en llamar la “ética de la excentricidad”. En esa dinámica, en ese impulso por abandonar el centro de manera sistemática y acogerse a la periferia, Goytisolo ha terminado por volver al punto de origen, Barcelona, y lo ha hecho sonriendo como un “ramblero”.



("El prófugo de la Bonanova" se publicó en Mural el sábado 27 de noviembre, día en que Juan Goytisolo recibió en Guadalajara el Premio Juan Rulfo del año 2004.)

13 de octubre de 2004

Entrevista y poema en Tragaluz

SER UNA PUERTA Y SER ABIERTO

Con respecto a tus poemas, ¿qué es lo blanco?

Blanco es el espacio que se abre al final de cada verso, entendido éste como unidad rítmica y, por ello mismo, de respiración. A diferencia de la prosa, el verso debe concebirse desde un principio como una confrontación con el vacío. La silueta del poema —y también, por lo tanto, su cuerpo— debe cobrar existencia en función del vacío que lo sujeta. De la misma forma que las figuras en los cuadros de Rembrandt cobran existencia en función de la sombra que las envuelve, o sea la sombra de la que son precariamente arrancadas.

¿A quién escribes?

Trato, al escribir, de no dirigir ni orientar mi voz con rumbos predeterminados. En este sentido, como es lógico, no escribo en dirección de nadie. Sin embargo, intento hacer poemas que merezcan la escucha de las personas que amo.

¿Dónde está la luz?

Donde siempre ha estado: entre los ojos propios y los ajenos. Y, por extensión, entre los ojos y las cosas.

¿El poema es un organismo o una estructura?

Es ambas cosas: una estructura orgánica. La pregunta, en mi opinión, debe plantearse de otro modo: ¿sistema u organismo? A lo que yo respondo: más lo segundo que lo primero.

¿Dónde estás tú en el poema?

Quiero pensar que al margen, en la orilla. Pero no totalmente afuera, desde luego.

¿Cuál es tu experimento?

Hace mucho tiempo que no hago, al escribir, experimentos. Tengo, como todo el mundo, experiencias. Y no es que trate de rendir testimonio acerca de tales experiencias ni mucho menos. El poema, en tanto esfuerzo de la escritura, es la consumación de una experiencia integral de percepciones y movimientos de la comprensión: percepciones y movimientos que, simultáneamente, se resuelven dentro del universo de las emociones.

¿Abres una puerta?

Espero, más bien, ser yo mismo la puerta. Y ser abierto.

¿Cierras una ventana?

Trato de no cerrar ninguna. Y, si tengo que hacerlo, trato de no correr la cortina. Y, si tengo que hacerlo, trato de no apagar la luz. Y, si tengo que hacerlo, trato de abrir nuevamente la ventana.

¿El poema es un espejo?

No. El poema es un cuerpo que puede (y debe) proyectarse a manera de reflejo. Y las veces del espejo tengo que hacerlas yo, lo mismo escribiendo que leyendo. Ser ese objeto liso y pulido que recibe, sostiene y hasta multiplica las imágenes que vienen a su encuentro.



REFRÁN DE CIEGOS

Alzar la frente
no es mirar todavía.
Tú levantas la cara, hueles algo
en los principios de la lluvia
y no estás viendo.
Lejos de ti,
yo reconozco el mar que se aproxima
y no estoy viéndolo.

No miramos tampoco
al abrir las persianas o los párpados
ni al oír que los ojos
en verdad son ventanas.
Lo que supone todo el mundo
lo ignoramos nosotros.
¿Hay de verdad un rostro
detrás de cada máscara?

En el techo de asbesto
resuenan las primeras gotas.
El rayo escribe letras
doradas en el muro, y van borrándose:

formas de un tiempo ciego,
resplandores de inminencia y presagio.

Las manos huecas,
las cuencas de los ojos
y el agua de alejadas cavidades
presienten el espacio en que no estamos.



(En el penúltimo número de la revista Tragaluz, titulado "Señores y señores", aparecieron esta entrevista y este poema. Los ilustro aquí con cuadros de René Magritte, "La respuesta inesperada" y "Los amantes", porque la portada misma de la revista es un homenaje al pintor surrealista belga.)

9 de septiembre de 2004

El visitante

1

¿Esperas, y esperas, esperas al
patriarca? Toma

esta piedra: tállala. Construye
para su barba un rostro
gris, o
una rodilla, o unos pechos
cupularmente blandos y exteriores.
Tócalo en tu sueño y sueña
sus palabras. Sácale
filo a sus palabras: raya
su mirada parabólica, raya
el ojo suyo que medita—
mancha
su sudario. ¿Esperas

al patriarca? Una
piedra to-
ma.
Mátalo; vendrá
si no lo haces.


2

(Si fuera un hombre, él,
y si viniera. Si caminara el mundo
sin tocarlo, si destocara el agua
caminándola: si fuera un
hombre, cuerpo, si viniera, ¿cómo traer el cuerpo
a donde ya no hay cuerpos, deje a la roca
derretirse, al
pez ser ave, tenga su cuerpo y lléve
se su cuerpo, cómo, cómo acercar
al suelo su palabra, si
fuera un hombre, a qué
venir si ya no hay nadie, sí,
no hay nadie? Mejor, me

jor, s
i

fuera un hombre, ¿qué
decirle? —que
se aleje, tome el camino
del regreso, mejor, y
de regreso
tome una piedra y tállela, sudario
el suyo, desértico y de arenas
afiladas, una
piedra y en ella
busque, in
vente nuestra imagen,
nuestro, el
nuestro balbuceo. Si fuera
un hombre, si fué
ramos nosotros, cuerpo, algo, si fuera
usted un hombre
no vendría, no iría, no vendría a
donde nadie, ni nada,
lo ha llamado. Mejor

váyase, y tome una piedra, y tape

con piedra sus oídos, mejor, no sea que venga
yo y dé la tierra toda al anatema.)


3

Ido y
venido,
está en
la puerta: espera. ¿Para

irse de nuevo, y
de viejo y barbado
para irse
espera? Con su

barba de claridad
¿quién puede
verlo? Ni
de noche, brillando,

sería visto. Vá-
yase ya; es un aire
de fuego el que respira.
Pero entra. Vuelve. Allana

el pórtico, allana la ciudad
cancelada
y es un buitre. Vencidos
los cerrojos.
Ven-

drá el patriarca.
Viene.
Ya

ha llegado: Él rómpete
los dientes, quiébrate
sonoro el hueso
que te pone de pie y acuesta
en ti los yunques
de la muerte. El púdrete. Es-

cúpete a la cara.



("El visitante" forma parte de Cien tus ojos, libro publicado en 2003 por Ediciones Sin Nombre y la Universidad de Guadalajara.)

1 de septiembre de 2004

Versiones de noviembre

No escribo siempre desde el mismo lugar.
DAVID HUERTA

El título que doy a las presentes líneas, como habrán sospechado quienes tengan la sensatez de leer a David Huerta, es una cruza de Versión, Cuaderno de noviembre y Lluvias de noviembre: libros, títulos de libros de un autor en torno de cuya obra he preparado los dos artículos que retomo aquí, volviéndolos uno. El primero es una crónica más o menos desenfadada que publiqué, si no recuerdo mal, en 1995. El segundo, por su parte, fue leído en el homenaje que le fue rendido a Huerta el 29 de noviembre de 2002.

Como ya puede verse, la fecha que recién he mencionado está en sintonía con dos títulos de la poesía de Huerta. El azar me había deparado, en 1992, otro mes de noviembre para entrar en contacto personal con el poeta. Creo que no hacen falta más razones para elegir aquí el título de “Versiones de noviembre”.



1. ¿UN TAL DAVID HUERTA?

Para llegar a David Huerta he viajado como viajan los peregrinos. (Bueno, casi...) De la ciudad al desierto, del valle a la montaña. Algo épico, me imagino, habrá en ese fatigar la geografía. Pero es mejor que comencemos por el principio.

No puedo precisar en qué libro leí a David Huerta la primera vez. Hay dos posibilidades: una es la antología que se llama República de poetas; la otra es una carpeta de grabados que se titula Lluvias de noviembre. Ya explicaré las condiciones “objetivas” de ambas lecturas. Por ahora, supongamos que la primera vez que leí a David Huerta fue en Lluvias de noviembre.

En 1987 mi papá vivía en Puerto Vallarta (era socio de una galería) y yo fui a pasar con él unas semanas. Al contrario de lo que pudiera pensarse, mis días y mis noches veraniegas no transcurrían en la playa ni en la disco. Me la pasaba yendo a enmarcar pinturas, comprar clavos de concreto y surtir la despensa; en los ratos libres, hojeaba revistas, ponía música y redactaba unos poemas ingeniosos, cultos, profundos y del todo insignificantes. Como los de ahora, los jóvenes de 1985 eran tímidos; trataban, como ahora, de ocultar los fervores del cuerpo bajo inocentes aprendizajes metafísicos. Cierta noche, mi papá inauguró en la galería una exhibición impresionante: Vicente Rojo, México bajo la lluvia. En vez de manosear un vasito de vino blanco y fingir que me interesaba la charla de los connaisseurs, preferí sentarme al pie de un mango y mirar las páginas de un libro que tenía que ver con ese Vicente y ese México.

No se dice libro, sino carpeta. Era, ya lo dije, una carpeta de grabados de Vicente Rojo. Con poemas de David Huerta:
Voy a ponerte un cuchillo en la mano
para que desentierres a la lluvia
y examines la locura de sus transformaciones.
La lluvia es un diamante sucio: míralo.
Escucha sus organismos tenues y toca
sus fragores vegetativos. Te daré oscuridad
para que de la lluvia saques al día, inventes
las toscas nubes y deshagas el cielo...

Sentí, en el momento de leer esto, algo parecido a lo que deben sentir quienes acceden a una sociedad secreta. O más bien sentí, para ser exacto, algo como lo que sienten o deben sentir los que por una rendija espían un rito exclusivo, prohibido. Me sentí, pues, un poco aturdido, alarmado, avergonzado; pero también orgulloso, maravillado, iluminado. Y la lluvia, con ecos previos de un soneto de Pellicer que no me había sido revelado aún, seguía:
Cómo da vueltas en la sombra y cae
y deslumbra: magnética, incesante.
Cómo el tajado brillo de su furia
desentierra los nombres y las máscaras.
Vívida, misteriosa, diminutivamente
sus murmullos avanzan, se detienen.
Óvalo y muchedumbre,
soledad,
agua vacía. Ardiente, numerosa.
Pálida de esplendores, vindicativa, ciega,
domina el mundo, sola —deshaciéndose.

No mucho tiempo después, de vuelta en Guadalajara, encontré un ejemplar de República de poetas. Es una antología que preparó Sergio Mondragón y editó Martín Casillas en 1985. El nombre de un poeta que yo no desconocía, David Huerta, podía leerse (con muchos otros) en la portada. El mismo nombre del mismo poeta suscribía la cuarta de forros, que reseñaba la naturaleza del volumen: “La poesía de esta República ha sido leída por sus autores ante públicos de una diversidad infrecuente en los programas de difusión literaria de nuestro país: vecinos de multifamiliares; internos de los modernos reclusorios; enfermos convalecientes en hospitales; niños de escuelas primarias; estudiantes de educación media y superior; empleados de oficinas gubernamentales; gente de barrios populares”. Así que uno podía imaginarse a la señora del 109, al Chucho el Roto del siglo XX, a un niño visitado por el sarampión y a un Gutierritos cualquiera interpretando epigramas como éste:
Manejas con pulcritud
la prosa castellana.
Tu verso es grave y ceñido.
Tu prosodia es exacta.
Tienes porte académico
y un pensamiento digno.
El ministro leerá —qué duda cabe—
espléndidos discursos.

¿Epigramas de quién? De Huerta, por supuesto. Porque —ya lo he dicho— en República de poetas venían algunos poemas suyos: el pictórico “Amanecer”, el agudo “Graffiti”, los meditativos fragmentos de Cuaderno de noviembre, el reflexivo “Index”... No recorrí las cuatrocientas páginas de aquella República, pero habité con gusto una de sus ciudades interiores. La fresca y laberíntica ciudad que lleva el nombre de David Huerta.

La obra —o, como algunos dicen, el trabajo— de David Huerta fue resultándome cada vez más familiar. Di con ella, con él, en artículos, en prólogos, en traducciones de poesía extranjera, en guías bibliográficas, en libros raros pero fundamentales (como El surco y la brasa, de Marco Antonio Montes de Oca, que se pretendía un mero índice de traductores mexicanos y terminó siendo una muestra insustituible de poetas de muchas épocas y muchos tradiciones), en revistas, en compilaciones. Por eso dije que sí, raudo y veloz, cuando Flor Barboza y Jorge Esquinca me invitaron a inscribirme en un curso que en Hermosillo y con la obra de Borges como tema dirigiría David Huerta.

Ángel Ortuño y yo salimos para Hermosillo el 14 de noviembre de 1992, pero al llegar pensábamos que ya era 15 de noviembre de 1993. El chofer del camión (...el triste...) se fue todo el camino (...todos dicen que soy...) escuchando a José José, y Ortuño llegó a sentirse real y kafkianamente “preso entre las redes de un poema”. Yo me puse jamaicón y escribí unas cartas largas y melancólicas para mi novia y mi familia, como si llevara seis meses trabajando en California. Antes de llegar a Tepic, Ángel se metió al baño y la puerta se trabó y no pudimos liberar al cautivo sino hasta que pasamos por Mazatlán.

Si el director Stanley Kubrick hubiera conocido el hotel Calinda Hermosillo, la historia del cine sería otra. Los monstruos de El resplandor, en vez de jovencitas que en realidad son ancianas, serían meseros que tardan hora y media en servir la sopa y afanadoras cleptómanas. Un escritor poblano, si he de contarlo todo, acaparó durante cuatro noches la máquina de escribir del Instituto Sonorense de Cultura (la única, se entiende) y después de ciento veintidós cuartillas su nervioso compañero de cuarto pudo comprobar que el mecanógrafo no había hecho más que repetir una frase: “el bosque es nuestro amigo”.

He aquí el programa de actividades del curso mentado: desayunar, subir a la sala de conferencias, atiborrarse de café y galletitas, preparar la sesión de mañana, cenar tacos dorados, señalar el día transcurrido con una muesca en el muro, tratar de dormir, desayunar de nuevo. Durante las comidas, Huerta nos decía:

—¿Ya vieron? Están pasando un concierto de Black Sabbath en la televisión.

Ángel y yo, con ilusión adolescente, subíamos al cuarto, prendíamos la televisión y no encontrábamos ningún concierto. Cuando mucho, un documental sobre la colección de yates de Frank Sinatra. Y al día siguiente:

—¡Córranle! ¡Está la película de los Sex Pistols!

Y le corríamos. Y nada.

Lo bueno era que Huerta no dejaba de sonreír. Lo bueno era que podíamos charlar con un poeta francamente admirado. Lo bueno era que las conversaciones sobre Borges nos reanimaban, nos traían de regreso a la felicidad.

Nuevas versiones de aquel curso se sucedieron en 1993 y en 1994. Los temas fueron otros y la sede, bendito sea Dios, fue también otra: el hotel Real de Minas, en Guanajuato. También mi compañero de viajes fue otro: José Israel Carranza, que vació mi caja de Panadol y aplaudió hasta las lágrimas la película que nos pasaron en el ETN (se trataba, la película, de unos muchachos que escarban en el jardín de su casa y encuentran un hielote que trae adentro a un cavernícola; los muchachos ganan popularidad entre las chicas de su prepa y el descongelado se hace rocanrolero). Huerta coordinó, enciclopédico y paciente, una estupenda serie de aproximaciones a Paz, Cortázar y Lezama Lima. Por si esto fuera poco, David consintió que algunas tardes fueran libres, y esas tardes las dedicamos a jugar billar y tenis de mesa. Un poeta guanajuatense nos consiguió un balón de futbol y organizamos una cascarita.

Algún lector de este artículo podrá preguntarse: bueno, ¿y qué tiene que ver todo esto con David Huerta? Pues déjeme responder que mucho. Esto, dirá otro, debería llamarse “Autorretrato con David al fondo”. Permítame explicarle. Huerta no se conforma con ser un excelente poeta. Es, como he intentado exponer, un buen maestro y un amigo divertido. Sabe (aunque lo niegue) todo lo que hay que saber en materia de literatura, pero no le quita disponibilidad para saber igualmente que hay pocas cosas en el mundo más satisfactorias que un gol del Atlante (en su departamento de la ciudad de México, entre libros y cuadros y fotografías, descubrí un gozoso ejemplar del video ¡Atlante campeón!). Es un hombre atento, inquisitivo, curioso (“sentimental, sensible, sensitivo”). Todo esto, creo, se refleja y se hace más bello en sus poemas, de El jardín de la luz (1972) a Lápices de antes (1994).

Dice Augusto Monterroso que lo mejor que podemos hacer con un escritor que admiramos es no conocerlo en persona. Pues bien: yo conocí a David Huerta himself hace unos años, y todavía no me arrepiento.



2. DAVID HUERTA EN ZAPOPAN

Nunca he sabido bien a bien para qué sirven las generaciones en literatura —sus límites, demarcaciones o jerarquías— ni qué necesidad haya de caracterizarlas. Me refiero aquí, por supuesto, a las generaciones en tanto herramientas de la sociología y la historia de la literatura, que a veces privilegian más a la herramienta precisamente que al objeto que las define. Pero estoy hablando también de los modales, del comportamiento, de la etiqueta en el mundo literario, que a fuerza de requerir su propia justificación ha comenzado por buscarse un orden, ha encontrado un curioso acomodo por fechas de nacimiento y luego ha remachado el trabajo con décadas infranqueables, efemérides no siempre concluyentes y exaltadas antologías, desorientadas por lo regular. Tiene razón Juan Goytisolo en hacer ver que a nadie se le ocurriría considerar a San Juan de la Cruz como un poeta eminente de la generación de 1575: si generación hay, no será en todo caso tan importante como el artista que la distinga, y éste a menudo parecerá muy próximo de otros que nada compartirán con él en edad ni en fechas memorables.

Todo esto viene a cuento, en la manera que yo tengo de ver las cosas, por el homenaje que hoy mismo se le rinde al poeta David Huerta en la Presidencia Municipal de Zapopan. Huerta nació en 1949 y publicó su primer libro, El jardín de la luz, en 1972: fecha —esta última— por la que habrían de nacer, poco más o menos, los colegas que festejan hoy su presencia. En la escueta lógica de los diagramas y de las cronologías, la generación de Huerta precedería inmediata y exactamente a la de sus amigos y admiradores treintañeros. Pero en México se ha llegado al extremo de postular (sin la menor lógica, por escueta que fuera) la existencia de una generación de los años 40, una más de la década del 50, una del 60 y otra del previsible 70, con sus diez años de ordenada inspiración. De observarse la regla, un poeta de la generación del 40 sería ya no el equivalente del padre ni del tío, sino del bisabuelo (nada menos) de otro de la generación del 70. Y yo mismo, que me considero amigo del homenajeado, tendría que reservarle un trato de ancestro, de antepasado ilustrísimo al que ya ni el usted ni el don le bastarían.

La realidad es diferente, desde luego. Si algunos poetas que hoy rondan la treintena, trágica o no, se agrupan en torno a David Huerta; si una editorial de Guadalajara, Filo de Caballos, le publica su libro más reciente, Hacia la superficie; si las revistas independientes, los colectivos de acción cultural y más de un lector anónimo y heroico solicitan su colaboración, procuran su consejo y buscan su estimulante cercanía, tan elocuente como puede serlo nomás la letra impresa, y tan cálida o maleable como la palabra dicha, tiene que haber una razón que no se ajuste al mero padrinazgo. Al final de su vida, Jorge Luis Borges declaró famosamente que no le dedicaba tiempo a la lectura de sus contemporáneos —o, de permitírsele una ligera corrección, que sus contemporáneos efectivos eran los griegos del siglo de Pericles. En el fondo, todos elegimos a nuestros contemporáneos, o al menos intentamos merecerlos. Trátese, pues, de contemporáneos literales o antiguos, reales o simbólicos, lo importante radica en la proximidad que logremos cultivar y alimentar con ellos.

Al mismo tiempo delicada y abundante, abundante y precisa, precisa y descontrolada —en el mejor sentido: aquel de no ejercer un control externo sobre la palabra en el entendido que, por el contrario, es la palabra la que debe tenderse como una red sobre las cosas, dándoles forma—, la poesía de David Huerta ya tiene para mí la vivacidad y la consistencia de los cuerpos autónomos, que son con los que puedo genuinamente dialogar y entender la sencilla impureza del mundo. Un verso de Cuaderno de noviembre (1976),
La identidad es una mancha hundida en el frío de las propagaciones,

me remite al comienzo de Incurable (1987) y, por lo tanto, al arranque de sus 389 páginas formidables y desconcertantes:
El mundo es una mancha en el espejo.

Y un verso más de Incurable, que ya cité al empezar estos párrafos (“No escribo siempre desde el mismo lugar”), me lleva de regreso a Cuaderno de noviembre y a su “penumbra de no moverse”, su “muelle de no moverse”, su “artesanía poca de no moverse”, su “cerámica de no moverse”, su “película de no moverse”, su “reino extendido de no moverse”, su “fiera de no moverse” y, por qué no, su “sequía de no moverse”, que al parecer contradicen la movilidad extrema de Incurable.

Puedo seguir así. Cuando en Versión (1978) el sujeto de un poema se coloca “en los intersticios, en lo que pasa”, está prefigurando entre muchas cosas el título de La música de lo que pasa (1997), donde se pueden leer estas líneas: “eso, lo otro, nos rodea, nos nutre, / estamos hechos de carencia, / nos faltamos a nosotros mismos”. Historia (1990) contiene la siguiente declaración: “Te digo que somos más grandes que la noche”; pero Cuaderno de noviembre, de nuevo, hace la réplica: “el día sabe más que nosotros”. Hay un altar en Lápices de antes (1993): el “altar / instantáneo de la conversación”, y en dicho instante parecen haberse congregado el “reconocer” y el “sentir” de un poema que recién leí en El azul en la flama (2002): “la numerosa / aventura de reconocer y sentir, debajo de un rumor / de disminuciones y larga, fugitiva, oscura conciencia de la muerte”. Ese instante, también, es “el Asia / De un milímetro” que subrayé una vez en mi ejemplar de Los objetos están más cerca de lo que aparentan (1990).

“La boca de la bruma / está llenándose / de navajas.” No se diga más: uno quisiera, sin modestia y de seguro sin probabilidades, compartir la edad y las genealogías con alguien capaz de comenzar así uno de sus poemas. Qué importa que las fechas digan lo que digan.



("Versiones de noviembre" aparece con otros ensayos en Lámpara de mano. Sobre poemas y poetas, libro mío de muy reciente publicación bajo el doble sello de la Universidad de Guadalajara y las Ediciones Arlequín dentro de la colección Bajo Tantos Párpados.)

28 de julio de 2004

De parte del azar objetivo

a Mercedes Galván

Hace tres miércoles, aprovechando en horas de oficina un rato libre, salí muy cerca de mi trabajo a recorrer los anaqueles de cierta librería de la que salí poco después con la edición francesa de Nadja, el formidable relato de André Breton. Publicado en 1928 y revisado por el propio autor en 1962, el texto aparece comentado y anotado por Michel Meyer en dicha edición, la de Folio Plus, reimpresa en 2003 con fines pedagógicos. Volví a mi trabajo sin demorarme, o tratando de no hacerlo, y entré al cubículo de una compañera y alumna mía de la Maestría en Literaturas del Siglo XX para saludarla. De una bolsa de aquella librería que yo acababa de visitar, mi colega sacó un libro que minutos antes había comprado para mí. Era la misma edición francesa de Nadja, que recibí con alegría: los buenos regalos, y más cuando vienen con la etiqueta del azar objetivo, rebasan con mucho el espectro de la mera cordialidad, y no se diga el de la mera obligación. En los regalos queda impreso, cuando son regalos inesperados, aquello que los demás piensan de nosotros, y esto lo sabe todo el mundo. Pero en los regalos que nos llegan con la marca del azar objetivo, además, queda impreso lo que la realidad sabe de nosotros. Nada menos: la realidad impersonal, variada y sabia.

Breton mismo definió el azar objetivo, “viento de lo eventual” (vent de l’éventuel), como una “suerte de azar a través del cual se manifiesta, de forma todavía misteriosa para el hombre, una necesidad cuyas razones le son desconocidas por más que vitalmente la sienta como tal”. Ese carácter de lo necesario, esa necesidad categórica, toma el aspecto (en dichas manifestaciones) de coincidencias o casualidades que al cabo resultan elocuentes gracias a lo que nos revelan, enfatizándolo. En el sistema de observaciones cotidianas de Breton, existen hechos que pueden compararse a las pendientes de una colina (los faits-glissades) y hechos que, por el contrario, son comparables a precipicios o abismos (los faits-précipices). Los primeros llevan con suavidad, pongamos, de la experiencia X a la experiencia Y sin que la transición de un hecho al otro suponga ninguna violencia lógica, no por lo menos para el sentido común. Por su parte, los “hechos precipicio” dejan a quien los vive ante un barranco no sólo moral, sino conceptual: una zona de sombra, un vacío, un problema sin respuesta para la inteligencia. En tales casos, el individuo se queda solo frente a la decisión que debe tomar: saltar o retirarse. Los hechos precipicio, en la medida que su función (ya que no su misión) es irrumpir y revelar, se incorporan de modo estrecho a la dinámica del azar objetivo.

Un día primero de marzo, en Montpellier, revisando la edición electrónica de Letras Libres, encontré un divertido ensayo de Luigi Amara que me llevó a pensar, mediante simples asociaciones, en el benéfico impacto de Jorge Luis Borges en la prosa de algunos jóvenes escritores de lengua española. Se trataba quizás de un mero pretexto con tal de leer otra vez a Borges; el caso es que una cosa me llevó a la otra y en pocos minutos ya estaba yo en la biblioteca universitaria hojeando Ficciones y releyendo “Tres versiones de Judas”. Al llegar al final del cuento, me sorprendió toparme con este dato que desde luego no recordaba: Nils Runeberg, el protagonista, murió “el primero de marzo de 1912”. Sin proponérmelo, yo había llegado a esa página de Ficciones para conmemorar un aniversario cuyo sentido último no me ha sido explicado, y que debo esclarecer.

En otra ocasión, el 18 de julio del año 2000, también en Montpellier, me acerqué a la librería Sauramps para comprarle un regalo a Franc Ducros, quien esa noche ofrecería una pequeña fiesta para celebrar su cumpleaños. Me decidí al final por un libro de José Ángel Valente: la versión al francés de No amanece el cantor, titulada en este caso como el segundo apartado del volumen, Paisaje con pájaros amarillos. Dos días después, leyendo El País, vine a enterarme de que Valente había muerto ese 18 de julio, quizás a la misma hora que yo escogía un libro suyo para obsequiárselo a un amigo.

El verano pasado, en su columna de La Jornada Semanal, Hugo Gutiérrez Vega saludó la publicación de un libro colectivo dedicado al estudio del poeta Efraín Huerta. Como yo entregué un ensayo para ese libro, mi nombre aparecía en el artículo de Gutiérrez Vega. Una compañera de trabajo —pero ya no la misma que me acaba de regalar Nadja— leyó ese número de La Jornada Semanal y me guardó un ejemplar que no pudo entregarme personalmente. Yo tuve que hojearlo para entender por qué me lo daban, y haciéndolo encontré (además de la nota de Gutiérrez Vega) la convocatoria de un premio nacional de poesía que lleva el nombre del mismo Efraín Huerta. Más o menos curtido en las batallas del azar objetivo, entendí que no era correcto desdeñar semejante coincidencia y me presenté al concurso, que gané tres meses después.

La coincidente publicación de un artículo sobre Huerta (que, de algún modo, me concernía) y la convocatoria de un premio llamado como ese poeta, lo mismo que la posibilidad material de comprar un libro de otro poeta que se moría en ese momento sin que yo lo supiera, y no menos que la concatenación de observaciones e ideas que desembocaron en un relato que ocurría en la misma fecha que yo lo leía, demuestra para mí la existencia de los faits-précipices de André Breton. En los tres casos, modestamente, sin que vaya en dichos fenómenos la conservación de mi salud mental o física, es decir: lejos de todo riesgo evidente, yo he tenido que tomar —al margen de la conciencia— decisiones que al cabo ratifican esta forma de necesidad, esta suerte de satisfacción o equilibrio de las cosas que sólo puede atribuirse a la dinámica del azar objetivo surrealista. Comprar un ejemplar de Nadja la mañana precisa que alguien escogerá darnos otro ejemplar idéntico, en el fondo, es adaptarse a un orden que nos excede y sobrepasa volviéndonos lo que somos, lo que por fatalidad ignoramos que somos.



("De parte del azar objetivo" se publicó en Mural el 25 de enero de 2004.)

19 de julio de 2004

Sobre la imagen

Ignoro —no sé, la verdad, si por envidia profesional o por fatiga— cuál pueda ser el estado presente de la imagen, esto es: la situación actual del concepto de imagen, de su práctica, y el grado en que su impacto, su poder, su influencia y los fenómenos que le son adyacentes predominan cuando se trata de valorar o de medir la consistencia del espíritu. Me refiero (y esto debe quedar bien claro) a la imagen visual ordinariamente comprendida: las imágenes de la televisión, de las revistas y periódicos, de la publicidad. Me refiero a la imagen, a esa mole gigantesca de informaciones que se ordena en los ojos aparentando claridad, sencillez cuando se ofrece a la interpretación y, por lo mismo, natural inmediatez con respecto a quien la recibe o, peor aún, la consume. A cientos de años luz de la imagen visual, presunta hermana o prima suya, es un hecho que la llamada imagen literaria —si es que tal cosa existe— implica sucesivos esfuerzos de composición, de traducción y adecuación a la sensibilidad y a la inteligencia de sus lectores, que por otro lado son pocos e indemostrables. En cambio, la imagen fotográfica o cinemática es tan ubicua, tan implacable y abundante y ávida en su distribución, tan exacta y concluyente, que ya ni siquiera es necesario canturrear eso de que “una imagen vale más que mil palabras”. 

El asunto de la imagen, desde luego, fue discutido con amplitud hace tres, cuatro, cinco décadas. Y no solamente discutido, sino también asimilado y reproducido en ámbitos que no parecían urgir tal discusión: basta con recordar el estructuralismo, corriente general de investigaciones metodológicas muy proclive a imponer esquemas de flechitas ridículas, diagramas de tecnología primaria y cuadrículas de supuesta reducción de significados a lo sustancial, todo ello en el campo de los estudios literarios y de la sociología, en la etnología y el derecho, en la teología y la lingüística, en la psicología y el análisis político; basta con recordarlo, digo, para observar que flechitas, diagramas y cuadrículas no eran genuinos instrumentos, no eran útiles verdaderos de penetración intelectual, sino meras concesiones al reino de la imagen, síntomas de rendición y desfallecimiento de la palabra, escenas algo bochornosas de una seducción aplastante y avasalladora, esto es: de una seducción por cuyo efecto la imagen hacía de la palabra su ferviente vasallo. Al estructuralismo le importaba organizar columnas de palabras afines, cuadrantes en los que arriba estaba en relación de sofisticada enemistad con abajo, lo viejo disentía con lo nuevo y lo crudo no se ajustaba —sorprendentemente— a las restricciones de lo cocido. Pero no es que a sus afiliados les faltara sutileza mental, ya que muchos demostraron por otros medios que la tenían de sobra: es que la imaginaria sencillez de la sencilla imagen parecía responder con éxito a la necesidad humana (muy atendible y real, desde mi punto de vista) de recuperar el sentido auténtico de las cosas, de los valores y referentes éticos y estéticos. Distinto problema, por desdicha, es que no fuera cierto.

Salgo a caminar por el centro de la ciudad, que los domingos por la mañana es la mejor ilustración —extraño paralelo, he de admitirlo— de lo que son las lenguas muertas, con sus poquísimos defensores y sus grandes territorios lógicos e inservibles, y tras la iglesia de San Francisco veo las oficinas de una dependencia gubernamental de atención a los problemas de las mujeres, o acaso de la Mujer y del Eterno Femenino. Su logotipo, es decir: la imagen que representa y resume la vocación que asegura cultivar, es —de nuevo— un síntoma: dos caras o caretas femeninas parcialmente yuxtapuestas, con largos cabellos, grandes ojos y nada, ni la menor línea o signo gráfico, en el sitio donde tendría que ir la boca. Silente o silenciado monigote, caricatura de la mujer cuya defensa emprende (habrá que ver con qué resultados) la oficina de marras. Los “ojos tapatíos” y el bonito cabello, sumados a la boca inexistente, congregan sin desperdicio lo que yo entiendo que la imagen visual es en tanto factor de riesgo cívico y discursivo: comodidad en perjuicio de la complejidad, esteticismo en perjuicio del conocimiento real de las cosas, rapidez (parafraseando un chiste viejo) en perjuicio de la exactitud. En efecto, como si adaptara sus acciones al cómico argumento del que no hizo bien lo que se le pidió y apenas logró salvar la honra con aquella pregunta: “¿qué me pidió usted, rapidez o exactitud?”, el Gobierno premió en este logotipo la rapidez y la facilidad, y sacrificó la exactitud al grado irónico de resaltar lo contrario de cuanto defiende o finge defender, al menos en los discursos y los informes de trabajo. Y la imagen vino a decir aquí mucho más que mil palabras, con el pequeño inconveniente de que sus mil y tantas palabras no fueron de protección, de solidaridad ni de servicio digno: fueron mil palabras, y más, de misoginia caracterizada, segregación y sexismo elemental resumidos en algunos trazos.
 
Un café de la zona, estancado a la vez en los años cuarenta y en los comienzos del mes, ofrece a sus lectores un altero de periódicos en los que hallo narrado —ah, placeres del fin de semana— el compromiso del Príncipe de Asturias con la señorita Letizia Ortiz, antigua vecina fugaz de Guadalajara. El director de uno de los periódicos, Diego Petersen Farah, incurre sin aparente maldad en la crónica de sociales, cuenta el paso de la bella Letizia por la no tan bella Perla de Occidente y sale de pronto, como por descuido, con una mentira más grande que las instalaciones de su ilustre diario. Resulta que Letizia trabajó en Siglo 21, que Siglo 21 padeció una especie de cisma en fechas que no consigo recordar (¿1996, 1997, 1998?) y que dicho cisma facilitó el nacimiento de Público, el diario que Petersen dirige ahora. En los que fueron los primeros años de Público, Siglo 21 siguió publicándose. Después vino un grupo nacional a comprar Público, que ahora se llama Público-Milenio, y Siglo 21 se desvaneció mientras tanto porque sus trabajadores (víctimas de la desastrosa gestión económica de sus jefes) no tuvieron otro remedio que irse a huelga. Pero, en el artículo de Petersen, improvisado cronista del corazón y mentirosito consumado, Siglo 21 es “hoy Público-Milenio”. Así las cosas, Letizia (con todo y su retrato, con todo y su imagen televisual, y sobre todo en ella) trabajó para Público. La palabra imagen es también sinónimo de prestigio: hacerse una imagen es formarse una reputación. Mala imagen, en ciertos casos. Pero imagen al fin. 



("Sobre la imagen" apareció el 30 de noviembre de 2003 en Mural. Seis meses después, Felipe de Borbón y Letizia Ortiz contrajeron lluviosas nupcias en Madrid. Y en Público sigue diciéndose que la flamante princesa de Asturias trabajó con ellos y para ellos... ¡Lo que son las ganas de lucirse!)




8 de julio de 2004

Juan Goytisolo, poeta

Luce López-Baralt, en mayo del año 2000, inauguró un memorable coloquio internacional en torno a Juan Goytisolo con la conferencia titulada “Juan Goytisolo, poeta”. Hoy tomo prestado ese título para juntar dos pequeños artículos redactados un par de años después, en pleno 2002, con motivo de la concesión a Goytisolo del Premio Internacional de Poesía y Ensayo “Octavio Paz”. El primer artículo se divulgó a finales de abril, cuando no se determinaba todavía la fecha de la premiación. El segundo, en cambio, apareció la mañana del 28 de mayo, esto es: el mismo día que Goytisolo recibió el premio en México.

La profesora López-Baralt, en su conferencia, partía de una “primera —pero visceral y definitiva— intuición de lectora”. Intuición que puede formularse con relativa facilidad: acaso Juan Goytisolo, tras el aspecto del novelista conocido, en realidad es un poeta lírico. La misma intuición, convertida ya en convicción, informa las páginas que siguen. Espero mostrar que no se trata de un simple capricho ni de una extrapolación de los textos que me han hecho creerlo.

1. EL POETA Y LA COLUMNA DE HUMO

Los diferentes libros que un autor va escribiendo al paso de los años, explorando en los intereses de la vocación y empujando sus límites, y pasando —si es necesario— de un género de texto a otro, de un estilo a otro, dan lugar muchas veces a sistemas estéticos y morales que no se reducen a la mera superposición de títulos y que tampoco aspiran a justificarse con argumentos no literarios, trátese ya de pretensiones filosóficas o de intenciones políticas. La costumbre ha dado en llamar “obras” a tales entramados, y la institución cultural de nuestra época (en su complejo dispositivo de publicaciones, evaluaciones críticas, investigaciones y reconocimientos oficiales o privados) otorga ciertos premios no a libros concretos ni a gestos culturales precisos, al margen de su implicación más vasta, sino al conjunto de aquellas obras que juzga meritorias. Es el caso, en la dinámica de las lenguas que nacieron en la península ibérica, de los premios Juan Rulfo, Príncipe de Asturias y Cervantes, y del más joven de todos ellos: el que lleva el nombre de Octavio Paz, entregado por vez primera en 1999.

Juan Goytisolo, escritor español nacido en 1931, recibirá en fecha que suponemos próxima —tal vez al comenzar el mes de mayo— ese premio de reciente creación. La noticia, ya no tan fresca, sorprendió en su momento y sorprende todavía favorablemente. Para empezar, el Octavio Paz es un premio de poesía y ensayo, y Juan Goytisolo es ante todo un vigoroso novelista. Es verdad que su trabajo ensayístico (Disidencias, Crónicas sarracinas, El bosque de las letras) y sus memorias y libros de viaje (Coto vedado, En los reinos de taifa, Cuaderno de Sarajevo) le bastarían para ganarse un buen premio internacional, propósito que Goytisolo nunca se ha fijado. Pero la importancia de sus novelas, y las características formales y preocupaciones de fondo que las distinguen, le han valido también esta inclusión en la nómina de los poetas.

Las primeras novelas de Goytisolo, publicadas entre 1954 (Juegos de manos) y 1961 (La isla), conforman la premisa convencional que Señas de identidad pondrá en crisis en 1966 y Reivindicación del conde don Julián desmentirá o desmontará en 1970. Si la etapa inicial es realista en sus códigos de representación y descriptiva en sus procedimientos narrativos, la siguiente se inclina por la expresión fragmentaria, la hechura de la frase como reflexión y conciencia de sí misma, la condensación de múltiples registros verbales (parodia, interjección, comentario, cita) y el rechazo de lo anecdótico en el flujo abundante del relato. No es casual —ni, desde luego, un mero capricho— que las páginas finales de Señas de identidad aparezcan escritas en renglones entrecortados, vecinos del verso libre y del versículo: en ese libro y en la ya mencionada Reivindicación del conde don Julián, que al cabo resulta un homenaje a Góngora, los problemas de la poesía moderna conducen al novelista en la disolución de un modo canónico y funcional de concebir la narrativa. Lo mismo es aplicable a Juan sin Tierra, de 1975, y a Makbara, de 1980: el propio Goytisolo hablará de Makbara, sin ir más lejos, como de “mi novela o poema”.

Las virtudes del pájaro solitario (1988) y La cuarentena (1991) subrayan esta esencial ambigüedad genérica. La vida tormentosa de San Juan de la Cruz, la extraordinaria poesía que nos dejara, la irrupción del sida en el mundo contemporáneo y la marginalidad política, en Las virtudes del pájaro solitario, y los mundos ultraterrenos de Dante o de Ibn Arabí, el desarropo del individuo ante la muerte y la brutal aparición de la guerra, en La cuarentena, más que volverse temas de una historia, objetos que haga falta describir o situaciones que narrar, toman cuerpo en la página y se abren así a lo desconocido, al accidente, a lo impredecible: a lo desconocido como apertura y lo impredecible como lenguaje, condiciones que ya los místicos de la cristiandad y del Islam, puestos a dialogar con Paul Celan y con Rimbaud, incorporaron al núcleo duro de la experiencia poética.

Más recientemente, Juan Goytisolo publicó El sitio de los sitios (1995) y Las semanas del jardín (1997). Como el narrador de La cuarentena, el protagonista de El sitio de los sitios muere al concluir el primer capítulo. Dos legajos de poemas, firmados en el mejor de los casos por un tal “J. G.”, son hallados junto al cadáver. Tales poemas —los únicos, al parecer, que Goytisolo haya escrito nunca— orientan la pesquisa de la novela como una carnada imposible, al grado que un final en todo punto desestabilizador les reservará en exclusiva un carácter de realidad: nada, salvo esos poemas, existirá con verdad llegado el término del relato. Y la existencia previa de su autor ficticio, de su autor en la ficción, animará el ejercicio colectivo y anónimo de Las semanas del jardín: organizadas en un “círculo de lectores”, veintiocho personas firmarán la novela —desplazando con ello los privilegios de su autor, Juan Goytisolo— y buscarán al poeta igual que si trataran de apresar una columna de humo.

Huelga decir que semejante disolución del autor, lejos de implicar su abandono u olvido, supone su más firme acentuación. Los detractores de Juan Goytisolo no dejan de reprocharle una hipertrofia del yo, un predominio tiránico de la subjetividad y cierta manía de vocear elogiosamente sus propios hallazgos e invenciones. Pero lo justo es comprender ese carácter de manera que un juicio moral no se haga imprescindible, diciéndose más bien que Goytisolo vive los conflictos particulares del poeta moderno (que, sin estar en parte alguna, está sin contradicción en todas partes) y su obra, los conflictos particulares de la poesía moderna (que al tomar su impulso no en la plenitud, sino en la carencia del yo, más en lo quebrado y extraño y menos en lo discursivo y seguro, fomenta la esperanza de una plenitud por venir y una seguridad que debe conquistarse).

En suma, pues, la obra de Juan Goytisolo es arriesgada y compleja, y por ello también sorprende gratamente que un premio le sea dado, más allá de las modas y al margen de su improbable rentabilidad editorial.

2. LA INVENCIÓN REBELDE

Luis Cernuda se refirió alguna vez al “obstáculo principal que todo poeta encuentra frente a sí: una lengua poética envejecida”. Inventar de nuevo una lengua determinada, una lengua recibida en herencia y que pareciera de pronto ineludible y finita, es en efecto el deber urgente de los poetas en cuanto tales. Incluso los más conservadores pondrán en solfa un aspecto u otro de su actualidad lingüística, y sus epígonos o discípulos no harán sino proseguir la rebelión (así sea, en el fondo, retrógrada) del maestro. El poeta, decía también Cernuda, es por naturaleza propia un ser inconforme y rebelde: no añade la rebelión al plano de sus comportamientos, ya que no se trata de un mero atributo suplementario. El poeta, en suma, se comporta cifrando en la rebelión —por más que a veces no llegue a comprenderlo— el requisito indispensable de su trabajo.

No es caprichoso evocar a Luis Cernuda —cumpliéndose por estas fechas, además, el primer centenario de su nacimiento— cuando se habla de Juan Goytisolo. Ni es arbitrario sostener que Goytisolo, autor fundamentalmente de novelas, tiene que ser leído, visto como poeta si quiere ser entendido en su apasionada complejidad. Español, desterrado, intransigente: calificativos, los tres, que se aplican por fatalidad nacional, avatares biográficos y carácter individual a un escritor y al otro. Cernuda es autor de un verso (“Mejor la destrucción, el fuego”) que pudo encabezar, como un título erguido y severo, la novela que marca la ruptura de Goytisolo con la estética de la descripción, con la mal llamada “objetividad”, con la prosa discursiva, con el realismo: Señas de identidad (1966).

Pasada esta crisis de ruptura, o asumida por fin como sustancia y estímulo de su vocación, Goytisolo consiguió renacer “al otro lado”, en la orilla contraria. Por esas fechas, elocuentemente, Goytisolo tenía diez o doce años viviendo lejos de su país natal. Su libro de 1970, Reivindicación del conde don Julián, comenzó ya con estas líneas dirigidas a la España tradicional, esa “madrastra inmunda, país de siervos y señores” que la dictadura de Franco había preservado hasta la náusea y la desecación: “tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti”.

A la vieja España, ciertamente, Goytisolo no volvió nunca. Y no porque haya renunciado a pisar otra vez el territorio, el marco geográfico de una España “inmortal” o “sagrada” que múltiples y diversos fanatismos (políticos y religiosos) habían contribuido a perpetuar: no volvió nunca por la simple razón que aquella “tierra ingrata” fue haciéndose cada vez más cosa del pasado, espacio irreal. Memoria infame, pero al fin memoria: un día, buen día, no tuvo adonde regresar ni le dolió saberlo. Franco murió en 1975; las obras de Goytisolo, prohibidas por la censura de su país, volvieron a editarse y a distribuirse al año siguiente. La sociedad española y sus instituciones (muy a su pesar, en algunos casos) dieron por terminado entonces un letargo de cuarenta años.

Letargo: esta palabra es acaso demasiado teatral, de pálida insuficiencia. Pero es verdad que un mundo se fue quedando atrás, un mundo que persistió en algunos puntos (odiosos, conviene subrayarlo) y cambió de lado a lado en otros, y fueron éstos la mayoría. La realidad se atrevió por un momento a no ser la misma; y siendo así las cosas, o al menos pareciéndolo, ¿no tendría derecho un lector de Goytisolo a pensar que un atrevimiento previo, el del autor de Señas de identidad, había marcado ya ese camino con justicia y anticipación? Lo cierto es que, al pasar el tiempo, ni España ni Europa se han deshecho totalmente de sus viejos fantasmas. Y que no es bueno reducir el interés de Goytisolo a un puro diálogo con lo civil ni con la historia pública.

Juan Goytisolo viene a México a recibir hoy un premio que lleva el nombre de un escritor que admira: Octavio Paz. Lo hará suyo, es de suponerse, como el escritor sensible, preciso, audaz e irreverente que siempre ha sido. Lo hará suyo también como el poeta que ahora vemos en él, entendiéndolo finalmente.



(Como ya explico en la introuducción, más que un artículo, "Juan Goytisolo, poeta" es la suma de dos notas. Ambas, tal y como aquí se presentan, forman parte de un libro mío de inminente publicación: Lámpara de mano.)

6 de julio de 2004

Riesgos de antología

Refiero, en principio, dos famosos radicales griegos: anthos, flor, y légo, escoger. En términos de vocabulario, las antologías (también llamadas florilegios, como establece una estricta y más o menos cursi traducción románica) llegaron a mi vida o me fueron siendo familiares con las Etimologías Grecolatinas del bachillerato, materia que impartía por 1986 en la Preparatoria 5 un médico en verdad ignorante, memorioso reproductor de manuales, libros esquemáticos, lexicones y diccionarios brutalmente resumidos. Yo frecuentaba en mi niñez, como tantos otros lectores, volúmenes de cuentos infantiles y de poemas en general desabridos y cantarines, de narraciones fantásticas o de terror después, e incluso eróticas, pero nadie me aclaró entonces que dichas obras correspondieran al género de las antologías. La palabreja, en concreto, me habría sonado extraña.

Ciertos hábitos de lectura, la incipiente manía de componer mis propios versos y aquella lección etimológica, revueltos para bien o para mal, determinaron por esas fechas de mi adolescencia que al escuchar antología supiera de qué se trataba y entendiera más de un secreto de la vida literaria. El mundillo de la palabra escrita, en efecto, gira con ritmo incurable y extenuante obsesión en torno al tema de los florilegios, al grado que aparecer o no aparecer en sus índices confirma, postula o desautoriza la importancia de narradores, poetas, dramaturgos y ensayistas. Hacer antologías, en este sentido, es lo mismo que delinear o corregir la historia, las preferencias temáticas y el carácter estilístico de una literatura. Sus límites pueden ser temporales, geográficos, étnicos, idiomáticos, gremiales e incluso estéticos (de haber suerte). Sus intenciones, en cambio, suelen variar muy poco: son mezquinas, declaradamente o con disimulo. Podría casi afirmarse que las del primer tipo, las que anuncian y defienden su mezquindad, esto es: las que se quieren cínicas de inicio, resultan al cabo mejores que las otras, hipócritas o ingenuas. En la discriminación (diría Pierre Bourdieu: en la distinción) está el gusto.

En el ámbito de la poesía mexicana, específicamente, las antologías ya se cuentan por cientos. Algunas, las menos, han logrado maravillas parciales de tino y apreciación, como la incómoda y fundamental Antología de la poesía mexicana moderna, de Jorge Cuesta, o como Poesía en movimiento (que pretendía ser, más que un recuento antológico, una lectura de la modernidad poética en México, y que fue preparada por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis). La de Cuesta se arriesgó a marginar, con razones que siguen discutiéndose, a dos poetas de celebridad porfiriana: Juan de Dios Peza y Manuel Gutiérrez Nájera. La de Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis dejó fuera, siguiendo aquel ejemplo de ilustre obliteración, a Enrique González Martínez. Pero más interesantes me parecen los casos de quienes, aun habiendo figurado en tales compendios, reprocharon al antólogo la selección de los textos que los representaban: fue lo que sucedió, en lo que se refiere al volumen de Jorge Cuesta, con Manuel Maples Arce y Carlos Pellicer. El primero, inconforme sobre todo con las notas que describían —dentro del florilegio— su trabajo, publicó muchos años después un libro de título idéntico al de Cuesta en el que refrescaba querellas generacionales e individuales aplicando el conocido recurso del ojo por ojo, desplante por desplante y cuchillada por cuchillada.

En cuanto a Pellicer, el episodio es algo más pintoresco. Debe recordarse que, al menos en líneas generales, Carlos Pellicer comulgaba con las ideas estéticas del “grupo sin grupo” al que también pertenecía Cuesta: los Contemporáneos. Carlos Monsiváis, en Las tradiciones de la imagen (2001), cita una carta que Pellicer escribió a José Gorostiza el 12 de julio de 1928. “Un señor que Cuesta mucho trabajo leerlo hizo por ahí una Antología sobre la que estoy escribiendo algo”, dice Pellicer. “Está hecha con criterio de Eunuco: a Othón, a Díaz Mirón y a mí, nos cortaron los huevos. Todo el libro es de una exquisita feminidad. [...] Es curioso: en el País de la Muerte y de los hombres muy hombres, la poesía y la crítica actuales saben a bizcochito francés.” Tanto las mayúsculas, arbitrarias en más de un caso, como el explícito miedo a la castración, apenas posterior en el tiempo a los tratados revolucionarios de Freud, son cosas propias y acaso típicas de Pellicer. Su tácita defensa o reivindicación de una poesía y una crítica viriles, hirvientes de testosterona, es (en cambio) muy escasamente original. Si hemos de creerle a Maples Arce, a Pellicer y a cuántos literatos machos de la misma estirpe, la cultura mexicana se debatía por esos años entre un asustadizo Pancho Villa y un efebo amenazante a medio desvestir.

Seis décadas más tarde, grosso modo, la editorial Trillas desempolvó con estupenda puntería Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española, volumen concebido y fraguado en los años 40 por Emilio Prados, Xavier Villaurrutia, Juan Gil Albert y Octavio Paz. En su epílogo a dicha reedición, que data de 1986, Octavio Paz narró al paso una de las anécdotas menores de la preparación de Laurel (sin duda las mayores tuvieron como protagonistas a Juan Ramón Jiménez, quien desdeñó la invitación de los editores y terminó apareciendo en el florilegio sin aprobarlo, y a Pablo Neruda, quien se negó a publicar nada en ese libro) y ofreció nuevos elementos para un retrato hiperrealista de Carlos Pellicer: “La editorial Séneca se encargó directamente de la corrección de pruebas y de ahí que ninguno de nosotros [Gil Albert, Villaurrutia, Prados y el propio Paz] advirtiese que dos poetas con libre entrada en la imprenta, Carlos Pellicer y Bernardo Ortiz de Montellano, habían modificado las selecciones que habíamos hecho de sus poemas. La intervención de Ortiz de Montellano no fue desacertada”, concluye, “pero la de Pellicer parece hecha por un enemigo suyo”.

Me gusta imaginar que Pellicer, ansioso protector de ciertos órganos, llegó a la imprenta donde Laurel se preparaba con las manos cuidando la entrepierna. Consiguió, en la opinión de Paz, deslizar en la edición algunas de sus peores composiciones a la vez que sonsacar las mejores: doble tarea de censor y pésimo agente literario —de sí mismo, en esta ocasión, para mayor gloria o moraleja del anecdotario— que termina siendo, al menos como riesgo a evitar, una de las más altas razones que pueden esgrimirse contra el vicio de maquinar antologías.



(Originalmente, "Riesgos de antología" se publicó en Mural el 30 de marzo de 2003.)

11 de junio de 2004

Dominios

I

Es transparente el dominio de las piedras.
Duplican sus rostros en la pátina
y admiten la vecindad de los insectos.

Los árboles registran
cada minuto del invierno,
y de sus cuellos no sale una palabra
ni un color que traicione ese registro.

Las piedras, sin embargo,
y los árboles
no pueden sostener sin grietas
la edad que los anima o las recoge,
el ritmo que los yergue o las contiene.

Donde las piedras de una casa
o los silencios de un árbol
todavía no se unen,
el tiempo cultiva su inocencia.


II

Cada centímetro es distinto.
Aquí están mis manos; allá se cruzan los senderos
de un pájaro, una nube, unas ventanas
abiertas.
Pero al cerrar los puños
siento cómo se apagan las ventanas, se descorren
las nubes y el pájaro
canta con una voz más silenciosa.

Y al abrirlos de nuevo
el pájaro es de vidrio y la ventana
emigra por encima de las nubes.

Y por debajo de mis uñas
comienza el crecimiento de otros dedos,
de otra mano
que mide por centímetros la tarde
que agrupa en un vuelo al pájaro, la nube, las ventanas.
Pero la imagen ya es distinta, y aquí
no están mis manos: los senderos
se abren, las alas del canto
se separan y el musgo
nace bajo las cornisas.

Cada centímetro niega las distancias.



(Poema de Por una vez contra el otoño, libro por el que obtuve hace unos meses el XV Premio Nacional de Poesía "Efraín Huerta" y que próximamente publicará el Instituto de la Cultura de Guanajuato.)

10 de junio de 2004

El tonto

Acaso el más urgente y decisivo, el único verdaderamente impostergable de cuantos problemas de orden moral deban encararse hoy en día, en esta precisa coyuntura histórico-social, en este crucero de pasiones e incertidumbre, sea el siguiente: ¿se vale llamar “tonto” a Hugo Sánchez? Dicho de otro modo: ¿puede haber justicia en hacerlo? ¿Puede haberla en cometer ese crimen de lesa majestad, importunando al prudente y difamando al virtuoso, al intachable? Nótese que hablo de llamarle “tonto”, que no de juzgarlo tonto en silencio ni de pensar al paso que tal vez lo sea, lo cual no supondría ninguna ofensa caracterizada. Llamarle “tonto” fue lo que hizo Rubén Omar Romano, futbolista ya retirado que jugó en el América, el Necaxa, el Puebla, el Veracruz, el Cruz Azul, el inestable León y mi sufrido Atlante, y es el actual entrenador del Morelia (como antes lo fue de los Tecos). Y me parece haberlo escuchado subrayar: “el tonto ése”, con su buena tilde prosódica.

Ya dijo Camus, al empezar El mito de Sísifo, que sólo hay un auténtico problema en achaques de filosofía: el problema del suicidio. Pero es inútil disimular: el suicidio no tiene por qué ser necesariamente un problema, y esto en la medida que sólo puede serlo como posibilidad, no como acontecimiento. Lo digo, entiéndaseme bien, con el respeto debido. Cuando es un acto ejecutado y verificable, inscrito en la sucesión de los hechos, el suicidio no puede resultarle un problema (ni en lo conceptual ni en lo pragmático) a su terrible y misterioso ejecutor. Quedan, por supuesto, las gentes de su entorno, que sufren el suicidio —la mayoría de las veces— pero tienen que declararse incapaces de comprenderlo en la medida misma que la experiencia directa los excluye. No hay por fuerza un “problema” del suicidio, en consecuencia. Y en consecuencia también, resuelta y pasada la eliminatoria, sólo queda en pie lo de llamar “tonto” al pesado Hugol.

Corren tiempos —los de una Copa del Mundo a la vuelta de la esquina— en que al futbol nadie parece dispuesto a negarle un título de grandeza cultural, gloria de las naciones, riqueza de los oprimidos o muletilla de los poetas. La cubierta de Letras Libres anuncia un expediente: “Pensar el futbol”, y Tierra Adentro enfila sin marca rumbo a la portería: “El futbol como espacio imaginativo”. Juan Villoro insiste, por principio, en que la inteligencia no puede faltar a la cita con el balón so pena de convertir al juego en mera estampida o bullicio inútil. Rodrigo Fresán apunta que Maradona, irracional y exorbitado, es una especie de maravilla natural que ha vivido en carne propia todo lo que Marlon Brando tuvo que procurarse a través de sus personajes: plenitud, fiereza, genio, chapuza y decadencia. Nadie se atreve a mirar de frente a la tontería, con o sin Hugo Sánchez dentro. Y yo sospecho que a Romano lo asiste la razón, ya que no la serenidad.

Debe asentarse que Romano, cuando fue jugador, lo fue de los que hacen de un partido algo digno de ser visto con lucidez, al margen de toda calentura patriótica o sed primaria de goles numerosos. Como es natural, ello no lo vuelve más correcto en sus declaraciones, que pueden calificarse todavía de amargas e intempestivas. Pero el hecho de haber jugado como jugó, acercándose a la defensa para facilitar el comienzo de las jugadas, enviando pases calibrados y ventajosos (muchas veces muy largos), elaborando paredes o triangulaciones en las afueras del área rival, cobrando tiros libres magníficos, vuelve a Romano —al menos ante mí— una voz fiable, merecedora de atención y crédito: una voz, como suele decirse, autorizada. En el polo contrario, mucho me temo que de Hugo Sánchez deba sostenerse una opinión adversa: vio contrincantes incluso en las propias filas, y como entrenador sigue viéndolos; trabajó siempre a su manera, combinando su innegable destreza con chocantes dosis de oportunismo, transa de callejón y madruguetes; nunca vio por encima de la grandeza personal, y se fingió víctima de un pueblo frustrado, y volvió a México dando lecciones irrisorias de “triunfador” y autógrafos con acento madrileño. Sin darse cuenta, hizo en verdad lo necesario (y mucho más) para que Romano dijera con razón lo que terminó diciendo.

No faltan quienes piensan que todo mexicano, por el solo argumento de serlo, tiene la obligación de corroborar las pretendidas razones de Hugo Sánchez. Como los voceros de la Presidencia de la República en pleno lío contra Fidel Castro, llaman a cerrar filas en torno a una causa ridícula. Negarse da igual que ser un resentido, un vendepatrias y un “cangrejo”. La causa de Romano, según ellos, no merece defensa: el tipo es extranjero, nunca fue campeón goleador (ni campeón de nada) y es algo proclive a la insolencia. Razones de más, añado yo, para encontrarlo simpático: simpático y desinteresado, porque no hay esperanzas de ganarle a uno que ya se jacta de ganarlo todo.



(Hace un par de años, el 19 de mayo de 2002, apareció en Público este artículo mío que hoy viene al caso por jugarse aquí en Guadalajara el primer partido de la final del campeonato nacional de futbol entre las Chivas y los Pumas de la UNAM, dirigidos estos últimos por Hugo Sánchez. Cuando me dio por escribir el artículo, pocos días antes del primer juego de la Copa del Mundo en Corea del Sur y Japón, Rubén Omar Romano llamó "tonto" a Sánchez... con justa razón.)

9 de junio de 2004

Dos poemas de Saint-Denys Garneau

COMIENZO PERPETUO

Un hombre de cierta edad
Más bien joven y viejo
Con ojos preocupados
Y lentes sin color
Está sentado al pie de un muro
Al pie de un muro enfrente de un muro

Dice voy a contar de uno a cien
Al llegar a cien todo habrá terminado
De una buena vez de una vez por todas
Comienzo uno dos y lo que sigue

Pero al setenta y tres ya no está tan seguro


Es como cuando se pensaba que al contar las campanadas
de medianoche y que al llegar a once
Ya está oscuro cómo saberlo
Uno trata de reconstruir con los espacios el ritmo
Pero cuándo empezó todo esto

Y a esperar la próxima hora


Dice vamos hay que terminar
Empecemos de nuevo de una buena vez
De una vez por todas
De uno a cien
Uno...



BAJO LLAVE

Pienso en la desolación del invierno
En las jornadas largas de soledad
En la casa muerta
—Y es que al no abrirse nada la casa muere—
Cerrada la casa, rodeada por el bosque

Negros bosques llenos
De viento duro

Atenazada la casa por el frío
En la desolación del invierno duradero

Alimentando a solas una pequeña fogata en el gran atrio
Alimentándola con secas ramas
Poco a poco
Para que dure
Para impedir la total muerte del fuego
A solas con el tedio que no puede salir
Que uno encierra consigo mismo
Y que se propaga en el cuarto

Como el humo de un mal atrio
Que asciende con dificultad
Cuando el viento azota el techo
Y reprende al humo del cuarto
Hasta que uno se ahoga en la casa cerrada

A solas con el tedio
Que sacude apenas el vano espanto
Que viene de pronto y nos asalta
Cuando el frío rompe los clavos de las tablas
Y el viento hace crujir el maderamen

Largas noches tratando de no congelarse
Después viene la luz en la mañana
Más glacial que la noche.

Así largos meses en espera
Del final del áspero invierno.


Pienso en la desolación del invierno
Solo
En casa bajo llave.



(Traduje ambos poemas, junto con algunos otros, para la edición mexicana y quebequense de Pequeño fin del mundo / Petite fin du monde, Écrits des Forges / Filo de Caballos, 2003.)

8 de junio de 2004

Pequeño fin del mundo

Es inútil buscar a Saint-Denys Garneau en diccionarios biográficos y enciclopedias de literatura. Me refiero, por supuesto, a nuestros diccionarios y enciclopedias. En su país, Canadá, y en particular en la provincia de Quebec, donde se le tiene por uno de los poetas fundamentales del siglo XX, no sucede lo mismo ni mucho menos. Marcado por el nombre de un héroe clásico, Hector de Saint-Denys Garneau es precisamente eso: un clásico, en los cánones y las historias de la tradición literaria en la que a su obra, por naturaleza y nacionalidad, naturalidad o nacimiento, le ha tocado inscribirse. La primera explicación que viene a la mente, y la primera en resquebrajarse ante observaciones más detenidas, tiene que ver con la presunta marginalidad, excentricidad o extravagancia de Canadá y Quebec en el universo del arte contemporáneo: marginalidad, excentricidad y extravagancia que desde luego no existen, y no porque sea fácil recordar los apellidos y las obras que desde Canadá y Quebec hayan conmovido la sensibilidad artística de la modernidad, sino porque todas las tradiciones artísticas del mundo, si en verdad se ajustan a las experiencias de una sociedad en particular, son por lógica tradiciones marginales y excéntricas desde la óptica de las demás tradiciones y sociedades. Por esta razón, en consecuencia, no sirve de nada recurrir al engañoso argumento de la distancia geográfica ni al todavía más chapucero de la separación o alejamiento cultural. Menos conveniente, así, es fabricar sobre la base de tales argumentos engañosos y chapuceros una tercera excusa, la de la intrascendencia de Quebec en los rumbos (extraviados la mayoría de las veces, cabe admitirlo) de nuestra literatura y nuestras artes.

Vinculado por obvios motivos a lo que se da en llamar sociedad, el arte no existe al margen de los esfuerzos individuales que desembocan en la forma de cada una de las obras que lo componen y que demuestran su existencia, y la existencia de la belleza objetiva en última instancia. No es que la realidad artística, si tal cosa existe, deba extraerse de la realidad en general; ocurre más bien que las obras de arte, sin dejar de lado su individualidad manifiesta, sólo son obras y sólo son de arte para sus escuchas, lectores o espectadores en la medida en que, siendo particulares, alcanzan la esfera de lo general —de lo que podemos compartir— al ser en sociedad eso que ya son dentro de sí mismas pero que ahí, adentro de sí mismas, no puede verificarse: universos, campos infinitos de sentido, sí, aunque también de incertidumbre y de precariedad o negación del sentido.

El caso de Saint-Denys Garneau, para empezar, ya es ilustrativo de tales condiciones: psicológicamente frágil, el poeta se retiró de la vida mundana en cierto momento y compuso buena parte de su obra lejos del clima sin duda estimulante, pero quizás también opresivo, en que se formó y en que desarrolló desde temprano su talento de fotógrafo, pintor y escultor. Miembro de una comunidad lingüística minoritaria y desdeñada en América del Norte, la de lengua francesa, el poeta encarnó a la larga su propia comunidad minoritaria, unipersonal, después de todo aborrecida y repudiada (como tantas veces en la historia de las vocaciones artísticas y los desequilibrios mentales) por los miembros de aquella otra comunidad que lo vio nacer: “Los ojos el corazón y las manos abiertas / Manos bajo mis ojos dedos separados / Que nunca sostuvieron nada / Y que tiemblan / Por el espanto de estar vacíos”.

Marginado con respecto a los marginales, y marginado por ellos, el poeta es un paria extremado que, lejos de rendir un testimonio cualquiera, trabaja en minuciosas proporciones contra la suplantación de los discursos y la falsificación de las palabras y que, al hacerlo, lucha por la restitución de lo real y su adecuación a la palabra. Ello implica, entonces, que se parta de una premisa que no todos admiten: la de una previa inadecuación de las palabras a las cosas por efecto de la mentira y los oficios políticos, que dicen paz donde hay guerra y libertad cuando no la hay. Saint-Denys Garneau, ante la desoladora presencia de unos pájaros muertos, infiere un “pequeño fin del mundo” y lo hace no por sentimentalismo, sino porque un pájaro muerto significa la escisión del canto y el cuerpo, la fisura del vuelo con respecto a la materia, del trino con respecto a sus ecos, y es en esa fisura donde cabe situar al mundo tal y como nos ha correspondido vivirlo: “Y uno se pregunta / En este duelo / qué secreta muerte / qué trabajo secreto de la muerte / por qué íntima vía en nuestra sombra / adonde no han querido bajar nuestras miradas / La muerte / se comió la vida de los pájaros / expulsó el canto y rompió el vuelo / de cuatro palomas / alineadas ante nosotros”.

Este artículo quiere ser un epílogo, una explicación a posteriori de mi cercanía precaria con Saint-Denys Garneau. Precaria, digo, porque no he llegado a conocerlo tanto como yo quisiera. El intento que hice por aproximármele tuvo un instigador en la persona de cierto poeta y editor que, sin conocer por su parte a Saint-Denys Garneau, estaba más o menos obligado a publicarlo en traducción y recurrió a mí para el “trabajo sucio”. Tan sucio debió ser ese trabajo que, ya publicado el pequeño volumen de mis versiones, tuve que comprarlo —recibí después, con demora y un poco a regañadientes, un ejemplar que llevé a encuadernar para que no se deshojara— y no fui convidado al acto de presentación. De algún modo, en las presentes líneas quiero acomodar las mínimas informaciones que no habrá de conocer quien recurra nada más a dicho librito, titulado como esta nota. Clásico de Quebec, en donde fue también un “raro” y un autor olvidado, coetáneo de José Lezama Lima y Octavio Paz, de Nicanor Parra y Mario Luzi, de Miguel Hernández y Dylan Thomas, Hector de Saint-Denys Garneau ha corrido tal vez con menos fortuna que tan ilustres colegas, y sin duda merecería un poco más de atención: atención que por tratarse de un poeta, y de un poeta de Quebec, dudo mucho —y espero equivocarme— que logremos concederle por ahora.



(Este artículo se publicó en Mural el 28 de diciembre de 2003. De algún modo, como señalo en el último párrafo, es un epílogo a la edición de poemas que seleccioné y traduje para la editorial Filo de Caballos bajo el título de Pequeño fin del mundo.)

28 de mayo de 2004

Cercanía de Roberto Juarroz

Es del todo común que los poetas, al igual que los artistas de cualquier otra disciplina, se formen ideas con respecto a su propio trabajo y las manifiesten y defiendan más o menos abiertamente. Común es también que dichas ideas no coincidan siempre, o coincidan sólo en parte, con las que lectores aficionados, maestros de literatura o críticos profesionales tengan acerca del mismo trabajo, esto es: de los mismos poemas. La figura moderna del “poeta crítico” es, por estos motivos, más rica y variable de lo que a primera vista pareciera. El poeta crítico, en principio, se distingue de los poetas convencionales en cuanto es capaz de representarse las constantes y las excepciones de la tradición que lo acoge y, sobre todo, en cuanto su palabra se orienta según los ejes paralelos de la inspiración y del pensamiento. Conviene agregar, en segunda instancia, que poeta crítico es aquél destinado —vale decir, tal vez, condenado— a la permanente lucidez y a la rigurosa obstinación de la que hablaba Leonardo: puesto que no puede limitarse a repetir los mecánicos patrones formales de cierta concepción caduca de la poesía, y en la medida que puede contar sólo con su propia formación y con su propia manera de vincularse con sus predecesores, el poeta crítico debe conocer y encarar mejor que nadie las debilidades de su obra y, desde luego, también sus virtudes y hallazgos. Esta razón, desde mi punto de vista, explica las nada infrecuentes divergencias entre la imagen que los poetas van formándose a propósito de sus poemas y la opinión que sus demás lectores van concibiendo por su parte.

En las tradiciones modernas de lengua española, y cada vez más en el conjunto de las tradiciones líricas de cualesquier idiomas y tiempos y latitudes, el argentino Roberto Juarroz ha encarnado con particular intensidad la figura del poeta crítico y ha padecido —sin hacer la menor ostentación de su padecimiento, por supuesto— la divergencia o el malentendido arriba descrito. La poesía de Juarroz, ordenada en quince volúmenes de Poesía vertical, dos de los cuales han aparecido tras la muerte de su autor, es (mucho se ha repetido) una poesía del pensamiento. En lo que sin duda no se ha insistido lo suficiente, sin embargo, es en lo que Juarroz entendía por pensamiento: una experiencia de global espiritualidad, suma de inteligencia y emoción, cruce de intuición relampagueante y paciencia especulativa. En realidad, incluso las nociones de inteligencia y emoción, de intuición y especulación, eran para Juarroz nociones complementarias —ya que no intercambiables ni difusas— y es de lo más fácil encontrar momentos de sus libros en que unas desembocan en las otras. “Hablo no sólo de la intuición como un fulgor o un relámpago, sino como una capacidad que va madurando como un fruto, una forma de la atención que se va haciendo cada vez más honda y poco a poco define las palabras, el modo de combinarlas”, declaró, por ejemplo, en conversación con Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo. Y agregó enseguida: “El uso del lenguaje por la poesía es un arte combinatorio infinito, que por otro lado responde al arte combinatorio infinito de la realidad en sí”.

Esta clase de convicciones, y la manera que tuvo de tratarlas por escrito y en formidables entrevistas, hicieron de Juarroz un poeta de famosa dificultad, árido y hasta monótono en la inepta opinión de algunos presuntos conocedores. Cerebral en exceso, Juarroz lo ha sido solamente para los que niegan la integridad humana de la poesía, que no tiene por qué reducirse a la pura emotividad —al puro sentimiento, signifique lo que signifique— ni a la mera exposición del ánimo y las anécdotas individuales. Nacido en 1925 y fallecido en 1995, Juarroz fue siempre discreto acerca de su cronología personal y al mismo tiempo habló siempre de su vida, es decir: de la “vida continua” (la expresión, que aquí descontextualizo, es de Javier Sologuren) y de sus aventuras modestas y reveladoras. He dicho arriba que, de sus quince libros de Poesía vertical, dos aparecieron luego de su muerte. El importante volumen de la Decimocuarta poesía vertical (ciento diez poemas y un “Tríptico vertical”) fue publicado en 1997; la Decimoquinta poesía vertical, más breve, apareció en 2002. Yo he conocido ambos títulos —dada la insensata rareza de las ediciones argentinas— en las entrañables y austeras publicaciones francesas de José Corti, bilingües para mi fortuna. Sin excepción, en todos esos libros encuentra su lugar un hombre, lo que suele llamarse una voz, un tejido riquísimo de sorpresas y angustias, de sobresaltos y meditaciones, de búsquedas mentales y exploraciones del cuerpo, la materia y la realidad más inmediata: “El humo es nuestra imagen. / Somos el resto de algo que se quema, / una evanescencia dificultosamente visible / que se disgrega en esta hipótesis del tiempo / como una promesa incumplida / que tal vez se formuló en otro tiempo...”

Es verdad que los poemas de Juarroz, como sus escasos e indispensables textos en prosa, vuelven con exacta naturalidad circular a unos pocos temas y lo hacen con la misma serenidad, con idéntica perplejidad minuciosa y reflexiva. Juarroz, acaso más que ningún otro poeta de su tiempo, del tiempo que seguirá llamándose presente, tiene vínculos evidentes con las formas intemporales de cierta sabiduría, de cierta filosofía transparente y concisa (no por accesible menos profunda y severa) que podemos hallar en la mística del Islam y en el Tao, en el budismo japonés y en determinados pensadores cristianos, en el jasidismo y en las religiones autóctonas de América. Movimientos religiosos en la mayoría de los casos: Juarroz, con todo, afirmaba que sólo profesaba la fe de la poesía, de la poesía —ya lo he dicho— como pensamiento. Dios, en la poesía de Juarroz, era un asunto de letra minúscula y supremo deseo: “Dios ha perdido su nombre. / No importa: / el sueño mayor no necesita nombre. / […] / Para nombrar a dios / basta con el hueco de los nombres”. Decir lo que no es, lo que no hay, se resuelve al cabo en la expresión de aquello que, sin existir, anuncia lo que somos y lo que puede colmarnos: “Sólo con el vacío / se puede llamar al vacío. / Y recibir una respuesta”.




(Este artículo apareció el 2 de noviembre de 2003 en el diario Mural de mi ciudad, Guadalajara. Fue una de las veinticuatro entregas de mi columna "Reloj en vela". Hoy quiero reproducirlo aquí por una razón editorial: en aquella publicación, el texto fue sensiblemente recortado. La versión que aquí puede leerse, por lo tanto, corresponde signo por signo con el artículo tal y como yo hubiera deseado que se publicara entonces.)

27 de mayo de 2004

Como adentro del agua

Vivo a tanta distancia de mis manos
que no alcanzo a atisbar
las palabras que escribo.

JUAN VICENTE PIQUERAS

Veo segundos por todas partes,
que sobran y que faltan. Que son piedras
arrojadas a un cielo, dadas a un mar por el que todavía
no pasan cuervos ni soldados.
Alejándose,
la lluvia gana los países vecinos: recupera

el vacío que no fue, la plenitud
que no será tampoco. El tiempo
es llegar tarde o es morirse
en la víspera. Estar es llegar siempre
a una ciudad que rostros anulados,
que sequías uniforman.

Las voces, los jardines,
los motores, las bocas, los ejércitos:
lengua que ignoro, ciencia
de ordenados misterios.
Todo está
cerca,

donde no lo alcanzo. Oigo
como adentro del agua.
Vivo tan lejos de mis manos
que no alcanzo a escribir
las palabras que miro.



(Poema de Reducido a polvo, libro ganador del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2004.)