11 de junio de 2004

Dominios

I

Es transparente el dominio de las piedras.
Duplican sus rostros en la pátina
y admiten la vecindad de los insectos.

Los árboles registran
cada minuto del invierno,
y de sus cuellos no sale una palabra
ni un color que traicione ese registro.

Las piedras, sin embargo,
y los árboles
no pueden sostener sin grietas
la edad que los anima o las recoge,
el ritmo que los yergue o las contiene.

Donde las piedras de una casa
o los silencios de un árbol
todavía no se unen,
el tiempo cultiva su inocencia.


II

Cada centímetro es distinto.
Aquí están mis manos; allá se cruzan los senderos
de un pájaro, una nube, unas ventanas
abiertas.
Pero al cerrar los puños
siento cómo se apagan las ventanas, se descorren
las nubes y el pájaro
canta con una voz más silenciosa.

Y al abrirlos de nuevo
el pájaro es de vidrio y la ventana
emigra por encima de las nubes.

Y por debajo de mis uñas
comienza el crecimiento de otros dedos,
de otra mano
que mide por centímetros la tarde
que agrupa en un vuelo al pájaro, la nube, las ventanas.
Pero la imagen ya es distinta, y aquí
no están mis manos: los senderos
se abren, las alas del canto
se separan y el musgo
nace bajo las cornisas.

Cada centímetro niega las distancias.



(Poema de Por una vez contra el otoño, libro por el que obtuve hace unos meses el XV Premio Nacional de Poesía "Efraín Huerta" y que próximamente publicará el Instituto de la Cultura de Guanajuato.)

10 de junio de 2004

El tonto

Acaso el más urgente y decisivo, el único verdaderamente impostergable de cuantos problemas de orden moral deban encararse hoy en día, en esta precisa coyuntura histórico-social, en este crucero de pasiones e incertidumbre, sea el siguiente: ¿se vale llamar “tonto” a Hugo Sánchez? Dicho de otro modo: ¿puede haber justicia en hacerlo? ¿Puede haberla en cometer ese crimen de lesa majestad, importunando al prudente y difamando al virtuoso, al intachable? Nótese que hablo de llamarle “tonto”, que no de juzgarlo tonto en silencio ni de pensar al paso que tal vez lo sea, lo cual no supondría ninguna ofensa caracterizada. Llamarle “tonto” fue lo que hizo Rubén Omar Romano, futbolista ya retirado que jugó en el América, el Necaxa, el Puebla, el Veracruz, el Cruz Azul, el inestable León y mi sufrido Atlante, y es el actual entrenador del Morelia (como antes lo fue de los Tecos). Y me parece haberlo escuchado subrayar: “el tonto ése”, con su buena tilde prosódica.

Ya dijo Camus, al empezar El mito de Sísifo, que sólo hay un auténtico problema en achaques de filosofía: el problema del suicidio. Pero es inútil disimular: el suicidio no tiene por qué ser necesariamente un problema, y esto en la medida que sólo puede serlo como posibilidad, no como acontecimiento. Lo digo, entiéndaseme bien, con el respeto debido. Cuando es un acto ejecutado y verificable, inscrito en la sucesión de los hechos, el suicidio no puede resultarle un problema (ni en lo conceptual ni en lo pragmático) a su terrible y misterioso ejecutor. Quedan, por supuesto, las gentes de su entorno, que sufren el suicidio —la mayoría de las veces— pero tienen que declararse incapaces de comprenderlo en la medida misma que la experiencia directa los excluye. No hay por fuerza un “problema” del suicidio, en consecuencia. Y en consecuencia también, resuelta y pasada la eliminatoria, sólo queda en pie lo de llamar “tonto” al pesado Hugol.

Corren tiempos —los de una Copa del Mundo a la vuelta de la esquina— en que al futbol nadie parece dispuesto a negarle un título de grandeza cultural, gloria de las naciones, riqueza de los oprimidos o muletilla de los poetas. La cubierta de Letras Libres anuncia un expediente: “Pensar el futbol”, y Tierra Adentro enfila sin marca rumbo a la portería: “El futbol como espacio imaginativo”. Juan Villoro insiste, por principio, en que la inteligencia no puede faltar a la cita con el balón so pena de convertir al juego en mera estampida o bullicio inútil. Rodrigo Fresán apunta que Maradona, irracional y exorbitado, es una especie de maravilla natural que ha vivido en carne propia todo lo que Marlon Brando tuvo que procurarse a través de sus personajes: plenitud, fiereza, genio, chapuza y decadencia. Nadie se atreve a mirar de frente a la tontería, con o sin Hugo Sánchez dentro. Y yo sospecho que a Romano lo asiste la razón, ya que no la serenidad.

Debe asentarse que Romano, cuando fue jugador, lo fue de los que hacen de un partido algo digno de ser visto con lucidez, al margen de toda calentura patriótica o sed primaria de goles numerosos. Como es natural, ello no lo vuelve más correcto en sus declaraciones, que pueden calificarse todavía de amargas e intempestivas. Pero el hecho de haber jugado como jugó, acercándose a la defensa para facilitar el comienzo de las jugadas, enviando pases calibrados y ventajosos (muchas veces muy largos), elaborando paredes o triangulaciones en las afueras del área rival, cobrando tiros libres magníficos, vuelve a Romano —al menos ante mí— una voz fiable, merecedora de atención y crédito: una voz, como suele decirse, autorizada. En el polo contrario, mucho me temo que de Hugo Sánchez deba sostenerse una opinión adversa: vio contrincantes incluso en las propias filas, y como entrenador sigue viéndolos; trabajó siempre a su manera, combinando su innegable destreza con chocantes dosis de oportunismo, transa de callejón y madruguetes; nunca vio por encima de la grandeza personal, y se fingió víctima de un pueblo frustrado, y volvió a México dando lecciones irrisorias de “triunfador” y autógrafos con acento madrileño. Sin darse cuenta, hizo en verdad lo necesario (y mucho más) para que Romano dijera con razón lo que terminó diciendo.

No faltan quienes piensan que todo mexicano, por el solo argumento de serlo, tiene la obligación de corroborar las pretendidas razones de Hugo Sánchez. Como los voceros de la Presidencia de la República en pleno lío contra Fidel Castro, llaman a cerrar filas en torno a una causa ridícula. Negarse da igual que ser un resentido, un vendepatrias y un “cangrejo”. La causa de Romano, según ellos, no merece defensa: el tipo es extranjero, nunca fue campeón goleador (ni campeón de nada) y es algo proclive a la insolencia. Razones de más, añado yo, para encontrarlo simpático: simpático y desinteresado, porque no hay esperanzas de ganarle a uno que ya se jacta de ganarlo todo.



(Hace un par de años, el 19 de mayo de 2002, apareció en Público este artículo mío que hoy viene al caso por jugarse aquí en Guadalajara el primer partido de la final del campeonato nacional de futbol entre las Chivas y los Pumas de la UNAM, dirigidos estos últimos por Hugo Sánchez. Cuando me dio por escribir el artículo, pocos días antes del primer juego de la Copa del Mundo en Corea del Sur y Japón, Rubén Omar Romano llamó "tonto" a Sánchez... con justa razón.)

9 de junio de 2004

Dos poemas de Saint-Denys Garneau

COMIENZO PERPETUO

Un hombre de cierta edad
Más bien joven y viejo
Con ojos preocupados
Y lentes sin color
Está sentado al pie de un muro
Al pie de un muro enfrente de un muro

Dice voy a contar de uno a cien
Al llegar a cien todo habrá terminado
De una buena vez de una vez por todas
Comienzo uno dos y lo que sigue

Pero al setenta y tres ya no está tan seguro


Es como cuando se pensaba que al contar las campanadas
de medianoche y que al llegar a once
Ya está oscuro cómo saberlo
Uno trata de reconstruir con los espacios el ritmo
Pero cuándo empezó todo esto

Y a esperar la próxima hora


Dice vamos hay que terminar
Empecemos de nuevo de una buena vez
De una vez por todas
De uno a cien
Uno...



BAJO LLAVE

Pienso en la desolación del invierno
En las jornadas largas de soledad
En la casa muerta
—Y es que al no abrirse nada la casa muere—
Cerrada la casa, rodeada por el bosque

Negros bosques llenos
De viento duro

Atenazada la casa por el frío
En la desolación del invierno duradero

Alimentando a solas una pequeña fogata en el gran atrio
Alimentándola con secas ramas
Poco a poco
Para que dure
Para impedir la total muerte del fuego
A solas con el tedio que no puede salir
Que uno encierra consigo mismo
Y que se propaga en el cuarto

Como el humo de un mal atrio
Que asciende con dificultad
Cuando el viento azota el techo
Y reprende al humo del cuarto
Hasta que uno se ahoga en la casa cerrada

A solas con el tedio
Que sacude apenas el vano espanto
Que viene de pronto y nos asalta
Cuando el frío rompe los clavos de las tablas
Y el viento hace crujir el maderamen

Largas noches tratando de no congelarse
Después viene la luz en la mañana
Más glacial que la noche.

Así largos meses en espera
Del final del áspero invierno.


Pienso en la desolación del invierno
Solo
En casa bajo llave.



(Traduje ambos poemas, junto con algunos otros, para la edición mexicana y quebequense de Pequeño fin del mundo / Petite fin du monde, Écrits des Forges / Filo de Caballos, 2003.)

8 de junio de 2004

Pequeño fin del mundo

Es inútil buscar a Saint-Denys Garneau en diccionarios biográficos y enciclopedias de literatura. Me refiero, por supuesto, a nuestros diccionarios y enciclopedias. En su país, Canadá, y en particular en la provincia de Quebec, donde se le tiene por uno de los poetas fundamentales del siglo XX, no sucede lo mismo ni mucho menos. Marcado por el nombre de un héroe clásico, Hector de Saint-Denys Garneau es precisamente eso: un clásico, en los cánones y las historias de la tradición literaria en la que a su obra, por naturaleza y nacionalidad, naturalidad o nacimiento, le ha tocado inscribirse. La primera explicación que viene a la mente, y la primera en resquebrajarse ante observaciones más detenidas, tiene que ver con la presunta marginalidad, excentricidad o extravagancia de Canadá y Quebec en el universo del arte contemporáneo: marginalidad, excentricidad y extravagancia que desde luego no existen, y no porque sea fácil recordar los apellidos y las obras que desde Canadá y Quebec hayan conmovido la sensibilidad artística de la modernidad, sino porque todas las tradiciones artísticas del mundo, si en verdad se ajustan a las experiencias de una sociedad en particular, son por lógica tradiciones marginales y excéntricas desde la óptica de las demás tradiciones y sociedades. Por esta razón, en consecuencia, no sirve de nada recurrir al engañoso argumento de la distancia geográfica ni al todavía más chapucero de la separación o alejamiento cultural. Menos conveniente, así, es fabricar sobre la base de tales argumentos engañosos y chapuceros una tercera excusa, la de la intrascendencia de Quebec en los rumbos (extraviados la mayoría de las veces, cabe admitirlo) de nuestra literatura y nuestras artes.

Vinculado por obvios motivos a lo que se da en llamar sociedad, el arte no existe al margen de los esfuerzos individuales que desembocan en la forma de cada una de las obras que lo componen y que demuestran su existencia, y la existencia de la belleza objetiva en última instancia. No es que la realidad artística, si tal cosa existe, deba extraerse de la realidad en general; ocurre más bien que las obras de arte, sin dejar de lado su individualidad manifiesta, sólo son obras y sólo son de arte para sus escuchas, lectores o espectadores en la medida en que, siendo particulares, alcanzan la esfera de lo general —de lo que podemos compartir— al ser en sociedad eso que ya son dentro de sí mismas pero que ahí, adentro de sí mismas, no puede verificarse: universos, campos infinitos de sentido, sí, aunque también de incertidumbre y de precariedad o negación del sentido.

El caso de Saint-Denys Garneau, para empezar, ya es ilustrativo de tales condiciones: psicológicamente frágil, el poeta se retiró de la vida mundana en cierto momento y compuso buena parte de su obra lejos del clima sin duda estimulante, pero quizás también opresivo, en que se formó y en que desarrolló desde temprano su talento de fotógrafo, pintor y escultor. Miembro de una comunidad lingüística minoritaria y desdeñada en América del Norte, la de lengua francesa, el poeta encarnó a la larga su propia comunidad minoritaria, unipersonal, después de todo aborrecida y repudiada (como tantas veces en la historia de las vocaciones artísticas y los desequilibrios mentales) por los miembros de aquella otra comunidad que lo vio nacer: “Los ojos el corazón y las manos abiertas / Manos bajo mis ojos dedos separados / Que nunca sostuvieron nada / Y que tiemblan / Por el espanto de estar vacíos”.

Marginado con respecto a los marginales, y marginado por ellos, el poeta es un paria extremado que, lejos de rendir un testimonio cualquiera, trabaja en minuciosas proporciones contra la suplantación de los discursos y la falsificación de las palabras y que, al hacerlo, lucha por la restitución de lo real y su adecuación a la palabra. Ello implica, entonces, que se parta de una premisa que no todos admiten: la de una previa inadecuación de las palabras a las cosas por efecto de la mentira y los oficios políticos, que dicen paz donde hay guerra y libertad cuando no la hay. Saint-Denys Garneau, ante la desoladora presencia de unos pájaros muertos, infiere un “pequeño fin del mundo” y lo hace no por sentimentalismo, sino porque un pájaro muerto significa la escisión del canto y el cuerpo, la fisura del vuelo con respecto a la materia, del trino con respecto a sus ecos, y es en esa fisura donde cabe situar al mundo tal y como nos ha correspondido vivirlo: “Y uno se pregunta / En este duelo / qué secreta muerte / qué trabajo secreto de la muerte / por qué íntima vía en nuestra sombra / adonde no han querido bajar nuestras miradas / La muerte / se comió la vida de los pájaros / expulsó el canto y rompió el vuelo / de cuatro palomas / alineadas ante nosotros”.

Este artículo quiere ser un epílogo, una explicación a posteriori de mi cercanía precaria con Saint-Denys Garneau. Precaria, digo, porque no he llegado a conocerlo tanto como yo quisiera. El intento que hice por aproximármele tuvo un instigador en la persona de cierto poeta y editor que, sin conocer por su parte a Saint-Denys Garneau, estaba más o menos obligado a publicarlo en traducción y recurrió a mí para el “trabajo sucio”. Tan sucio debió ser ese trabajo que, ya publicado el pequeño volumen de mis versiones, tuve que comprarlo —recibí después, con demora y un poco a regañadientes, un ejemplar que llevé a encuadernar para que no se deshojara— y no fui convidado al acto de presentación. De algún modo, en las presentes líneas quiero acomodar las mínimas informaciones que no habrá de conocer quien recurra nada más a dicho librito, titulado como esta nota. Clásico de Quebec, en donde fue también un “raro” y un autor olvidado, coetáneo de José Lezama Lima y Octavio Paz, de Nicanor Parra y Mario Luzi, de Miguel Hernández y Dylan Thomas, Hector de Saint-Denys Garneau ha corrido tal vez con menos fortuna que tan ilustres colegas, y sin duda merecería un poco más de atención: atención que por tratarse de un poeta, y de un poeta de Quebec, dudo mucho —y espero equivocarme— que logremos concederle por ahora.



(Este artículo se publicó en Mural el 28 de diciembre de 2003. De algún modo, como señalo en el último párrafo, es un epílogo a la edición de poemas que seleccioné y traduje para la editorial Filo de Caballos bajo el título de Pequeño fin del mundo.)