10 de diciembre de 2007

Ginés de Pasamonte y el arte del ensayo

a Teresa, que lo ha dicho mejor que yo

Parece un hecho incontrovertible que, al menos entre comentaristas y teóricos rutinarios, desde siempre se ha visto en el ensayo el género de la exposición personal, el autorretrato sincero y la meditación en primera persona. Con todo, si bien la nota liminar de los Ensayos tiene la forma de una despedida (“yo mismo soy el tema de mi libro, y no hay razón, lector, para que emplees tus ocios en materia tan frívola y vana. Adiós, pues”), el adiós que Montaigne pronuncia responde más al propósito de invitar, atraer e incluso seducir que, desde luego, al de disuadir a sus posibles lectores de seguir adelante. Desde una perspectiva histórica, no metafísica, el ensayo nace como género literario gracias a un doble gesto de repudio a la ficción (a la “mentira”) y de aprovechamiento de la misma: diciendo, con significativa falsedad, que no le interesa mostrarse hospitalario con sus lectores, Montaigne les abre las puertas de su libro. De ahí que los mejores ensayistas, al igual que los mejores autobiógrafos, admitan por lo regular —anunciándolo al comienzo de sus obras, como el propio Montaigne o como Rousseau— que no alcanzarán a razonarlo todo, ni a mostrarse del todo como en verdad son, y que sin duda mentirán de cuando en cuando (inofensivamente) por mala memoria o por decencia.

Es posible que, así como suelen clasificarse las religiones entre naturales y reveladas, así también alguien haya dividido ya los géneros literarios entre los naturales o arcaicos (el cuento, la poesía lírica, el teatro) y los revelados o modernos (la novela, el ensayo). En todo caso, lo común es afirmar que ninguna civilización, rudimentaria o avanzada, carece de obras de teatro, cuentos o poemas, mientras que sólo algunas —las presuntamente avanzadas, por supuesto— han conocido el ensayo y la novela. Se trata, como es natural, de una creencia típica del siglo XIX, fundada no tanto en la necesaria interpretación de los comportamientos artísticos de la humanidad como en el prurito ansioso de no asemejarse por ningún motivo a los pobres ni a los enfermos del mundo. Sostener que los novelistas y ensayistas del Renacimiento, y casi nada más que Cervantes y Montaigne por cuenta propia, descubrieron sendos continentes literarios y los patentaron de frente a la modernidad, implica ignorar que una revolución afín a la del Quijote y los Ensayos, pero esta vez en el campo de la poesía, los había ya precedido en las obras y el pensamiento de los trovadores provenzales y de sus primeros discípulos, los poetas florentinos del dolce stil nuovo (y ello sin que se dejara de pensar que la poesía lírica existía desde la noche de los tiempos).

Digo lo anterior —acaso con demasiada rapidez— únicamente para observar que los valores de la individualidad en la expresión, la sinceridad introspectiva en el tratamiento de las emociones y la presentación en primera fila del artista como sujeto de su propia obra no deben considerarse patrimonio exclusivo del ensayo como género ni de los ensayistas como escritores concretos. Y quiero subrayar que hablo aquí de valores, o sea de ideales, no de realizaciones efectivas. Vuelvo a la nota liminar de los Ensayos, donde se hace notorio que a Montaigne no le basta con saberse único en tanto individuo: antes bien, al persistir en el uso del pronombre yo, así como al esforzarse por trascender la naturaleza retórica del , que se refiere a su lector en potencia, el ensayista debe incluso fingir que no se concede a sí mismo el relieve de los temas literarios en verdad importantes y, más aún, que preferiría que su lector cerrara el volumen y se olvidara de quien escribió su contenido. Huelga recordar que, al menos en los diccionarios de uso común, la ficción es definida como “acción y efecto de fingir”, con lo cual habría suficientes razones para leer a Montaigne como si se tratara de un autor de ficciones.

No alego, por supuesto, que Montaigne mienta de forma sistemática ni entiendo siquiera que lo haga en partes decisivas de su gran libro. Me limito a señalar que, llegada la hora de poner en práctica determinadas estrategias de convencimiento, incluso el ensayista debe, por así decirlo, retocar los datos de la realidad, ordenarlos en función de sus propios intereses, realzar algunos, omitir otros, y comprender al cabo que la realidad apenas mencionada será lo que se quiera, menos un mero sinónimo de la experiencia (ni mucho menos de la verdad). Cuestión, ésta que aquí reduzco al género del ensayo, que conduce directamente a la naturaleza —si no es que a la esencia misma— de la novela. Yo sospecho, por ejemplo, que al darle a uno de sus libros el título de La verdad de las mentiras, Mario Vargas Llosa comete un error que no repite Antonio Muñoz Molina cuando, años después, recoge una serie de conferencias y las titula La realidad de la ficción. Suponer que los novelistas (o los dramaturgos, o los poetas) dicen mentiras cuando escriben, y que lo hacen para decir la verdad a fin de cuentas, es abusar de un esquema que de tan simple acaba no significando lo que se pretende. Percibir, en cambio, que de la ficción, o sea del fingimiento (“El poeta es un fingidor…”), se deriva una forma de realidad que, lejos de ocultar al mundo en su complejidad, lo revela y lo explica, es mucho más estimulante.

Traigo a colación ahora un episodio famoso del Quijote. Al aproximarse a la Sierra Morena, en el capítulo 22 de la primera parte, don Quijote y Sancho se topan con aquellos galeotes que más tarde, tras haber sido quién sabe si heroica o sólo violentamente liberados por el Caballero de la Triste Figura, se mostrarán ingratos con su alucinado redentor y lo humillarán a fuerza de pedradas. Antes de su liberación, sin embargo, los galeotes habían accedido a narrar el motivo de sus prisiones al protagonista de la novela, y es en ese contexto donde Cervantes introdujo al formidable Ginés de Pasamonte, “hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco”. Dicho personaje se presenta diciéndole a don Quijote: “sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares”, y al poco tiempo asegura que su vida, es decir: su autobiografía, “trata verdades […] tan lindas y tan donosas que no pueden haber mentiras que se le igualen”. Más aún, cuando se le pregunta si su libro ya está concluido, Ginés responde: “¿Cómo puede estar acabado […] si aún no está acabada mi vida?”

Es cuando menos llamativo que, para Ginés, la buena hechura de su libro sea indisociable de que no esté acabado, pero también de las “verdades” que trata en él y de la belleza y donosura de tales verdades, contra las cuales no hay mentiras que valgan. Verdad, belleza expresiva y belleza moral de la obra inacabada (que, para colmo, es en su caso un relato autobiográfico) son, por lo que puede verse, los componentes del ideal poético de Ginés. En el marco de la obra en proceso por excelencia, el Quijote, que finge ser al principio no más que un rescate o glosa de papeles de archivo y autores arrumbados, y después la traducción en marcha del relato escrito en árabe por Cide Hamete Benengeli, historiador “arábigo y manchego”, es obvio que las virtudes enfatizadas por Ginés en la descripción de su libro en cierta forma son también lo que Cervantes mismo, así fuera irónicamente, juzgaría signos o pruebas de calidad estética. Irónicamente, digo, porque las presumibles aspiraciones literarias de Ginés podrían tal vez corresponderse con las del novelista o, por el contrario, ser su reflejo invertido: con tal de censurar el hábito de leer novelas de caballería, Cervantes escribió la mejor de todas, y con tal de reprobar la mentira fingió estar narrando la verdad, y con tal de criticar determinado concepto de obra hizo como si la suya careciera de límites precisos y pudiera extenderse más allá de toda proporción razonable. Así, cuando Ginés enaltece la verdad —y está claro que se trata de un ladrón embustero—, Cervantes puede lo mismo estar suscribiendo su elogio que ridiculizándolo. Y cuando Ginés, con absoluta certidumbre, mide la belleza de sus verdades con la vara de las mentiras que acaso pudieran competir con ellas, aunque sin éxito, Cervantes arroja quizás un mínimo de suspicacia y duda sobre las presuntas “verdades” que pudiera contar un pillo y, sin abandonar el sitio que se ha reservado en la sombra, se pregunta si no vale más fingir dentro de la fábula en beneficio de una posterior verdad —una verdad última o revelada, se diría— en lugar de vanagloriarse con verdades apenas aparentes y al final resultar un impostor.

Porque, después de todo, Ginés resulta en efecto un impostor. Ya en la segunda parte, habiéndosele achacado el misterioso robo del asno de Sancho, Ginés reaparece bajo el disfraz de maese Pedro y, sin que ninguno de los personajes llegue a reconocerlo en su verdadera identidad, impresiona con dolo a don Quijote haciéndole creer que su mono amaestrado es capaz de adivinar los acontecimientos pasados y presentes de las vidas del caballero y de su acompañante. Lo cierto es que maese Pedro no hace más que aprovechar los conocimientos adquiridos bajo su auténtica personalidad (la de Ginés) manipulándolos a cubierto de su nueva y falsa caracterización. En síntesis, Ginés oculta que sabe la verdad a propósito del Quijote y alimenta con ello la ficción encarnada en maese Pedro, presunto adivino. Su castigo, para decirlo de alguna manera, le llegará poco después, cuando represente con marionetas la historia de Melisendra y Gaiferos y termine sufriendo las consecuencias de narrar semejantes ficciones en presencia de don Quijote, quien destruirá las figurillas con todo y escenario, anteponiendo su vocación de caballero al más elemental sentido de la realidad. En efecto, si Melisendra y Gaiferos (así sea en forma de marionetas) corren peligro de ser atrapados y maltratados por el rey moro de Zaragoza, don Quijote debe cumplir con su obligación de protegerlos. Por lo demás, habiendo antes caído en las trampas del presunto mono adivino, el de la Triste Figura tiene una coartada para desconfiar de las apariencias, creer incluso en lo inverosímil y, por muy desequilibrado que parezca, conducirse al interior de la ficción como si se tratara de la más firme realidad: “a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra”, dirá ya más apaciguado.

Yo entiendo el arte del ensayo dentro de las coordenadas que, sin proponérselo, Ginés de Pasamonte va marcando con sus acciones. Defensor en principio de las formas autobiográficas por encima de las novelescas, y convencido por ello mismo de su propia veracidad, Ginés acaba disfrazándose de titiritero, esto es: de narrador, y echa mano de lo verdadero al representar hechos ficticios. En cierta forma, el mono parlante de Ginés puede compararse con los personajes de los novelistas, que saben hacer como que hablan para que su adiestrador ponga en ellos las palabras, los conocimientos y las intuiciones que ha ido atesorando con la experiencia. Siglos antes de que las editoriales y los publicistas del orbe anglosajón dividieran los libros entre los que son de fiction y los que son de non fiction, ya Miguel de Cervantes había criticado ese presunto divorcio. Y es que la introspección, así como el discernimiento, la inducción y la deducción, la demostración, la observación del mundo hasta en sus menores detalles (o empezando por ellos) y, en suma, las características que rutinariamente se atribuyen al arte del ensayo, como si nada más al ensayo pudieran corresponder, en el fondo son características también de la buena ficción y de la buena poesía, géneros que a su vez no aceptan definirse con arreglo a la supuesta separación entre lo acontecido y lo imaginario, lo verdadero y lo falso, lo real y lo irreal.

Al disuadir a sus lectores de leer su libro, Montaigne les guiña en realidad un ojo. Los instrumentos de la ficción comienzan entonces a colaborar sin remordimientos en el examen de la verdad.



("Ginés de Pasamonte y el arte del ensayo" se publicó en la revista Luna Zeta, núm. 21, diciembre de 2005-enero de 2006. Lo publico ahora en mi blog porque apenas la semana pasada recibí ejemplares de la revista mencionada. Más vale tarde... Este post, además, viene a ser el número 100 del blog, que debe andar en su cuarto año de vida. La ilustración es obra del pintor español Eleazar.)

12 de noviembre de 2007

La música por dentro

Intenté componer obras de cámara
para guitarra Martin, acordeón,
armónica, tarola, órgano Hammond,
y fue pasando el tiempo de mi vida.

Me sugirieron contrabajos, flautas,
fiddle, banyo, maracas, regimientos
de cornos y trombones y cantantes,
y en mi vida sonaban los minutos.

Añadí letras dignas de una ópera:
libretos avivados por el coro,
fogatas incansables, holocaustos.

Y mi vida fue menos que un silencio
pactado entre dos notas, y el suspiro
del que intenta silbar y no lo logra.



("La música por dentro" es el poema final de Trece, breve cuaderno de sonetos falsos que acabo de publicar en LunArena, editorial poblana.)

4 de noviembre de 2007

De monumentos

Por las avenidas de la Guadalajara de siempre, de la Guadalajara céntrica, de la Perla estrictamente occidental, no suburbana, transita un pintoresco turibús cuyo chofer, si algún camión del servicio público se aletarga en el carril derecho, embraga la tercera velocidad y se lanza valientemente a circular por los carriles medianeros. Pero ése no es el tema. El tema, todo él conjetural, es lo que irán oyendo los pasajeros de tan simpático transporte. A ver: “A su derecha, ya que no a la diestra del Padre, la Catedral, envuelta en humo negro”; y también: “Señoras y señores… con ustedes, ¡la Minerva!”; e incluso: “Adelantito del turibús, y casi se diría que incrustado en su defensa delantera, semejante a un simple amasijo de fierros retorcidos, el coche de un señor con cara de aquí se me acabó el fin de semana…”

En efecto, el coche de adelante del turibús ya no se debe contar (no por un tiempo, cuando menos) entre los “vehículos en activo de la entidad”, por mucho que luzca enfáticos letreros de “no al placazo” (no con zeta, sino con ese: todo hay que decirlo). Mientras llegan los ajustadores y el agente de la Secretaría de Vialidad, ¿qué les dirá el guía del turibús a sus decepcionados pasajeros? Conviene acercarse a oírlo: “El placazo no es otra cosa que la frustrada iniciativa del Gobierno estatal por imponer un canje de placas obligatorio a cambio de $1,200 por vehículo… Por otro lado, escribir consignas más o menos políticas en la ventana trasera de los coches, valiéndose para ello de un cartucho de tinta blanca originalmente concebida para teñir zapatos de médico, es una de las costumbres más arraigadas de la dinámica sociedad tapatía…”

En cuanto a las tres últimas palabras, es obvio que se trata de una exageración, como todo lo que dicen los guías de turistas. Qué dinámica ni qué nada. ¿No miraron hacia otra parte los automovilistas de la ciudad cuando se impuso, hará un par de meses, el llamado Viaducto López Mateos, injusto y dañino desde la perspectiva de peatones, usuarios del transporte público, vecinos y comerciantes del área? ¿Reaccionaron como el gremio que no son cuando se le prometieron a la ciudadanía, en las campañas políticas de hace un año y medio, cientos y cientos de obras y más obras viales costosísimas? ¿Han cerrado filas para imponerle algún freno a las maras de camioneros y minibuseros que ponen en riesgo a propios y extraños, amén de contaminar y desquiciar la ciudad?

Alguno de los mirones formula una pregunta extraña: ¿cuánto pesa un juego de placas? Pero no. Las placas de Jalisco habría que canjearlas de inmediato, pero no para venderlas al kilo y obtener con ello alguna ganancia financiera, sino para fundirlas y erigir monumentos en homenaje a los verdaderos próceres de la localidad. Una estatua de mil cabezas en honor del Automovilista Cívico, por ejemplo. Y otra de dos millones de cabezas en honor de los $2’000,000 anuales de sueldo que, como mínimo, cobra el Gobernador del Estado.



("De monumentos" apareció el día de hoy en Mural.)

8 de octubre de 2007

Doble sentido

Al ritmo que va el mundo, si es que a esto puede llamársele mundo, en poco tiempo sólo el gobierno de Israel será capaz de comprender y asesorar a Emilio González Márquez y a su secretario de Vialidad, José Manuel Verdín Díaz. Este último debe ser considerado el principal artífice —ya que no el principal responsable, mérito que corresponde a su jefe y máximo valedor— de la barbaridad imperdonable, pero nada original, que desde hace un par de semanas lleva el nombre de Viaducto López Mateos. El razonamiento es apabullante: ya que toda luz roja es culpable de frenar el incansable flujo de vehículos que da fama y justificación a la vía referida, nada mejor que trocarlas todas por luces verdes, y que Berlín Oeste se vaya despidiendo de Berlín Este, o la terrorífica Zapopan de la espantosa Guadalajara.

Barbaridad nada original, decía yo, porque resulta que los políticos de Kadima, visionario partido en el poder en Israel, han decidido emular a su entrañable fundador, el hoy vegetativo Ariel Sharon, y se han puesto a elevar muros divisorios entre su país y los numerosos enemigos de toda la vida, internos y externos, con tanta puntería que han terminado por edificarse una pared entre la mitad o hemisferio derecho del cerebro y la otra cavidad, también hueca, del hemisferio izquierdo. En efecto, el reportero español Juan Miguel Muñoz, en El País del pasado 10 de septiembre, informa que, al este de Jerusalén, el gobierno israelí está por terminar “una carretera, que unirá Ramala con Belén, propia del régimen del apartheid. En uno de sus lados circularán los israelíes”, explica; “en el otro, segregados por un muro, los palestinos. Los primeros podrán salir a cualquier pueblo o ciudad; los segundos, no”. Lo que no señala Muñoz es quién deberá circular por los carriles laterales, ya que los del centro son los que siempre acaban congestionándose, tanto en vialidad como en política.

Valga la digresión: a los narradores les fascina contar el cuento del doble o Doppelgänger, a tal grado que no hay escritor de ficción con cierta notoriedad, cuentista o novelista, que no lo haya hecho aún. Está un señor en su casa, tranquilo, y sale un rato a la calle (a comprar las tortillas, póngase) y ese rato le sirve para constatar que hay otro señor idéntico a él, y que además es él, que anda también por la calle, y que ha salido a comprar tortillas, y que se nota muy angustiado porque acaba de verse a sí mismo del otro lado de la calle. Tal es el doble, y a propósito de la palabra germana Doppelgänger nos ilustra la Wikipedia: “Significa, en lo esencial, compañero de caminata, o sea la persona que anda paso a paso con uno”.

El caso es que Verdín y Emilio parecen ver dobles o fantasmas por todas partes, y han echado mano del ejemplo israelí para segregar (con ese muro de alta velocidad que será López Mateos) a los de allá con respecto a los de acá, sin antes preguntarse de qué lado quedarán ellos cuando se grite: “¡Sálvese quien pueda!”



("Doble sentido" apareció ayer en Mural.)

24 de septiembre de 2007

Tres poemas en Crítica

CÓMO LEER ESTE POEMA

Para empezar, acepte que ya existe.
Nada lo desprograma ni lo altera.
Ignorarlo es posible, como todo,
pero estos cuatro versos ya están dichos.

Otros poemas le hablarán del mundo;
los más, de la palabra y el silencio.
Éste no tiene cómplices ni amigos:
Lope de Vega ya no viene al caso.

Recórralo de golpe. No le crea;
no le dé ni trabajo ni dinero.
Desóigalo si llora: está burlándose.

Con todo, compadézcalo (a distancia):
más que autor, tiene dueño; es un esclavo.
Lo escribí contra usted, y buen provecho.



SONETO EN QUE SE HACE TARDE

Vieja, menesterosa claridad
que al envolver al día, ya en las últimas,
lo desnudas más bien y lo traicionas,
¿me seguirás negando hasta el saludo?

Féretro de ti, resto de tu muerte,
calavera de un sol vuelto Saturno,
apagada, inservible claridad:
sigo siendo tu hijo, y tú mi hermana.

Resistir la crudeza de otra noche
parece, amiga, fuera de tu alcance,
muy lejos de tus uñas corroídas,

y a solas con tu sombra o tus despojos
me atrevo a preguntarte, luz, recuerdo,
si al menos hoy pronunciarás mi nombre.



FIN DEL INVIERNO

Junta el aire las hojas en mi contra,
las agrupa en estrictos batallones
y, al ordenar su furia, va dictando
la victoria del humo contra el día.

Si polvo es lo que soy, soy esta noche
giratoria, imprevista, codiciosa
detrás de cuyos dedos astillados
una cara se oculta, o ya no es cara.

Pero ese mismo círculo de viento
da vueltas enseguida, y me desmiente,
y aparezco de nuevo en su perímetro.

Si polvo es lo que soy, que no lo creo,
tras el polvo estás tú, sol que regresa,
renacida figura de la tarde.



(En el número 123 de la revista poblana Crítica, correspondiente a los meses de septiembre y octubre del año en curso, aparecen estos tres poemas míos, adelanto de una plaquette que se publicará el mes entrante, también en Puebla.)

27 de agosto de 2007

El furor: entre Cristo y Dionisos

Rubén Gil, El furor, presentación de Víctor Manuel Pazarín, Guadalajara: Emprendedores Universitarios, 2005, XXI pp.

Según el Breve diccionario etimológico de la lengua española, de Guido Gómez de Silva, el sustantivo furor significa “cólera, ira” e incluso “vehemencia”, y viene sin modificaciones (en lo morfológico) de la palabra latina furor, nombre deverbal derivado del verbo furo, -es, -ere, furui, o sea “estar loco”, y “delirar” y “rabiar”. Desde mi débil perspectiva, que da lugar a observaciones un tanto azarosas y no descansa, desde luego, en el conocimiento del griego ni en la menor erudición a propósito de la cultura grecorromana, furor es una de las dos palabras con que los romanos tradujeron el concepto griego de manía (la otra es, literalmente, manĭa). En todo caso, furor —tanto en latín como en castellano— es una voz muy estrechamente vinculada con la demencia y el delirio, y también con el arrebato de la inspiración poética y con el entusiasmo místico.

Vale recordar que μανία (manía, en griego) era un término referido al delirio dionisiaco y a la separación con respecto a sí mismo que, a partir de cierto momento, el oficiante de la celebración báquica experimentaba. Literalmente maniático, furioso, inspirado y violento, el sacerdote o la sacerdotisa del culto a Dionisos eran, por otro lado, seres extraños o en definitiva extranjeros en el ámbito de la polis: recuérdese que los mitos atribuían siempre a Dionisos una remota procedencia, y la religión misma de sus adeptos era juzgada inasimilable por sabios como Aristóteles, que llegó al extremo de recomendar en su Política la proscripción de la música de flautas por considerarla propia del extravagante dios vinicultor y, en consecuencia, impropia de toda ciudad ordenada. El esquema de interpretación, con todo esto, puede considerarse dado: la manía dionisiaca, de orden místico-religioso, es furor, y el furor es, además de locura y violencia, rapto lírico. En mi opinión, El furor de Rubén Gil (Guadalajara, 1972) debe leerse atendiendo las anteriores implicaciones del sustantivo que le da título.

Por lo demás, entender El furor no es nada fácil. Leerlo sí lo es, cuando menos en cuanto a la rapidez de la lectura, porque se compone de apenas quince poemas no titulados, el más extenso de los cuales consta de veintidós palabras. Tales palabras, por añadidura, componen cada una un verso. Dicho de otro modo, ningún verso de ninguno de los poemas de la serie cuenta con más de una palabra, peculiaridad que orienta secretamente la naturaleza de todo el conjunto. El hecho de que ninguno de los versos contenga sino una palabra, en efecto, inculca, en quien vea de golpe cualquiera de los quince poemas de la plaquette, una sensación de pura verticalidad (y quien dice verticalidad, por lo que ya se verá, dice también dislocación). Es fácil observar, con argumentos primarios de pura tipografía, que Rubén Gil tiene ciertas afinidades con el Efraín Huerta de los poemínimos y, como este último, con E. E. Cummings y con algún otro poeta de lengua inglesa. Gil, cabe anotarlo, ha traducido a Cummings y a Gertrude Stein, de quienes ha heredado acaso el tono de sonambulismo esclarecido y hermético, ya que no la sintaxis (poliédrica y sinuosa en Cummings y Stein, recta en Gil). Con respecto a los poemínimos, no percibo ningún otro parentesco entre Huerta y Gil más allá de la versificación minimalista. En los poemínimos, toda opacidad perturba en la medida que las frases hechas, más que desmontadas, tienden a ser desvestidas y expuestas bajo una luz directa y humorística; en El furor, la opacidad es una de las constantes del poema, y casi se diría que una de las armas preferidas del poeta, resuelto a figurar en su obra en forma de voz alucinada y conciencia entrópica.

En un principio, los poemas de Gil parecen máximas o aforismos, con lo que hay de severidad, aplomo y deliberación en el aforismo y en la máxima. He aquí, por ejemplo, el primero de los quince:
disiparon
los
frutos
de
la
tierra
&
un
eclipse
bautizó
el
altar

he
aquí
el
cristianismo

De haberme conformado con mi primera lectura, yo habría dicho que, más que un poema, el texto leído era un esbozo filosófico y, aunque de contenido no muy claro, sin duda una especie de sentencia o apotegma cuyo texto había sido desprovisto de puntuación y seccionado en renglones de una sola palabra. Sin embargo, al avanzar en El furor, fui notando —he ido notando— que los poemas, en apariencia vinculados con ciertas formas de prosa categórica y sucinta, en realidad son todo lo contrario, y están escritos en versos mínimos porque su linealidad no es horizontal ni sucesiva, esto es: porque su disposición mental e interna no sólo es otra que la disposición de la prosa, sino que se le opone hasta fracturarla. Cada verso, cada palabra figura en El furor, entonces, como el vestigio de un espacio perdido. Y no hablo de vestigios al azar: la conciencia de la ruina que aquí va gestándose, milimétrica y velocísimamente, no pertenece al solo ámbito de la forma o la disposición tipográfica de las palabras en la página, sino que dialoga en todo momento con lo que se podría reconocer como el tema de los quince poemas: el cristianismo, en especial el de los primeros tiempos, de la Crucifixión (ruina mayor donde haya ruinas, porque dará paso a la mayor de las rehabilitaciones: la Resurrección) a San Agustín, pasando por los Padres del desierto.

Siento el deber de hacer hincapié, aunque se trate de asuntos para los que me sé incapaz de perorar, en que Rubén Gil no ha tomado la decisión de disertar con el tema del cristianismo ni mucho menos. De haberlo hecho, El furor sería una plaquette sin el menor interés literario, por supuesto. El desafío que se plantea Rubén Gil, esto es: el desafío que yo, como lector suyo, he creído identificar en sus poemas, haciéndolo mío, consiste más bien en abordar un asunto clásicamente discursivo —asunto que, no lo dudo, interesa de manera íntima y particular al propio Gil, y que no es por lo tanto un mero tema entre los muchos en que valga la pena investigar— y desmontarlo en varias facetas, rindiéndole tributo con ello, pero también desmoronándolo, desbaratándolo, deshaciéndolo, destruyéndolo en grados varios de furia y agresividad. Furia, la de Rubén Gil, que se manifiesta sobre todo en contra del discurso (quiero decir: de lo discursivo, de la discursividad) y en contra, pues, de su principal soporte: la coherencia sintáctica. En el poema final, por ejemplo, Judas —porque las voces que se pueden oír en los poemas no corresponden a un solo emisor: son las voces de Jesús como yo, de Jesús como , de Jesús como él, de sus discípulos como ellos, de sus discípulos como nosotros, y del poeta mismo como todos juntos— toma la palabra y dice no que comerá barro, sino que ayunará barro, y que un cisne arrastrará sus besos, y que al hacerlo atentará contra una serpiente con cálices y estigmas:
judas
dijo

ayunaré
barro
truenos
&
hiel
cuando
un
cisne
arrastre
mis
besos
entre
los
cálices
&
los
estigmas
de
vuestra
serpiente

En su prefacio a El furor, el también poeta Víctor Manuel Pazarín observa que “todo lenguaje realiza un milagro de alejamiento”. A mí me gustaría relacionar dicho alejamiento con la separación que mencioné algunos párrafos arriba: esa separación o distanciamiento de sí mismo que tenía lugar —pero no accesoria ni anecdóticamente, sino en verdad como rasgo esencial del transporte o rapto místico— en la nocturna ceremonia de invocación a Dionisos y fusión con él. Son muchos los antropólogos que identifican rasgos del mito y del culto dionisiaco en la narración de la vida y de las enseñanzas de Cristo, y en la simbología que le resulta propia. Dionisos, como Jesús, muere y renace, y al renacer encarna una promesa trascendente de resurrección. Cíclicas por una parte, irrepetibles por la otra, sus historias (las de Cristo y Baco) lo son de inspiración y trastorno, de paz y espada que se alternan. Y la energía que atraviesa El furor, y que se alimenta en él —de donde nace—, comparte con tales historias un mismo signo.



("El furor: entre Cristo y Dionisos" acaba de aparecer en el número 48 de la revista Luvina, correspondiente al otoño del año en curso.)

5 de agosto de 2007

El verbo linchar

Me referiré a tres asuntos que han recibido algún tratamiento periodístico. Y que conste que no es un mismo caso triplicado…

1. Estamos en octubre de 2005. Cierto escritor, al que llamaré A, es mencionado en las páginas más bien escurridizas del semanario político por excelencia del acontecer nacional. Se da cuenta, en falso, de un cheque aparentemente cobrado al margen de reglamentos y dictámenes, y aunque se consignan sumas y números de folio, se omite cualquier posible aclaración del principal “responsable”, a quien se le dirá off the record (cuando, en busca de alguna explicación coherente, visite al editor de la revista) que no fue contactado porque nadie tenía su número de teléfono. Nadie, como no sean los mismos que filtraron el cheque, desde luego. Por lo demás, A figura en el directorio telefónico, publicación que sin duda supera en ejemplares al semanario en cuestión, y no ha visto nunca el cheque del escándalo.

2. Mayo de 2006. B, también escritor, es acusado de plagio (sin denuncia formal ni abogados ni jueces de por medio) en cierto diario de circulación e interés nacional. El reportero se traslada heroicamente de México a Cuernavaca para cubrir la noticia, tarea que no supone otra cosa que prender el micrófono para que las presuntas víctimas del plagio se manifiesten a sus anchas. De la eventual reacción del acusado no se puede inferir nada: no se le ha tenido en cuenta para elaborar la nota. Se deja en claro, en cambio, cómo se llaman sus hijos (menores, ambos) y su esposa, por si algún lector se lo preguntaba. En vísperas de las elecciones del mes de julio, el escritor B, concuño de quien resultará presidente de la República, es —cabe suponer— un objetivo de lo más apetitoso para la prensa que a sí misma se califica de progresista.

3. Julio de 2007. Un tercer escritor, C, padece la ojeriza de un colega que lo implica en operaciones más bien indemostrables de “influyentismo”. En un primer momento, las acusaciones del colega furioso no salen de algún foro en Internet, pero luego saltan a la prensa y, en las páginas de un tabloide algo menos que confidencial, buscan disfrazarse de iniciativa cívica y propuesta legislativa. Dato curioso: el enemigo del amiguismo es entrevistado por otro escritor que tiene pinta de ser buen amigo suyo. En todo caso, el escritor C no es requerido para dar su versión de los hechos…

Yo mismo soy el escritor A. No diré quién es B ni quién C. Lo que me parece llamativo es el comportamiento (sistemático, en apariencia) de la prensa, verdadera incógnita en los tres casos. ¿Por qué se ha preferido acusar y, en lo posible, lapidar antes que confrontar? ¿Por qué los reporteros y sus editores, y los directores de sus medios, han desdeñado confirmar o desmentir dichas acusaciones, favoreciendo con ello meras versiones y elevándolas al rango de verdades? ¿Por qué ciertos medios informativos han acabado conjugando un verbo como linchar con más asiduidad que otros como ponderar o sopesar?



("El verbo linchar" se publicó el día de hoy en Mural.)

10 de julio de 2007

Todo a partir de un grano: Voluntad de la luz

“La poesía no narra: sueña”, según recientes declaraciones de Luis Armenta Malpica. Lacónica profesión de fe que, sin embargo, debe comprenderse como el planteamiento de un verdadero problema tratándose del poeta nacido en 1961. Y es que Voluntad de la luz, poemario inicial de un grupo de al menos diez que Armenta publicara en otros tantos años —los diez que transcurrieron entre la primera edición del referido poemario, en 1996, con el sello de Mantis, y la tercera, en 2006, en la colección La Centena—, aparentemente puede ser leído como un libro de poesía narrativa.

Tal apariencia encuentra su razón de ser, ya que no su justificación, en el hecho de que Armenta, en Voluntad de la luz, emite y ordena sus palabras acogiéndose desde un principio a un modelo arcaico, en el sentido más noble de la expresión: el poema cosmogónico. Éste, por su parte, figura —en el imaginario de la especie humana— tan lejos o, si se prefiere, tan cerca del relato como del cantar lírico, equidistante de la ficción y la canción. En este orden de cosas, lo más normal parecería dar por sentado que, al acogerse al poema cosmogónico, el poeta contemporáneo se acoge también al ritmo y a la estructura sucesiva de la narración. Por ello, de buenas a primeras, resulta conflictivo que Armenta declare que la poesía, más que narrar, sueña.

Dado lo anterior, vale la pena remitirse al poema cosmogónico por excelencia de la tradición judeocristiana. Me refiero, naturalmente, a los once capítulos iniciales del Génesis, que constituyen la parte liminar de dicho libro. Del “principio” mencionado en el primer versículo, el de la Creación en sentido estricto, a la emigración rumbo a Palestina de Abram (el posterior Abraham) desde su tierra natal, Ur, el Génesis va presentando por etapas la disipación del nebuloso vacío primigenio, la separación del cielo y las aguas y la tierra, el brote de la hierba y los árboles frutales, la invención del hombre y la mujer, la vida en el Paraíso terrenal, la Caída y la expulsión subsiguiente, la rivalidad entre los hermanos, el asentamiento en ciudades, el Diluvio y, tras la inundación, el “pacto con la tierra” o alianza de Dios con los hombres, la confusión de las lenguas y, en síntesis, el origen del Cosmos, la gestación del humano y las primeras hazañas de sus patriarcas y héroes. Presentado lo cual, a partir del duodécimo capítulo, el Génesis ya no es cosmogónico ni es, en rigor, poético: es la memoria de un pueblo y la crónica de apenas el comienzo de sus vicisitudes.

Cabe decir, entonces, que al interior del Génesis —en su principio— hay un poema cosmogónico, pero también que dicho poema es irreductible al resto del relato. Tal pareciera que la envergadura de los hechos presentados y de sus protagonistas, de cuya naturaleza divina o ancestral se desprende que no pueden existir auténticos testigos de visu ni narradores inmediatos de sus actos, exige del poema cosmogónico un tono categórico y absoluto, una especie de ritmo verbal originario, una fascinación o encanto de lenguaje naciente por obra del cual no hay forma de separar al sustantivo común de la metáfora. Es ahí donde comienza Voluntad de la luz: en el punto donde se percibe con toda claridad cómo la poesía cosmogónica, más que narración, es creación de lo narrable, de lo que luego podrá ser narrado; en el punto donde la dicción poética, comprensiblemente, sienta las bases del relato y lo precede.

Para entender mejor lo anterior, conviene sin duda repetir los versos iniciales de “Confirmación del grano”:
Grano.
Todo a partir de un grano.
Espiga lenta
el corazón del pez se preñó de raíces
y de insectos.
Se desgranaba el alba.

En poco más de veinte palabras, por lo menos diez figuras, emblemas o símbolos fundamentales del discurso bíblico —el grano, la espiga, las raíces, el pez, el insecto, el corazón, el amanecer, la fecundación, la totalidad, el origen— parecen convocarse unos a otros, condensarse y, al hacerlo, conformar seis versos que impulsan, por su parte, la composición del poema propiamente dicho. El poema es lo que se desgrana tras la estrofa citada: el “alba”, sí, pero también el sueño al que Armenta Malpica se habría referido desde un principio: “La poesía no narra: sueña”. O bien, en otro de los poemas de Voluntad de la luz, el que se titula “Fundaciones del pez”, cuando el hablante asume su identidad no por el expediente de revelar su nombre, sino por el de revelar su actividad, y afirma, casi en un exabrupto: “Esto es un sueño”.

Esto, en efecto, es un sueño. Voluntad de la luz es un sueño, pero no en el sentido fisiológico ni en el sentido psicoanalítico de la palabra. Esto es un sueño en la medida que se apega, desde los códigos y libertades que afianzan el estilo de su autor, al Primero sueño de Sor Juana y a su principal respuesta o complemento en la poesía del México moderno: Muerte sin fin, de José Gorostiza, que son “sueños” en el sentido que la poética y la retórica clásicas daban a esta palabra, es decir: meditaciones en primera persona en torno a la naturaleza de lo no visible, del vértigo interior del cuerpo, del fondo del mar y del fondo de la conciencia, de la realidad mineral de la tierra y de la proximidad alucinante de la muerte, del infierno y del cielo y, en suma, de aquellos componentes del universo que, si fueran expuestos a la mera vigilia, morirían o se volverían triviales. Como en Gorostiza y en Sor Juana, en Voluntad de la luz hay alusiones esporádicas —en este caso, a los Evangelios y al Credo en dos de los cuatro poemas en prosa que hay en el volumen, y a la poesía de Claudio Rodríguez y del propio Gorostiza en otras páginas— que refuerzan, como si fueran guiños de complicidad, la contextura referencial y hasta doctrinal del ensamblaje.

Ahora bien, cabe recordar qué pasa en el “sueño” de Luis Armenta Malpica. Excepto en el epílogo, donde la experiencia urbana y los recuerdos de adolescencia del poeta son asumidos como el verdadero sustrato del volumen, el pez y la migala son, por así decirlo, sus protagonistas. Un mundo esencialmente acuático gobierna, en principio, lo que Max Bilen llamaría el “comportamiento mítico-poético” de Armenta. El pez, aunque de género masculino en tanto sustantivo, se presenta como el componente femenino arcaico (“la mujer era / el pez. / Siempre lo ha sido”) del universo que poco a poco se ordena sobre la página. Se trata, sin embargo, de un espacio acuático en el que poco a poco asoma la tierra firme y, en ella, la tarántula (“Mas los hombres esperan / porque habrá de llegar de algún sitio / del hombre / la migala”). Ésta, por su parte, aunque de género femenino, encarna el componente masculino del esquema. Diferentes escenas de un pasado sin fechas, de un tiempo remoto y delirante, van conjugándose después en poemas de respiración amplia y asombros constantes: poemas en los que, a la larga, importa más la profecía que la crónica, más la visión que la rememoración, más el instante que los presumibles milenios a los que se va dando tratamiento.

Pero no es a través del mito ni del sueño como se puede aspirar a comprender este libro, ya que ni uno ni otro condicionan su belleza. La invención estrictamente discursiva de Armenta Malpica es original e interesante y su prosodia es, en general, flexible y seria. Pero cuando las frases de Voluntad de la luz conmueven y sorprenden —como sucede por lo regular con la buena poesía lírica— es cuando parecen torpes y pobres, esto es: cuando la contemplación de un misterio y cuando la revelación de una verdad palmaria vuelven inútil toda elocuencia. En este sentido, son frecuentes en Voluntad de la luz afirmaciones breves y ajustadas que mucho tienen de aforismo y casi de koan: “El pez no teme ahogarse”, “Casi nunca se pasa por la ceiba”, “la luz del sol inicia / donde nacen los hombres”, “El cuerpo abierto en dos es vulnerable” o “son las cosas sin nombre las que dañan”.

Sin que se trate de un libro particularmente largo, Voluntad de la luz va inculcando en su lector una sensación de amplitud. A través de un prólogo, tres apartados y un epílogo, los dieciocho poemas que forman el volumen saben tomarse su tiempo, al grado de aparentar incluso alguna ocasional prolijidad. Lo cierto es que la extensión considerable de casi todos los poemas convive a la perfección con brevedades concluyentes que se dejan entresacar y subrayar con gusto:
Los peces van sedientos
con su carga de sal
en la memoria.
Traen un olor a tierra descompuesta
de abajo del océano.

Con todo, es importante subrayar que tampoco la dimensión aforística o de sabiduría condensada resume la genuina seducción que Voluntad de la luz ejerce sobre sus lectores. “Volvía el invierno / como vuelven las cosas / a su origen”: versos como éstos, en los que la melancolía es abrazada sin aflicción y el tópico del retorno aparece como anudado al ciclo biológico del hombre, y éste al ciclo de las estaciones, y éste al ciclo general de lo viviente, confirman el interés prioritariamente lírico del poemario y fortalecen la fe sin la cual sería imposible desbrozar sus estrofas. Hablo, sin más, de la poesía como fe laica, como fe del entendimiento del otro con el uno y de uno consigo mismo. Para decirlo sin retruécanos, hablo de la poesía como fe de la identidad personal confirmada en los ritmos de la palabra:
El pez no sabe hablar la lengua de los hombres.
Poco entiende la suya.
Pero si escucha al viento, al mar
cuando se agita
en la piedra callada
se comprende mejor.
Y le es común entonces el zureo de un ave mensajera
el agudo siseo de la serpiente
y el himno del cardumen.
Esto le basta para saber que existe.

En los últimos años de su vida, Luis Cernuda escribió —con furia, con precisión y con ternura, como no podía ser de otro modo tratándose del autor de La realidad y el deseo— su indispensable “Historial de un libro”. En él relataba y esclarecía Cernuda los ritmos, los modos y la cronología del proceso que lo llevo a componer un solo y mismo libro a lo largo de su madurez. Acaso a Voluntad de la luz le vendría bien que su autor, Luis Armenta Malpica, escribiera sin excesos ni medias palabras el historial de su gestación, de sus primeros y segundos pasos en el mundo de los lectores —entre concursos literarios afortunados o desafortunados, ediciones varias y traducciones— y, en suma, de sus encuentros y desencuentros con la poesía mexicana de los años 90 y del nuevo siglo, en cuya pequeña o gran historia sin duda tiene sitio y a cuya configuración mitológica seguramente ha contribuido.



("Todo a partir de un grano: Voluntad de la luz" acaba de aparecer en el número 122 de la revista Crítica, correspondiente a los meses de julio y agosto del año en curso.)

9 de junio de 2007

Monólogo de Neptuno, en mármol

y los dormidos, siempre mudos, peces,
en los lechos lamosos
de sus oscuros senos cavernosos,
mudos eran dos veces

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

Peces de andar, los pies, dos veces mudos,
una por cada planta contra el suelo,
rozan por mí la espuma de la orilla,
por mí la desmenuzan y la horadan.

Le pertenezco al mar hasta el empeine.
De tobillos arriba, sigo en tierra:
bajo el sol me sostengo, y contra el aire
pierdo en arena lo que gano en tiempo.

Pero, al revés, el mar me pertenece
también, y en mí se apoya el sol, y en mí
los peces recuperan la palabra:

todo muro es reflejo de una ola;
todas las nubes, de la espuma. El mar
se ahueca para contener la tierra.



("Monólogo de Neptuno, en mármol" acaba de aparecer en el muy veraniego número 47 de la revista Luvina, dedicado al mar.)

10 de mayo de 2007

Toast modernista

Brindo, en primer lugar, por la clavícula.
Número dos: por las importaciones
y ultramarinos de bodega y mesa.
Número tres: por la crueldad, la saña

y el olor de la imprenta y el consuelo
del éter y los álamos asiduos
del parque abandonado y los faroles
a medio gas y las pestañas falsas.

Brindo por mí: por lo que digo ser,
por la gloria diabólica o divina
de hallarme a todas horas en el mundo

fingiéndome distante, ajeno, incierto
pero en verdad sabiéndome corpóreo
y adicto, cuando mucho, a los esdrújulos.


(Acabo de publicar este "Toast modernista" en el número 145 de la revista Tierra Adentro.)

13 de abril de 2007

Estado crítico

It’s too soon to be leaving
Too late for criticizing

MARK KNOPFLER, “Sands of Nevada”

Al terminar la década de los 80, cuando yo comencé a formarme —se trata, desde luego, de un eufemismo— en el área de los estudios literarios, la muletilla favorita de teóricos, maestros de toda clase y alumnos con grandes ínfulas era la siguiente: “Sería ingenuo, a estas alturas, creer que…”

Lo que se consideraba entonces ingenuo era tan abundante y variado que, muy lejos de haber llegado realmente a desterrarlo de sus dominios, con el tiempo los modelos de investigación e interpretación literaria más bien lo han ido incorporando a sus diferentes maneras de acercarse a la palabra escrita. Se tenían por ingenuidades la subjetividad y la desobediencia con respecto a los “métodos” prefabricados. Ingenuos eran quienes apostaban por el mestizaje de las perspectivas de análisis; ingenuos los que invocaban el placer o la belleza (o imbéciles, de plano, quienes juraban tanto por la segunda como por el primero); ingenuos, en fin, quienes renunciaban a presentar diagramas y vectores de toda laya en sus artículos, y encima ponían en duda la omnipotencia de la jerga o jerigonza del gremio (alegando que ya la retórica y la preceptiva clásicas, tratándose de terminologías, eran bastante fastidiosas, y esto era el colmo). Es fácil percibir hoy que aquellos juicios fueron típicos de la Guerra Fría, cuando incluso la más benigna de las teorías era ponderada en razón de las descalificaciones —entre más radicales, mejor— que pudieran emitirse a su amparo.

Según el humor de la jornada, yo podía contarme así entre los “alumnos con grandes ínfulas” como entre los ingenuos objeto de censura. Entonces no podía saberlo, pero el irregular planeta de la crítica universitaria —la llamada, con cierta pompa, investigación académica— estaba entonces accediendo a permitirme girar en su órbita por el modesto precio de mis propias vacilaciones, y no a pesar de mi descreimiento. No es otro el mayor elogio que puedo hacerle: que, torpe o luminosa, profunda o sosa o descabellada, la crítica no puede no escribirse siempre de manera distinta. Tal debe ser el argumento principal de quienes la defiendan por su carácter literario y en contra de quienes le atribuyan resplandores de tarea científica. Esa indeterminación fundamental, propia de los fenómenos estéticos y ajena, en principio, a la ciencia de laboratorio, me conduce hoy por hoy a formular una sola y desabrida pregunta... con la confianza de que las respuestas, en cambio, serán por fuerza múltiples e inestables. En pocas palabras, ésta es la cuestión que yo entiendo que ha de plantearse: tratándose de crítica literaria, ¿en qué se considera ingenuo creer hoy, a estas otras alturas (que ya no son las mismas, por supuesto, de hace veinte años)?

Admítase lo que viene a continuación como una pila de borradores.



Más que un mero punto débil, mucho más que un puro tendón flojo que bastaría con reanimar —ejercitándolo no a él, naturalmente, sino a los músculos de su entorno inmediato— para igualar su eficacia con la del resto del organismo, la lectura es un auténtico agujero negro en el mapa, no sé si estelar o ejidal, de la cultura literaria mexicana. Sólo a partir de fechas muy recientes, y con arreglo a modelos que no logran desprenderse aún de cierto fatalismo estadístico y positivista, el estudio sociológico de la lectura se ha resuelto a mostrar la cara en revistas, colecciones de libros, coloquios y programas universitarios del país. Por lo demás, el impacto que semejante disciplina llegue a tener en las políticas nacionales del ramo está por demostrarse. Por muchos que sean los ejercicios de modelado en plastilina que se programan en la escuela, el Estado mexicano no ha logrado inculcarle a la ciudadanía el hábito de la escultura. De la misma forma, el “hábito de la lectura” no será más que una simple fantasía retórica mientras los lectores en ciernes no aprendan a relacionarse con la palabra escrita en horarios que no sean los de sus obligaciones escolares (y, por supuesto, con intereses ajenos a los educativos).

Valga un ejemplo: la instalación de las famosas “bibliotecas de aula” en escuelas primarias y secundarias puede aparentar maravillas entre profesores y editores de libros infantiles y juveniles, pero su efecto sobre las antiguas bibliotecas públicas ha resultado catastrófico. No se hable ya de las cada vez más improbables e ilusorias bibliotecas familiares, domésticas. Intensificar la lectura en el salón de clases ha significado recluirla, confinarla, desnaturalizarla para el mundo con tal de aclimatarla en los planteles.

Terry Eagleton, en el primer capítulo de La función de la crítica, narra y explica el nacimiento de la crítica literaria como institución social ilustrada y burguesa en la Inglaterra del siglo XVIII. Ese nacimiento supuso —nada menos— que, sin dejar de ser literaria, la crítica se inventara estrategias para convivir con las preocupaciones morales, políticas y religiosas del momento, absorbiéndolas incluso, ya que los posteriormente llamados intelectuales no podían sino renunciar a la especialización para seducir al mayor número posible de lectores, con tal de ganarse mejor la vida. La función de los críticos, en este sentido, consistió en erigirse como presuntas autoridades morales de una sociedad que, bien vista, siempre se las arreglaba para decir la última palabra. El súbdito, por así decirlo, estaba llamado a interpretar el rol de su verdadero señor, que se fingía súbdito a su vez, atento a los consejos y sensible a las reprimendas del supuesto maestro. Por lo tanto, la conformación del individuo moderno, autónomo con respecto a los condicionamientos metafísicos del pasado y promotor de instituciones a su medida, implicaba que dicho individuo se convirtiera en feligrés de una iglesia que ya no podía oprimirlo, en súbdito de un gobierno que debía obedecerle y en cliente de una industria que tenía que satisfacerlo.

Según este orden de cosas, es legítimo afirmar que la crítica literaria puede trazarse un plan de acción con respecto a los escritores y a sus obras, pero no con respecto a los lectores ni a sus preferencias; puede juzgar a novelistas, dramaturgos y poetas, pero no a quienes deciden leerlos o no leerlos; puede actuar desde la retórica y la poética, es decir: desde un saber convencional de las herramientas que dieron origen al discurso, pero no desde las afinidades o las repugnancias con las que tal discurso fue recibido por el público. Y lo que sucede con la crítica sucede también con las demás instituciones, incluido el gobierno. Y lo que sucedió en la Inglaterra del siglo XVIII sucede también con entidades que, como el México de hoy, aspiran a organizarse sobre las bases de la modernidad política y social: aspiración que, si en verdad reviste anhelos de cierta madurez, debe incluir un sincero reconocimiento de la soberanía del gusto y dejar así a la lectura en libertad.



En los tiempos que corren, el crítico ya no funge como regulador del gusto literario. Esa función la desempeñan ahora, y con mayor simpatía, quienes coordinan los talleres literarios. En todo caso, que antes el crítico fungiera como regulador del gusto literario no significaba que lo regulara en realidad. Otro tanto, en justa concordancia, puede afirmarse ahora de los coordinadores de talleres: que traten de incidir en el gusto de sus discípulos no les garantiza que vayan a conseguirlo. El prestigio de la escritura —de la escritura entendida como materia de un aprendizaje informal, no escolarizado— sustituye así al prestigio de la lectura o adopta, si se prefiere, un perfil de lectura interiorizada, convertida en conciencia creadora.



Para muchos escritores mexicanos, el descrédito y consiguiente desprestigio de la crítica universitaria es tal que, hoy en día, la beligerancia de antaño parece rendirse ante la mera indiferencia. No pasa lo mismo con la crítica periodística, ejercida —ya que no sólo admitida— por esos mismos escritores. La crítica periodística es, en la práctica, un sucedáneo inteligente de la publicidad editorial. Mejor aún: más que un sustituto, la crítica es esa misma publicidad en su variante realista, y dicho realismo cobra forma en el hecho de que, a diferencia de la propaganda llana y simple, la crítica suele dosificar el júbilo y optar por inyecciones alternadas de aplausos y abucheos. El crítico periodístico se hace verosímil a medida que se construye una doble reputación de insobornable y difícil de complacer, como si comprar su opinión o darle gusto fueran, más que preocupaciones, deberes prioritarios de los autores criticados.

Desde mi perspectiva, el buen crítico literario es todo lo contrario del “criticón”. Escribir y publicar libros malos, nadie lo duda, es un error y una calamidad; leerlos, así sea parcialmente, un designio de la mala fortuna; disfrutarlos, una perversión; perder el tiempo en criticarlos, una insensatez y, a la larga, una tontería. Reseñar un libro que se juzga malo para exponer cuán malo se le juzga es ostentar, sin saberlo, una derrota por partida doble: la derrota, por una parte, del crítico ante su modus vivendi, que le ha impuesto —en este caso concreto— renunciar tanto al placer de la lectura como al de vivir de la lectura; y la derrota, por otra parte, del crítico ante la necesidad capital de su trabajo, que no es otra que la de comprender, la de situarse ahí donde un autor —el autor al que critica, desde luego— había entendido que su obra quedaba bien escrita y lo dicho, bien dicho.

En suma, suena sensato que, al deslindarse de toda obligación publicitaria y, por ese motivo, al resignarse a cierta opacidad mediática, la crítica recobre un poco de salud y hasta de legibilidad. Es —paradójicamente, si se quiere— lo que sucede cuando la crítica literaria se cultiva como actividad experimental, mas no por ello científica. Científica, la crítica no puede serlo porque sus resultados no pueden aplicarse a otros objetos; experimental, en cambio, sí lo puede ser, y esto porque sus procedimientos le vienen dictados por la práctica y por ciertas especies de accidentes intencionales (valga el oxímoron). La crítica universitaria, con el beneficio añadido de la reprobación o el sencillo desinterés del mundo literario, puede ser cultivada en tales condiciones, y haría falta no conocer ni la o por lo redondo para exigirle apego al calendario de novedades editoriales o al máximo de tantas o tantas cuartillas.



Tanto se le ha identificado con el que presenta las novedades editoriales, tanto se le ha relacionado con los escalones por donde comienzan las carreras literarias ascendentes, que al crítico se le ha vuelto un poco borroso su propio carácter. Tanto mejor: el crítico debe ser un merodeador, un sospechoso consciente de serlo (no sólo porque la sospecha termine siendo su bandera, sino porque sospechas acaban siendo las que inspira en su entorno). Su papel en manuales de divulgación y libros de texto, en ediciones críticas y antologías, no debe superar en importancia ni a las tradiciones resumidas en dichos manuales, ni a los autores analizados en dichos libros de texto, ni a las obras transcritas y comentadas en dichas ediciones críticas, ni a los fragmentos escogidos para dichas antologías. Pero no porque al crítico le corresponda ser, como todavía repiten autores de tanto renombre como George Steiner, el mayordomo de la buena literatura (ojalá que lo fuera, pero como esos mayordomos de los cuentos policiales que asesinan al dueño de la casa), sino porque la oscuridad le sienta bien y la notoriedad, en cambio, lo perjudica.

Ignoro por qué un escritor como Gabriel Zaid se niegue a dar entrevistas y rehúse aparecer en fotografías. Recuerdo con admiración absoluta, en cambio, la respuesta que diera el cineasta Éric Rohmer al reportero que le preguntó por qué su conducta, por así decirlo, se parecía tanto a la de Zaid. “Yo trato de trabajar siempre con un pequeño equipo de colaboradores; juntos vamos, por ejemplo, a una estación de ferrocarriles, donde instalamos la cámara y los micrófonos hasta que la gente se acostumbra y nos ignora. Después nos esforzamos en que los actores desaparezcan entre la multitud, y comenzamos el rodaje. Si yo apareciera en la prensa o la televisión, alguien terminaría por identificarme y todo mi trabajo habría sido en vano”, dijo, palabras más, palabras menos, el director francés, cuyas declaraciones apenas reproduzco de memoria.

El crítico, si algún ejemplo tuviera que seguir, indiscutiblemente sería éste.



("Estado crítico" acaba de aparecer en el número 46 de la revista Luvina, correspondiente a la primavera de 2007.)

3 de abril de 2007

Cincuenta piedras


Hace ya cinco décadas, en 1957, se publicó un poema que, por diferentes razones, debe ser entendido como el fiel de la balanza y el pivote de la poesía mexicana del siglo XX: Piedra de sol, de Octavio Paz. Los casi seiscientos endecasílabos que lo componen (casi todos ellos acentuados en la sexta sílaba, como si aspiraran a llevar tatuado en su propia forma ese punto central o mediodía que la obra de la que forman parte representa para la tradición lírica hispanoamericana) recorren, siguiendo una ruta de círculos concéntricos, el espacio de la intensidad amorosa y, mejor aún, el universo de la pasión erótica entendida como destino y revelación, como visión profética y delirio lúcido, como indagación vertiginosa del cuerpo y recuperación de “nuestra unidad perdida”. En la estirpe de los grandes poemas que lo precedieron y alimentaron, del Sueño de Sor Juana y el Idilio salvaje de Othón a Muerte sin fin de Gorostiza y Sinbad el varado de Owen, e incluso de Alturas de Machu Picchu de Neruda y Espacio de Jiménez a Elena Bellamuerte de Fernández y Altazor de Huidobro, Piedra de sol supone al mismo tiempo un rejuvenecimiento y una decisiva maduración. Madura juventud, la de Paz, que le permitió incorporar su propia rebeldía y sus propias obsesiones al corpus de una literatura que, al admitirlo entre sus componentes, también subrayó sus diferencias: “arco de sangre, puente de latidos, / llévame al otro lado de esta noche, / adonde yo soy tú somos nosotros, / al reino de pronombres enlazados…”


Cincuenta son también los años que cumplirá este jueves uno de los poetas más importantes del México contemporáneo: Jorge Esquinca. Hoy en día, casi toda su obra se puede leer en Región (1982-2002), volumen publicado por la UNAM en 2004. Cabe añadir a ese libro el radical Uccello, poema editado por Filo de Caballos en 2001 y reeditado por Bonobos, con ampliaciones y enmiendas, en 2005. Los buenos poetas ignoran los caminos predeterminados. Esquinca, en los años de Alianza de los reinos (1988) y El cardo en la voz (1991), parecía destinado a entregarse para siempre, con talento y felicidad, a la tersa belleza crepuscular del simbolismo visionario. Pero un segundo nacimiento lo aguardaba, necesario y violento, en las pulsaciones de Vena cava (2002) y en el espasmódico y excepcional Uccello. Que nazca y se transfigure tantas veces como haga falta, y que siga siendo él. Sobre todo es esto lo que se le desea en su quincuagésimo aniversario.

("Cincuenta piedras" apareció el pasado 31 de marzo, nonagésimo tercer aniversario del nacimiento de Octavio Paz, en Mural.)

19 de marzo de 2007

Dos poemas en La Estafeta del Viento

MEDIO AMBIENTE

Las cosas no esperan que las nombren.
Cincuenta y nueve minutos de la hora
les toma decidir que otro minuto
se harán consistentes y precisas,
pero insensibles a cualquier llamado.

Ese minuto es lo que dura el mundo.

Las cosas deciden ser un árbol,
un kilo de manzanas, una esponja
o la copa de un árbol,
media esponja gastada por el uso,
seis manzanas dispersas
o el cielo dividido por un cable,
o el cable suspendido entre dos patios,
o el tiempo deshojado entre dos días.
Pero no lo deciden por llamarse árbol
ni están esperando que les digas tiempo.

Las cosas no esperan que las tengas,
aunque tú te apoderes de sus nombres.
Y si el agua la tocas y le dices aire
y el aire lo respiras y le dices fuego
no habrás, tampoco entonces, tomado la palabra.


CANCIÓN QUE NO QUIERE SERLO

Por cada vidrio roto y cada rama;
porque falló el bastón, y se agrietó el anteojo,
y se vaciaron los bolsillos
—y no aquí, sino a miles de kilómetros—
del penúltimo ser sobre la tierra;
porque me fui callando, al punto
de no dejar dormir a nadie;
porque luego hice ruido, y peor tantito,
he aquí que me obligo a dar la cara
y enseguida me oculto tras la puerta.

Solicitado todo el tiempo,
requerido
por el mendigo permanente
que tú eres,
por el fiel usurero que tú eres,
finjo que no me llamas por mi nombre,
me reduzco a no abrir,
a no estar,
a ponerme la ropa sin tocarla,
y hago sonar alarmas irrisorias
que apenas oigo yo,
pero nunca se sabe.

Podría ser peor. El punto en que se quiebran
las ramas, los bastones, los cristales
podría no estar en los cristales, los bastones, las ramas
y estar, en cambio, en la piel de mis dedos,
en todo lo que toco
y, aun antes de tocarlo, voy manchando,
de prisa conduciéndolo a su muerte.

Lo escribieron delante de mi cara
y terminé aprendiendo a descifrarlo:
podría ser peor, y en suma lo va siendo.



(El número 9-10 de La Estafeta del Viento, revista madrileña patrocinada por la Casa de América, está dedicado a la poesía mexicana. En las páginas 66 y 67 aparecen estos poemas míos.)

9 de marzo de 2007

Bodas

Tengo en tus manos.
Tengo en tus manos la piel que me define.
Las hendiduras, los canales,
las rayas como inscritas, grabadas en tantas direcciones.
En tantas direcciones
como esferas del tacto, superpuestas.

La piel que asegura mis contornos,
y la piel que no está en mi superficie
porque vuelve a la tuya
y figuran las dos un cuerpo ambiguo,
interno y ciego,
y los cuerpos que nada representan

desdoblarían el uno y los números del cielo,
desdoblarían el cielo
si al menos pudieran ordenarse.

Tengo ese número en las manos.
Tengo en las manos. Tienes en las mías
lo que difícilmente, lo invisible
o el pliegue del sexo reflejado
como en placas de agua.

Llego a tocarme con tus dedos.



(Mi poema "Bodas" acaba de ser antologado en 99 poemas mexicanos de amor, compilación de César Arístides y Leticia Quiroz, México: Grijalbo, 2007, pp. 218-219.)

27 de febrero de 2007

Cuatro maneras de comenzar el año








I

Siempre que pienso en la poesía de Jenaro Talens, cuando por algún motivo intento comprenderla o repasarla mentalmente, invariablemente recuerdo un poema de La mirada extranjera, libro de 1986, titulado “Solo”:



Si existe un cielo, llevará tu nombre,
vendrá despacio cada noche,
se sentará a mi lado, y con el resto
de lo que fue solícita ternura
quizá me ofrezca compañía.
Cómo negarme a su calor, si es todo cuanto queda.
Tendrá tus mismos ojos,
su claridad sin límites,
y el verde aroma que tu cuerpo exhala
como quien abre puertas en la oscuridad.
Si existe un cielo, el cielo serás tú,
tú, territorio cuya piel transito
mientras la muerte gira alrededor.



Se trata, para mí, de trece versos noblemente afectivos, emocionados. No ha de faltar quien los califique más bien de irracionales. Que un cielo venga por la noche a sentarse, como si se tratara de una persona, junto al que invoque su presencia, resulta efectivamente difícil de concebir. Sin embargo, en esa dificultad posible no cabría sustentar una supuesta dificultad general del poema (que, por el contrario, me parece intenso y transparente). Dos veces consecutivas en el poema se dice ; el insistente “nombre” de quien otorgará identidad al “cielo” es apenas ese pronombre, cuya realidad es algo más que gramática. Se diría entonces que, donde hubo cuerpo, donde hubo “solícita ternura”, donde hubo nombre, la frágil vibración y el amenazado calor de una sílaba, , “es todo cuanto queda”. No está de más advertir que todas las palabras de un título de Pavese, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, aparecen, reorganizadas, en la extensión del poema.

Es así como suelo acercarme a los ya por fortuna numerosos libros de poemas de Talens: poniéndome a la escucha de una emoción que asienta en la sombra sus puntos de partida (“como quien abre puertas en la oscuridad”) y va encontrando en el otro, en las constelaciones de la inagotable alteridad, el camino de su propia luz, quizá precaria, tanto más valiosa cuanto más arduo sea reflejarla o emitirla.

II

En el prólogo a Cenizas de sentido (poesía, 1962-1975), Jenaro Talens formuló, entre otras importantes afirmaciones, la siguiente: “Aunque nada de lo que he escrito puede desvincularse de una vivencia concreta, nunca he hablado de mí, pero siempre lo hice desde el único lugar del que me es imposible sustraerme, esto es, desde mí”. Zanjó con ello la enojosa reiteración de tópicos y lugares comunes por obra de la cual, en el ámbito de la poesía española contemporánea, se divide a los autores entre poetas “abstractos” o “experimentales” y poetas “de la experiencia”. Ridícula separación, especialmente cuando se comprende que, lejos de operar en términos descriptivos, en realidad es la base de un precepto y, peor aún, de una prescripción favorable al segundo grupo, el realista o de la “experiencia”, que así busca ratificar —valiéndose de una flagrante petición de principio— su dudosa existencia.

Lo cierto es que ningún poeta de valía puede aspirar a contar su vida, ni a contar a secas nada, si antes no ha percibido que la materia de su trabajo es, menos que sus anécdotas, el punto de vista desde donde podrá configurarse como sujeto. Quien así lo explica es el propio Talens al referirse a sus poemas: “Quiero decir que lo mío, si así hay que llamarlo, sería el punto de vista, nunca la anécdota argumental; el tono, no la melodía”. Cuestión de tono y de tonalidad emocional es, en efecto, la subjetividad poética, que al invocar para sí misma el apoyo de una perspectiva se sustrae del paisaje contemplado y se repliega en el espacio de la contemplación. En todo poema “se ven” cosas, pero en el punto desde donde pueden verse tales cosas no hay nada: está, solo, el acto de oír o de mirar. Acto, acción pura, el estricto decirse del poema es ajeno a la pasividad y al afán de conquista, simultáneamente: ni puede abjurar de su dinamismo contemplativo ni es capaz de absorber todas las palabras ni todos los cuerpos del universo. De ahí el título de un consistente y esclarecedor libro crítico de Talens: El sujeto vacío (2000).

En relaciones de igualdad e interacción, experimento y experiencia conviven en la poesía de Talens al grado que no es posible deslindarlos uno del otro pensando en sus “funciones”. En su caso, tanto la experiencia como el experimento corroboran que, pese a llamarse ineludiblemente yo, el poeta sólo puede trascender la primordial perplejidad humana dirigiéndose a ti. “Un poema nunca derribará un muro, pero sí puede hacer que alguien asuma como necesaria la tarea de intentarlo con sus propias manos”: en su ambigüedad, esta oración que yo entresaco de “Algo que no es una poética”, texto publicado por Talens en 1999, vale como si fuera una sentencia y como todo lo contrario de una sentencia, ya que su energía es la energía de la incertidumbre y el desconcierto. ¿Qué deberán intentar los lectores de Talens: escribir otra vez el poema o derribar el muro?

III

Por su edad, Jenaro Talens puede ser leído en paralelo con los llamados Novísimos de la poesía española, esto es: con el grupo de nueve poetas que José María Castellet reunió en su antología de 1970. Aquel volumen de los Nueve novísimos poetas españoles tuvo en efecto una repercusión tal que bajo su influencia todavía se pondera el peso de la promoción o generación de poetas que publicaron sus primeros libros en los últimos años de la dictadura franquista.

Sin embargo, es un hecho que, de los nueve Novísimos, al menos cuatro fueron cobrando notoriedad a medida que se apartaban de la poesía lírica (Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Ana María Moix) y que uno más, Pere Gimferrer, en el mismo año de 1970 ya no escribía sus poemas en castellano, sino en catalán. Desde luego, la “deserción” de Gimferrer no tuvo nunca el mismo signo que la de sus compañeros que se decantaron por el ensayo y la novela: Gimferrer, al cambiar de lengua, se ajustó a un deber de congruencia estética que no hizo sino favorecer su desarrollo como poeta en lo sucesivo. Pero es verdad, en cambio, que los cuatro Novísimos que se mantuvieron en las nóminas de la poesía escrita en castellano (Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Guillermo Carnero y Leopoldo María Panero) lo hicieron cultivando líneas de trabajo tan personales, distintas e intransferibles que, lejos de acentuar una indeseable cohesión de grupo, tendieron más bien puentes en dirección de otras poéticas que les eran contemporáneas. Pienso en las obras de Juan Luis Panero, Eugenio Padorno, Antonio Carvajal, José-Miguel Ullán, Aníbal Núñez, Antonio Colinas, Olvido García Valdés, Jaime Siles y el propio Talens, con quienes podría formarse otra serie —tal vez de mayor envergadura que la primera, incluso— de nueve poetas que ya eran jóvenes entre 1968 y 1975, años decisivos cuando se trata de lo que aquí se trata.

La diversidad, en síntesis, terminó siendo el verdadero patrimonio estético de aquellos poetas que iniciaron sus respectivas andaduras en las postrimerías del franquismo, y no el culturalismo ni el intimismo ni el coloquialismo. Culturalistas, intimistas y coloquialistas, todo esto lo han sido acaso al mismo tiempo los mejores poetas de cuantos aquí se han mencionado. Y es que, si en algo se asemejaran, justamente sería en la construcción de una nueva subjetividad, sin duda contradictoria en ocasiones, poliédrica y conflictiva, desde la cual fue vivida por primera vez una realidad ciudadana y sentimental entonces emergente. En lo social, dicha realidad se caracterizaría por el boom de las universidades como focos de acción intelectual, pero también de adoctrinamiento para el nuevo consumismo, por la conquista de nuevas posibilidades eróticas y por el inevitable retroceso, en el imaginario español, del protagonismo de Francisco Franco, lo mismo como figura de culto que como demonio aborrecido.

IV

Poeta, ensayista, profesor y traductor español, Jenaro Talens nació en Tarifa, en el extremo sur de la península ibérica (y de toda Europa), en 1946. Él mismo, en El sueño del origen y la muerte (1988), dedica un par de páginas a su ciudad natal, llamada Julia Traducta por los romanos, transpuesta la cual “Se abre como una noche un abismo sin límites / Un mar hecho de luz inabarcable”:



Supongamos
Esta ciudad pequeña al borde del océano
Y alguien que corretea por sus calles
Qué importa cuanto hiciese
Por no existir en los derrumbaderos
De un espacio indeciso
Cuya memoria no me pertenece
Aquí sólo se invoca por asociaciones
Mientras los lagos pierden su color
Y tú bajo los mármoles
Inventas otro nombre para la locura.



Casi al comenzar uno de sus primeros libros, Víspera de la destrucción (1968), Talens decidió colocar un poema, “Desde la ventana”, en el que un grupo de niños juega y, al jugar, es observado, por así decirlo, por el sujeto que pronuncia el texto. Entre los niños hay uno, “el más alto, y el más / inocente también”, que acaso es la misma persona que quien lo ve jugar: “Tiene mis mismos ojos y mi misma / boca y el mismo rostro / —borrosamente lo distingo— / y esa misma manera de actuar / de quien se sueña fuerte, / dueño de su destino”. Sobra decir que la sonoridad persistente de los versos refrenda la probable repetición o difracción del individuo que tiene la voz: “mis mismos ojos y mi misma / boca…” En todo caso, bien podría tratarse del mismo personaje que antes, en el poema sobre Tarifa o Julia Traducta, “corretea por sus calles”. Talens habrá dicho: “Siempre puse en mis escritos toda mi vida y toda mi persona”. Toda mi persona: todo mi personaje.

El primer libro de Jenaro Talens que se publica en México es Luz de intemperie. Y está bien que así sea, porque se trata de una muestra verdaderamente sustanciosa de los más de cuarenta y cinco años en que ha escrito poesía. Importa recordar que ha sido el propio Talens quien emprendió la selección y el acomodo de los textos: de admitirse que se trata de un poeta comprometido con una profunda reflexión acerca del yo, de la subjetividad artística y de la identidad poética entendida como espacio vacío y como zona de confluencias —idiomáticas, geográficas, disciplinarias—, debe aceptarse también que lo mejor ha sido invitarlo, con este libro, a que configure por su cuenta una imagen de su obra y, a la larga, de sí mismo.

Jenaro, el nombre de pila de Talens, quiere decir enero. Enero es el comienzo. Acercarse a la poesía de Talens en verdad es aventurarse a comenzar una y otra vez: comenzar a entenderlo todo (la identidad) preguntándose por casi todo (el mundo).



("Cuatro maneras de comenzar el año" es mi prólogo a Luz de intemperie. Antología personal de Jenaro Talens, libro recientemente publicado por la UNAM en su colección de Textos de Difusión Cultural.)

21 de febrero de 2007

El huerto y la digresión

Eduardo Lizalde, Algaida, México: Aldus, 2004, 53 pp.

Eduardo Lizalde, como todo buen poeta que haya escrito y publicado libros con alguna frecuencia durante medio siglo, es autor de una obra compleja y variada. La razón de tal complejidad es, por lo tanto, prácticamente fisiológica —es una explicación biográfica, no estética— y me parece inútil razonarla. Quien haya leído a Lizalde (1929) sabe, por lo demás, que no es difícil entretenerse con subconjuntos o pequeños grupos de libros que hagan la obra total más comprensible, al menos a vuelo de pájaro: Cada cosa es Babel (1966), primer libro importante de Lizalde, hace pareja de algún modo con Al margen de un tratado (1983); El tigre en la casa (1970) combina bastante bien con Caza mayor (1979) y con Otros tigres (1995); La zorra enferma (1974) es un poco el modelo, por su carácter misceláneo, de Tabernarios y eróticos (1989) y de Bitácora del sedentario (1993); Rosas (1994) y Manual de flora fantástica (1997), así sea nomás por las afinidades vegetales, forman otro apartado; y la reciente Algaida (2004) tiene mucho en común con Tercera Tenochtitlan (1983 y 1999). Ramilletes, más que de libros, de títulos de libros; manojos nominales que apenas dan cuenta del universo que los trasuda o expele; proyecciones de un afán clasificatorio con alto riesgo de ociosidad, aunque no intrascendentes por fuerza. En todo caso, mejor es advertir de inicio que la complejidad interior de una obra como la de Lizalde importa más que su variedad o multiplicidad superficial.

Determinar cuándo un poema se debe considerar extenso resulta matemáticamente imposible. Acaso valga más la pena regresar a la vieja distinción entre poesías y poemas, por mucho que hablar hoy de las “poesías” de tal o cual autor deje un saborcillo de ñoñería o ridiculez decimonónica. Recordar que se daba el nombre de poesías a las piezas líricas aisladas (o, por mejor decir, sueltas) y el de poemas a las composiciones mayores, de voces o registros abundantes, hechas algunas veces de poesías en serie, temáticamente análogas y complementarias, y otras de una sola tirada o emisión discursiva de largo aliento, ayudaría tal vez a llenar un vacío nocional propio de nuestra época. Definir en qué momento una composición se hace “mayor” o “largo” su aliento, sin embargo, es tanto como volver al conflicto anterior y no haber deshecho ninguna duda. Baste con decir, por ahora, que son poemas —en la tradición mexicana— el Primero sueño de Sor Juana, el “Idilio salvaje” de Othón, Muerte sin fin de Gorostiza, La suave Patria de López Velarde, “Amor y Oxidente” de Gerardo Deniz e Incurable de David Huerta, sin importar que vayan de los noventa y tantos versos en el caso de Othón a las proliferantes cuatrocientas páginas en el de Huerta. Y son poesías “Non omnis moriar” de Gutiérrez Nájera, “En paz” de Nervo, “Cementerio en la nieve” de Villaurrutia y, de Octavio Paz, “Hermandad”. Algaida, el nuevo libro de Lizalde, se debe clasificar sin titubeos entre los poemas.

Lo dicho en el párrafo que precede justificaría otra clasificación de los títulos que forman la bibliografía de Lizalde. Según este nuevo criterio, Algaida se juntaría con Cada cosa es Babel y Tercera Tenochtitlan en el subconjunto de los poemas extensos o, por lo que ya se ha visto, de los poemas a secas. Y es verdad que los tres comparten, ya que no un tema o preocupación determinante, sí una manera de proceder, algo así como un método. Me refiero a la digresión como recurso principal o esquema de base para el crecimiento arborescente del texto. El título del volumen, por la rareza y polisemia del vocablo que lo compone, anuncia ya la propensión del poema en sí mismo a explorar vericuetos de la memoria, elaborar asociaciones más o menos libres en el plano de la sensación y llegar a conclusiones provisionales o definitivas que, si bien aparentan ser discursivamente lógicas, en realidad huyen de toda generalidad y aspiran a dejar constancia menos del poeta como sujeto que de la subjetividad inherente al poema como entidad autónoma. Y es que, al hablar de poesía, no es tanto el poeta como individuo quien deja su huella sobre la hoja sino el poema como realidad estética el que, al ser expresión, es también impresión de su propio carácter, de su propia constitución.

Según el diccionario de la Real Academia Española, el sustantivo algaida (propio del español de Andalucía) da nombre a un “terreno arenoso a la orilla del mar”, es decir —como explica María Moliner— a un médano, a una duna o bajo de arena. Moliner añade que algaida es igualmente un “bosque o sitio cubierto de matorrales espesos”. Del bosque a la playa, en suma, el título escogido por Lizalde implica en la práctica una oscilación y, por qué no decirlo, cierta indefinición o ambivalencia semántica que se aprovecha en el texto desde la conclusión de la primera estrofa y el arranque de la segunda, justo en el punto donde se narra o verifica una suerte de teletransportación y donde ya el estilo del poeta se afianza con sonoros y copiosos adjetivos y con elocuentes reiteraciones:
Tren silencioso de arena sin férreos andadores,
sin convoy, sin materia.
Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente,
grano a grano, corpúsculo a corpúsculo
—polvo en pie delgadísimo que somos—
para reconstituirme en otro punto, edad y hora
y en un orden sólo en apariencia idéntico.

A nuestra espalda el rastro, la enana cordillera
de los borrosos médanos que fuimos,
amarillosos y petrificados, dunas muertas
del brumoso, del remoto o del reciente existir.

Al comienzo del poema, entonces, algaida significa por lo visto lo que apunta la Real Academia: “terreno arenoso a la orilla del mar”. Pero el yo que toma la palabra en el texto, persona que remite a la del propio Lizalde, se deja llevar a través de aquel médano —la duna o médano de sí mismo— hasta un jardín de resonancias autobiográficas, un locus amœnus que ratifica la segunda significación del título del poema: “bosque o sitio cubierto de matorrales espesos”. De acepción en acepción, los versos conducen a un huerto, bosque o jardín que, a la vez que un huerto verdadero, con sus limoneros y membrillos, con sus perones y bambúes, resulta ser también un huerto de referencias culturales, literarias y, ante todo, poéticas. No sólo hay en él manzanas; hay “bíblicas manzanas gongorinas”. La simple higuera no es en dicho jardín eso, una simple higuera: es “la prestigiosa higuera legendaria / de Rómulo el divino primer rey, / de blanca sangre y gran follaje mendicante”. Y un árbol anónimo, lejos de no significar nada, remite de golpe a otro árbol que hay en Muerte sin fin y que, dado el vocativo, aparece con dedicatoria especial para el propio José Gorostiza: “Y aquel árbol antiguo, que sufría como un perro, / Don José, / clavando en el infierno sus garras ateridas, / como su ceiba con angustia espantosa / de tabasqueña escultura”. (Gorostiza: “y la angustia espantosa de la ceiba / y todo cuanto nace de raíces”.)

Sin abandonar este registro, además de las referencias que, ya desde los epígrafes, quedan puestas de manifiesto —referencias a Ovidio, a Dante y a Rimbaud que luego, en diferentes puntos del poema, son traducidas y, con ello, parodiadas e incorporadas—, con atención pueden reconocerse otras a Ortega y Gasset, a Giuseppe Ungaretti, a Francisco Luis Bernárdez, a Julio Herrera y Reissig, al Poema de Gilgamesh, a Juan Ramón Jiménez, a Leopoldo Lugones, a Pedro Salinas, a Quevedo y de nuevo a Góngora. Ello es digno de resaltarse por dos razones: en primer lugar, porque la intersección de un habla y de una memoria más o menos pedestres con el idiolecto literario es aquello que, como suele ocurrir en las demás obras de Lizalde, confiere aquí dignidad a la expresión lírica, pero también modulaciones de grandilocuencia irónica (por ejemplo, en el pasaje donde se afirma que los “pobres ajolotes” de un charco habrían de convertirse “muy pronto [en] ranas / saltarinas de un haikai”, y se adivina que dicho poemita japonés bien podría ser uno muy célebre de Tablada); y, en segundo lugar, porque a veces la referencia es imprecisa u oscura, lo cual refuerza —paradójicamente, ya que se trata de citas literarias, apuntes librescos y eruditos por excelencia— la condición oral y espontánea del poema. Se alude a Eliot, sin ir más lejos, en la página 16; pero no al de la Tierra baldía o Tierra yerma, como ahí se dice, sino al de los Cuatro cuartetos. Ello implica el manejo de la referencia pero también —y sobre todo— su alteración u ocultamiento. Y la cita o alusión, en consecuencia, no se presenta con finalidad aclaratoria ni expositiva, sino desafiante y encubridora.

Las partes de Algaida —nueve, sin duda por escrúpulos dantescos y pitagóricos, también socarrones a final de cuentas— corresponden, como las moradas en el castillo mental de Santa Teresa o los jardines en la obra de Marino, a facultades o sectores del espíritu (la memoria, la percepción, la emoción, etcétera) y, por encima de cualesquier fronteras, a la confluencia de la emoción, la percepción y la memoria gracias al ya mencionado recurso de la digresión. Así, el poema deja paralelamente la impresión de ser una buena pieza retórica —una especie de alocución que mucho debe a ciertos grandes poemas románticos, mezcla de paisajismo y de indagación autobiográfica, en la línea de Wordsworth— y la de ser justo lo contrario de toda retórica, en la medida que desactiva y desarma los fundamentos del orden discursivo. Lo que sucede con expresiones populares como la de asustar o espantar a la gente “con el petate del muerto”, expresiones que luego, en Algaida, son objeto de un énfasis que las termina desmontando, como en estos versos:
vientos del tramonto que nos horrorizan
con el admonitorio y mítico petate
del muerto universal,

es lo que sucede con el poema en su conjunto, que manipula y enfatiza dos clases diversas de materiales —la culta y la popular, la presuntamente refinada y la supuestamente ruda— para obtener al cabo un producto que, sin adaptarse a un tipo de materia ni al otro, alude a los dos conservando para sí un espacio de libertad y apertura que garantiza la extensión de sus perspectivas y horizontes. Tal es la clave intrínseca del poema extenso, no su masa verbal cuantificable, y tal es después de todo la enseñanza fundamental de un poeta como Eduardo Lizalde.



("El huerto y la digresión" apareció en el número 38 de la revista Luvina, correspondiente al mes de marzo de 2005.)

8 de febrero de 2007

Guérin, el desposeído

Maurice de Guérin, El cuaderno verde seguido de Meditación en la muerte de María y Dos poemas, versión de Jorge Esquinca, México: Ediciones Sin Nombre / Universidad Veracruzana, col. Los Libros de la Oruga, 2006, 150 pp.

En su ensayo sobre Gérard de Nerval, escrito en 1962 e incorporado a la segunda serie de Poesía y literatura, Luis Cernuda reconocía en el autor de Aurelia y Las quimeras una combinación de “cualidades y virtudes muy francesas” con otras “acaso de raíz germánica”, y en dicho mestizaje hallaba una razón para sostener que Nerval formaba con Aloysius Bertrand y Maurice de Guérin la terna capital del romanticismo francés. No es poca la redundancia que hay en señalar los atributos franceses de un autor francés; en cambio, sigue siendo importante subrayar —como lo hizo Cernuda— hasta qué punto es el carácter híbrido y abierto de una obra lo que ha de conferirle validez e intensidad más allá de las tradiciones y las épocas. De regreso entre los románticos franceses, convendrá siempre recordar que un lector tan exigente y libre como Cernuda prefirió a un “prosador” que abandonó poco a poco el verso, pero no la experiencia poética (Nerval), al mayor ancestro de Baudelaire en la práctica del poema en prosa (Bertrand) y a un joven lleno de dudas, frágil y temeroso, autor a pesar suyo de un atractivo diario íntimo y de apenas un puñado de monólogos líricos y cartas en la frontera del hallazgo involuntario y el poème trouvé (Guérin).

Para comprender la terna propuesta por Cernuda es indispensable repasar el canon oficial, por así decirlo, del romanticismo francés, o sea la nómina compuesta por Lamartine, Vigny, Hugo, Musset, Gautier y el propio Nerval. En otra ocasión he dicho en broma que se trata de un dream team que las antologías y los manuales de historia de la literatura no se atreven a poner en duda, de la misma forma que los comentaristas deportivos y algunos entrenadores no quieren a veces admitir la decadencia de ciertas estrellas de las canchas. Desde luego, Nerval es (junto con Hugo, pero no tanto el Hugo poeta como el novelista) el verdadero sobreviviente de aquel canon. En este sentido, ver hoy que se publican, en español y en México, El cuaderno verde, la Meditación en la muerte de María, El centauro y La bacante de Maurice de Guérin equivale a constatar que la historia de la literatura puede servir para muchas cosas, pero no para entender la literatura. Guérin, a diferencia de sus presuntos hermanos mayores, es un poeta de indudable modernidad. Mejor y más escuetamente aún: Guérin —su ineludible sentimiento de precariedad, su devoción por el paisaje, su auténtica desnudez humana— hoy es legible.

El volumen al que me refiero se compone principalmente del Cuaderno verde, como ya he dicho, al que redondean los complementos de la Meditación, El centauro y La bacante, que de ninguna manera deben considerarse marginales. La selección de Jorge Esquinca y su muy admirable traducción hallaron punto de partida en la edición francesa de la Poésie de Guérin, según la editó Marc Fumaroli para Gallimard en 1984 con espléndida solvencia. Con respecto al volumen francés, Esquinca omite las cartas finales a Barbey d’Aurevilly y el fragmentario Glaucus. Si se toma en cuenta que Glaucus debió ser un poema en verso y que las cartas (por grande que sea su valor documental) no alcanzan la profundidad ni el vigor de la Meditación en la muerte de María, también de género epistolar, la decisión de no traducirlos resulta inobjetable. Lo que se obtiene con esta edición en castellano, por supuesto, no es una lectura de interés filológico ni unas obras completas: es la inmejorable presentación de un prosista ferviente, de inusual amplitud moral, sereno y desgarrado al mismo tiempo, a cargo de un traductor y poeta de creciente valía.

El cuaderno verde cubre, a lo largo de cien páginas, las fechas del 10 de julio de 1832 al 13 de octubre de 1835. Se trata de un diario de lecturas, viajes e indagaciones continuas de un yo que se vuelve sobre sí mismo “de golpe” y “a mitad de la frase”, como si alguien lo hubiera desposeído, ya que no de toda creencia, sí de toda certeza. Podría decirse que los protagonistas del Cuaderno verde son la identidad misma de Guérin, su principal valedor (el paisaje natural) y su principal adversario (el mundo humano). “Mi alma”, dirá el autor, “se complace mejor en la serenidad que en la tormenta”; pero tendrá que ser en la tormenta donde se midan sus alcances. El 8 de diciembre de 1833, frente al mar de Bretaña, contemplará “una inmensa batalla en las llanuras húmedas”, esto es: una sucesión particularmente dramática de ventarrones y de olas, y hará una decisiva consideración de orden estético:
Arrojen un navío a la deriva en esta escena de mar, y todo cambia: uno ya no ve más que el barco. ¡Dichoso aquel que puede contemplar la naturaleza desierta y solitaria! ¡Dichoso aquel que pueda verla entregarse a sus juegos terribles sin peligro para ningún ser viviente! ¡Dichoso aquel que desde lo alto de la montaña mira saltar y rugir al león en la llanura sin que pase un viajero o una gacela!

Semejante aproximación a la naturaleza en estado puro, al mar sin barco alguno, es un ideal en sentido estricto: Guérin, si bien es candoroso, nunca es ingenuo, y entiende siempre que no hay paisaje sin contemplación y que la contemplación es irrealizable sin el contemplador. A lo que aspira el poeta es a imaginar ciertas formas de soledad y olvido; a luchar pacíficamente, al margen de la vanidad, contra ese “gran destructor de toda alegría interior, de toda noble energía, de toda ingenua esperanza: el mundo”. Sobra decir que apenas alberga motivos de optimismo; por el contrario, lejos de diluirse, su identidad se multiplicará en el dolor, y con dicha multiplicación se multiplicará el mundo, su enemigo: “Un átomo se dilató sobre el universo entero. Yo sólo sufría en mí. Ahora sufro en todas las cosas”.

De los tres poemas que acompañan en esta edición al Cuaderno verde, sin duda la Meditación en la muerte de María (es una carta, pero ya no parece posible leerla más que como si se tratara de un poema en prosa) encarna la inspiración trágica de Guérin mejor que La bacante y El centauro, aunque los tres compitan en belleza. Con rara profundidad, en la Meditación queda expresada “la triste simpatía de lo finito por lo finito”, es decir: la solidaria mirada de un mortal sobre los restos de un ser próximo, en este caso los de una joven amiga. El ritmo sosegado y austero de las diez o doce páginas que forman la Meditación va conduciendo a Guérin a una insalvable disyuntiva, mezcla de poética y de “política del espíritu” (para decirlo con Valéry). La brevísima vida de Guérin, muerto a los veintiocho años, en sí misma es un indicio del camino que prefirió seguir el poeta:
Como la nieve que permanece entera y compacta bajo la custodia del frío en las altas regiones montañosas, o que desaparece con el mínimo soplo de calor y vuelve al vasto seno de las aguas, tal vez no tenga yo más que estas dos posibilidades de existencia: vivir aletargado en la estrechez de una vida o disolverme en el universo con una confianza sin límites.

“¿Qué puede decirle Maurice de Guérin al lector de nuestro siglo, sujeto a una velocidad que parece conducir cada instante hacia la nada, tan ajeno a las categorías espirituales y a los modelos de la Grecia clásica que a él lo desvelaban?”, se pregunta el traductor en su nota introductoria. Él mismo propone una respuesta, desoladora y honesta: “No lo sé. Pero estoy seguro que algo, en él, se agita, nos conmueve, nos invita a ejercer la voluntad de pensar, nuevamente, el mundo”. Desde mi perspectiva, en ese no saber y al mismo tiempo estar seguro es donde va gestándose la “confianza sin límites” que hace falta para entender a Maurice de Guérin, entendimiento que ahora juzgo indispensable.



("Guérin, el desposeído" se puede leer en el número 45 de la revista Luvina, en circulación actualmente.)