5 de diciembre de 2008

Lectura de la prensa

cf. José-Miguel Ullán, “Ficciones”

1

Novedades del hombre. Hoy,
30 de mayo de 2008, por
no decir en este mismo
instante, ha sido
descubierta una tribu
de quince individuos en el Amazonas. Hasta
la fecha ninguno de los quince, afirma
El País.com, había mantenido contacto
alguno con el ser humano.


2

Sic:
no han mantenido
ningún contacto con el ser humano
”.


3

“Jorge Espinosa, futbolista
del Platense hondureño,
murió a causa
de un puñetazo en la sien
que le propinó su compañero
Tomás Meléndez. Ambos
discutieron porque el agresor
no quiso prestarle un bolígrafo
tras firmar el contrato”
(idem, 2 de agosto
de 2003).



("Lectura de la prensa" es uno de los dos poemas que recién he publicado en el núm. 152 de la revista Punto de Partida. He retocado un poco el texto con tal de ajustarlo un poco a las limitaciones tipográficas de mi blog, y en el pasaje intermedio del poema he incorporado un link explícito al reportaje original.)

24 de noviembre de 2008

Hermanos

Entre dos cuartos con la luz prendida
siempre hay un corredor de sombra, una escalera
y algún reloj que da la hora
innecesariamente.

Afuera, el guayabo y la impaciencia de los gatos
llenan el patio de sonido y espera.

En el centro del árbol
zumba el delgado aviso de un agua no visible.
No hace falta oírlo. El agua es la distancia
que separa las pulsaciones de la tierra
de la calma del tronco.

Dos cuartos, una luz prendida
y otra que acaba de apagarse:
la lluvia, en el patio, está creciendo.



Tu cuarto, el mío
y, estricta, entre los dos
la pared blanca.



¿Qué ves en mí
cuando no estoy mirándote
y luego te sorprendo a punto de reírte?

¿Qué ves en mí
cuando no estás mirándome
y ni siquiera me imaginas, absorto
en las fugaces palabras que otros dicen
callando y, al callar, borrándose?

Las criaturas también guardan silencio
en la esquina del techo y las paredes:
las arañas, que tejen cada una
los tiempos de una boda irrealizable
y la mosca, centella del centímetro.

Si el tiempo se llamara de algún modo,
si estuviera escrito,
no podríamos leerlo —conocer su nombre—
mirando cada quien papeles diferentes,
hablando cada quien de cielos diferentes
y cada quien revolviendo en la memoria
palabras diferentes: yo las tuyas
y tú quizás las mías,
fugaces.

Pero al final escucharíamos juntos.



("Hermanos" forma parte de Fractura expuesta, mi nuevo libro de poemas, editado recientemente por Mantis. Los nuevos libros de Mantis, incluido el mío, serán presentados el sábado 29 de noviembre, a las 16:00 horas, en el salón Elías Nandino del Centro de Negocios de la FIL, en Guadalajara. Todos los visitantes de mi blog están cordialmente invitados, por supuesto.)

20 de noviembre de 2008

Segundo intento

Ora suave, ora intenso, el consistente olor a chocolate que a veces recorre la FIL admite una sola explicación: la de una fábrica cercana de tablillas y otros polvos de la merienda. Pero ese olor ha tenido para mí, en dos épocas distintas de mi vida, un par de significados también distintos que nada tienen que ver con la explicación “realista” de las cosas. Allá en 1987 y 1988, cuando las primeras ediciones de la Feria, yo pensaba —y se lo dije así a mi novia, que supo enternecerse como era debido— que semejante olor no podía sino referir a las guarderías que luego fueron o “devinieron” FIL Niños. En esas guarderías, conjeturé, los niños tenían derecho a impresionantes licuados y poderosos chocomiles; así lo sugería mi olfato. Hondo error que luego desmintieron mi primer acercamiento real a FIL Niños, donde las criaturas merecen largos y provechosos entretenimientos, pero nunca bebidas (que las llevarían, dado el caso, a orinar indiscriminadamente), y mi ulterior ingreso al ámbito complejo, por no decir esotérico de las constataciones topográficas: el Chocolate Ibarra está casi enfrente de la Expo.

Valga por el primer significado (segundo en el tiempo, en realidad) que han tenido para mí dichos aromas. En cuanto al segundo, comparto con mi hermano las historia que relataré a continuación.

Tendría yo seis, cuando mucho siete años de edad. Víctor, mi hermano, andaba por lo tanto en los ocho. A él siempre le ha dado por eso que los ingleses llaman socializar, y es también dueño de un vasto y admirable sentido de la orientación que le viene de nacimiento. Yo, por mi parte, nunca he tenido la costumbre de cenar salchichas de Frankfurt. Ahora me explico.

Unos tíos más jóvenes que mi mamá, si bien más grandecitos que Víctor y yo, nos habían invitado, a mi hermano y a mí, a pasar la noche con ellos. Su casa, una verdadera mansión de Jardines del Bosque, iba a estar “sola” —esto es: libre de adultos— un par de días; se trataba, pues, de hacerse tontos y jugar a la emancipación juvenil o infantil, según el caso. Llegada la noche, quiso la mala suerte (o la facilidad culinaria, o el magnetismo del pecado) que nos dieran salchichas de Frankfurt en la cena, y que las engulléramos desaprensivamente. Más tarde nos pusimos a jugar y terminamos quedándonos dormidos.

A medianoche, como en pleno relato de Quevedo, me despertó mi propio vómito. Mi hermano, ducho en modales y etiqueta, decidió que abandonáramos con absoluto sigilo, con absoluta dignidad el lugar del crimen. Había que largarse. Manchada, la sábana clamaba por venganza.

Debo aclarar que yo he vivido siempre más allá de Plaza del Sol, es decir a unos cinco kilómetros, cuando no más, de aquella casa terrible. Dos niños caminando en la noche por esos rumbos entonces inhabitados, como es natural, tienen mucho de aventurero, de inconsciente y de frágil. No sé cómo atravesamos Lázaro Cárdenas. Recuerdo, en cambio, la profunda oscuridad metafísica de Mariano Otero, más autopista que avenida. Al pasar por donde ahora está la Expo, sede actual de la FIL, foco de civilización, lugar de antiguas barbaries más bien recientes, el aroma ya próximo de la chocolatera nos anunció el término del viaje.

Llegando a Plaza del Sol, dos patrulleros amodorrados nos recogieron. Fue así como la Ley, y más tarde el olvido, vinieron a rescatarnos. Diez años después me di cuenta que cerca de la FIL se hacen tablillas de chocolate.



(Ahora, en las inminencias de la FIL, rescato algunos artículos de la vida que antes viví como escribano y columnista de Mural. Éste, llamado "Segundo intento" por motivos que nada tienen que ver con el contenido de la crónica y que a lo mejor un día explique bien a bien, se publicó el 25 de noviembre de 2001. Ya no vivo tan cerca de Plaza del Sol como entonces, pero tampoco vivo tan lejos como para enmendar estas planas que ahora releo con alguna curiosidad.)

14 de noviembre de 2008

La fiesta del vecino

La historia ya no tan breve de la Feria Internacional del Libro, la FIL de Guadalajara, se confunde muy elocuentemente con la historia del centro de convenciones donde se realiza. En efecto, el grandísimo salón de la Expo fue casi bautizado con la primera FIL, cuando una y otra parecían destinadas a la quiebra más inmisericorde. Lejos de quebrar, la feria y el jacalón extremo fueron edificándose prestigios paralelos, en todo punto ajustados a las reglas del apantalle y la majestuosidad pueblerina. (Si hemos de ser observadores, al apantalle majestuoso propenden siempre las almas tímidas, y Guadalajara no es otra cosa: un adolescente de pies grandes, barriguita de bebé y entradas vergonzantes en la cabellera, temeroso a la vez de que lo ignoren y de que lo vean.) Que la FIL y su hermanita mayor, la Expo, son glorias de la región, perlas de la ingeniería y de la organización jalisciense, orgullo de la nación y espejo del mundo contemporáneo, global y desinhibido, no es cosa que valga siquiera poner en duda: lo son, y sus pesitos les costó, qué rayos. Pero aquí lo que nos importa es otro asunto: que las dos hayan venido al mundo en las mismas épocas de prometida bonanza y naciente júbilo empresarial que ora estrangulan al país, ora lo dejan respirar, desde hace unos quince años (o desde ya no sabemos cuándo, pues lo mismo da en términos generales).

Pensemos que si la Expo facilitó el nacimiento de la FIL, y que si la FIL apuntaló el boom de la Expo, y que si un optimismo neoliberal a prueba de realidades arropó la consolidación de ambas, tiene que ser porque responden al parejo a una moral que ya no sólo pone al mercado por encima de todo lo demás, inmaterial o material, sino en verdad en el sitio de todos y de todo. Habría que ser ingenuos para exigir —o siquiera desear— que la FIL organice sus actividades en torno al modelo de la biblioteca o la casa de cultura. Lo extraño es que no las organice tampoco en torno al modelo de la librería: ¿en qué librería del mundo —fue Lorenzo Figueroa quien lo preguntó hace unos años— cobran por entrar, y por qué lo harían si así fuera? No: la FIL, para los visitantes comunes y corrientes, acaba siendo más una especie de jardín zoológico, un parque temático de diversiones en donde se compran libros a manera de souvenir, autografiados (en el mejor de los casos) por el rinoceronte y el payaso en persona. Tras bambalinas, mientras tanto, van pactándose otros negocios: la verdadera justificación del “magno acontecimiento”.

Y no es que tales negocios deban resultarle a nadie bochornosos ni chapuceros: lo normal, desde luego, es que los autores, los agentes literarios, las editoriales y las distribuidoras de libros tengan reuniones profesionales que redunden al cabo en la satisfacción de los lectores. El naipe decisivo, el as del pícaro, la flor de astucia (buena transa mala) se juega en otros manoseos. En última instancia, entre los organizadores y los visitantes acaba pagándose la estancia de los verdaderos interesados, con lo que la industria de los libros reduce al mínimo sus eventuales riesgos y preocupaciones: el producto final, ya impreso y colocado en tentadoras estanterías, justifica la presencia de agentes y editores en la FIL, pero no la sostiene. Algo así como esos banqueros que, aferrados al dinero público, amenazan con declarar la temida bancarrota si el Estado no los apoya con más dinero todavía. Por si esto fuera poco, las mismas editoriales compiten de modo ventajoso con las grandes, medianas o pequeñas librerías de la ciudad, quitándoles a golpe de conciertos (gratuitos, pero muy costosos) la mejor clientela del año.

La sociedad literaria de Guadalajara (llamémosle así para no entrar en berenjenales adyacentes) obedece, tratándose de la FIL, a dos líneas de conducta más o menos opuestas. Por un lado están los que celebran esos nueve días: el puro hecho de codearse con los famosos, de preferencia tuteándolos y forzándolos a posar en fotografías de beata sonrisa, borra o compensa una vida larga de publicaciones menesterosas, conferencias de mala muerte y charlas de queja y queja. Por otro lado están los adversarios, que también se aburren: el hábito de lamentar con regularidad los mismos vicios debe fatigarlos, y no hay cansancio (por íntimo que sea: del espíritu combativo, del estilo fogoso, de los pies planos) que pase inadvertido en los metros cúbicos de la Expo. La triste realidad, con todo, es que ninguna de ambas líneas pasa por un punto esencial de la cuestión: el de la poca o nula importancia que lectores voraces y escritores de medio pelo tenemos en y para la FIL. Recordemos que la feria se prepara durante un año, y que durante un año se discuten los programas posibles (con sus homenajes y pabellones, con sus pachangas y solemnidades); meditemos después en lo que nueve días representan, escasos, dentro de un año completo. Para los profesionales de la edición, la FIL es como el broche de una extensa cadena; para nosotros, bobos de a pie, la FIL llega siempre de sopetón, por sorpresa. Y ese factor de impremeditación y de sorpresa fomenta mayores desembolsos en un público que sólo busca ponerse al día. En lo que sea, pero al día.

Esto lo platicamos alguna vez con Juan José Doñán: a veces pareciera que la FIL tiene tanto que ver con los lectores de libros como las exposiciones ganaderas con los consumidores de carne. Indirectamente, mucho; directamente, casi nada. Lo cual no impide que a las exposiciones ganaderas vayan curiosos que pagan su boleto sin comprometerse por ello a comprar la menor vaca. Se trata de ver, de oír, de tocar, de no faltar a la cita. En este plan, si la FIL es como la fiesta del vecino, que nos aturde por la noche con ese mismo disco —el más nuevo, el más caro, el más de moda— que apenas la víspera nos había pedido con trabajosos modales, acaso lo mejor sea por lo pronto sumarse a la bullanga y, con las pantuflas puestas, brindar por el próximo cumpleaños.



(Hace nada menos que seis años, el 25 de noviembre de 2002, publiqué "La fiesta de vecino" en Mural. Hoy rescato el artículo por una razón obvia: que ya viene la FIL, y por otra más recóndita: que ya no vivimos en aquel mundo pero, por así decirlo, todavía pensamos que sí. En todo caso, la FIL parece vivir todavía en el mundo remotísimo de hace unos cuantos años.)

30 de octubre de 2008

Otras aguas

Claudia Santa-Ana, Oratorio del agua, México: Alforja / Seminario de Cultura Mexicana, col. Sol Jaguar, 2008, 67 pp.

Hace ya siete años, el 1° de julio de 2001, cuatro poetas “novísimas” de Aguascalientes (dicho sea de paso, ignoro qué sea más irritante: si ver agrupadas a las poetas por vivir o haber nacido en tal o cual ciudad, por ser mujeres, por ser jóvenes o incluso por ser, cuando no por estar, nuevas, ya que “novísimas” no es otra cosa que un eufemismo para decir, en dialecto mexicano, “nuevecitas”) publicaron sendos poemas en La Jornada Semanal. Los cuatro eran buenos textos, y en modo alguno me propongo comenzar esta nota declarando que Claudia Santa-Ana (1974) destacara ya entonces entre sus compañeras de género, edad o domicilio. No; lo que me interesa es advertir que aquel poema de Claudia Santa-Ana, “El andante”, figura el día de hoy, con importantes correcciones, en Oratorio del agua, su más reciente poemario. Esa continuidad, esa lentitud o paciencia me hacen pensar en la minucia, el escrúpulo y la fidelidad con que sin duda fue hallando su forma no sólo ese poema, sino todo este libro, tan delicado y, a la vez, tan consistente.

Hacia el final de Oratorio del agua se puede leer esta pregunta: “¿Qué es de la luz / que cae donde piedras, arrecifes, peces / ocultan los basamentos de otras aguas?” Nada sino esa luz, condenada tal vez a fragmentarse, a perderse, y esas “otras aguas”, que no son las aguas ordinarias del mar, importa en los poemas de Claudia Santa-Ana. Se trata de una postura estética sumamente arriesgada, pero de riesgos discretos, no aparentes. Cuando, por ejemplo, en un poema se lee de pronto: “En la cerca los pájaros curvan luminosos hilos de acero”, es fácil caer en la tentación del significado y preferir la imagen de una parvada que descansa en los alambres de una cerca en lugar de concebir la frase misma como un hilo cuya tensión se acentúa justo a la mitad, ahí donde la palabra curvan, con su invaluable u acentuada, mueve ya no a representarse un cuadro sino a percibir en directo una porción de lo real. Esos pájaros y esos cables pueden imaginarse, pero esa línea —esa frase— que se curva en su centro por efecto del verbo curvar, y de cierta conjugación específica, no hace falta imaginársela: está en sí misma en los oídos de quien quiera escucharla y frente a los ojos de quien quiera verla.


Quiero decir que Oratorio del agua es un libro con persistencias temáticas muy claras: la niñez, la maduración y el envejecimiento del cuerpo, y sobre todo la experiencia del agua, el contacto con ella en sus diferentes estados (la lluvia, los charcos en la calle, la densa y efímera neblina, la pertinaz reiteración de las olas, un río, un lago transformado en hielo, y por supuesto el agua en que transcurren los meses anteriores al nacimiento, y las lágrimas). Al mismo tiempo, quiero decir que dichos temas bien pudieran ser otros, ya que no constituyen el fin sino el vehículo de un género peculiar de averiguación poética. Quien averigua es, desde luego, Claudia Santa-Ana, poeta, pero no desde su identidad civil sino a través de sí misma y en busca de una identidad que se presume oculta, como los “basamentos” de aquellas “otras aguas” de uno de sus poemas. Esa búsqueda, en otro poema, se manifiesta claramente como una excavación en la sombra, o sea en el reverso del sujeto, en esas antípodas de sí mismo que uno proyecta sin darse cuenta, y el efecto causado por la luz en dicho reducto de oscuridad es no sólo análogo, sino paralelo al efecto del amanecer en el cielo y en las cosas del mundo:

He cavado en mi propia sombra:
al amanecer
se arrojarán en ella los pájaros.

Si “los pájaros”, al romper el alba, echan a volar no en el cielo sino en la “sombra” de quien ha llegado hasta la otra orilla de la noche, debe comprenderse que la noche real y objetiva, la noche atmosférica, el cielo nocturno de todos los días, más que semejante o afín a la noche del individuo, a la noche figurada o metafórica, forma una sola y misma cosa con ella. De cierta manera, lo que hace Claudia Santa-Ana es rastrear en la profundidad marina, en el sueño, en la introspección, en la soledad y en el miedo los ecos de la palabra noche. Cerca tal vez de José Antonio Ramos Sucre, tal vez de Antonio Gamoneda y su Libro del frío, asienta: “He visto crecer el haz de la noche y titilar su luz terrible”. A medio libro se lee que “la noche es la raíz más antigua del invierno”, lo cual es mitológica y meteorológicamente cierto; después, en el pasaje final de un poema que se va desgranando a lo largo de Oratorio del agua, titulado “El muelle”, invierno y noche vuelven a ligarse:

Una cruz arde hincada en las pupilas
de las mujeres. La antorcha fulgura en sus rostros.
La noche, ribeteada por el invierno,
último cirro de aire navegable.

Me parece reconocer algunas de las diferentes voces a las que, por necesidad, Claudia Santa-Ana va, por así decirlo, respondiendo en Oratorio del agua. Mencionaré, para no apartarme de la genealogía mexicana, las de Gilberto Owen, José Luis Rivas, Jorge Esquinca, Jorge Fernández Granados y, en pasajes como el que apenas he citado unos renglones arriba, Elsa Cross. Curiosamente se trata de voces cuyos orígenes hay que buscarlos en otra parte, a medio camino entre Rimbaud, el T. S. Eliot de “Miércoles de ceniza” y Paul Claudel. Una feliz conjunción de abandono y fe, irracionalidad y certeza, devoción y profanación: eso he visto, ahora que lo pienso, en Oratorio del agua.


("Otras aguas" acaba de aparecer en el nuevo número de Tierra Adentro, el 154, correspondiente a los meses de octubre y noviembre de 2008.)

19 de octubre de 2008

Nuevos poemas en Crítica

LUIS CARDOZA Y ARAGÓN

Traigo los ojos en las manos
para dejarlos bajo un punto, a espaldas
de una coma, detrás
de las axilas de una erre,
con el pretexto de una diéresis,
cuando nadie me vea:

los ojos puestos donde irá la bala,
la bala en donde nadie la recuerde,
los párpados de par
en par, y el borde de la ceja
izquierda en otras cantidades:

un ojo abierto en cada puño
cerrado, como el tuétano en el hueso,
que tal vez no haga ruido
pero en él van inscritas, con todo, estas palabras
como de tablas de una ley antigua
o mingitorio público:

si fuera verdadera la verdad
ya lo sabríamos.


NEVERLAND

Hay una Cenicienta por cada zapatilla.
Por cada Blanca Nieves, un enano
para cada tarea de la semana.

No hay lobo más feroz que Pulgarcito
ni rizos tan dorados como el sapo los peina,
seguro de su encanto.

La magia del frijol está en ser tres frijoles:
el primero en un cofre, silencioso,
uno más bajo tierra, germinando,
y los tres en el plato, servida la merienda.


TEMPO LARGO

El último orgullo de la gallina desplumada es parecer un cisne, por como se alarga el cuello con la muerte.
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

Facturas. Cuestionarios. Corredores.
Todo se alarga con la muerte.
La gravedad y la corbata.
La digestión del último bocado.
La mala fama y el sermón del padre.
La paciencia y las uñas.

Todo se alarga y se demora
y se dijera escrito con lápices muy blandos
o a punto de romperse.
La vocal inaudible y suspendida.
La rendija de un paso entre dos piernas.
La espera del siguiente parpadeo.


(No he visto aún el nuevo número de Crítica, el 129, con el que la estupenda revista literaria de la Universidad Autónoma de Puebla festeja su trigésimo aniversario en los estantes. Sea como sea, en dicho número aparecen estos poemas, como ya he podido confirmar en el blog de la publicación. Felicidades a la gente de Crítica, y que vengan tres décadas más.)

28 de septiembre de 2008

La ciudad unitiva

En marzo de 2003, pocos días antes de la primera visita de Juan Goytisolo a Guadalajara, recibí los ejemplares que me correspondían de mi libro titulado Rumor de la ciudad al hundirse. Al conocer la portada, que no presenta ningún subtítulo y permite abrigar en consecuencia más de una duda razonable con respecto al contenido del volumen, volví a recorrer sobre un mapa de París —en este caso, seis cuadrantes del plano desplegable de una guía Baedecker de comienzos del siglo XX— algunas calles, edificios y monumentos de la segunda circunscripción de aquella ciudad. En concreto, al noreste de la Biblioteca Nacional, al oeste de la Porte Saint-Denis, al norte del antiguo Mercado Central, al oriente de la Ópera y en las inmediaciones de la Bolsa, pero formando en realidad una especie de isla, casi al margen del París espectacular de muchas otras novelas y películas, reconocí el barrio del Sentier y un buen tramo del bulevar que se llama Haussmann, que se llama Montmartre, que se llama Poissonnière, que se llama Bonne Nouvelle y que se llama Saint-Denis, y que adopta cuando menos otros dos nombres de camino al Arco Triunfal y uno más rumbo al cementerio del Padre Lachaise. Ahí, en las aceras del bulevar que puede llamarse de los Ocho Nombres, pero sobre todo en las callejuelas contiguas y en varios de los espacios característicos de la zona, transcurren las acciones de Paisajes después de la batalla, novela de Juan Goytisolo publicada en 1982 que yo elegí como asunto de investigación para la escritura de mi libro.

Nunca he sentido la menor especie de amor incondicional por la llamada Ciudad Luz. París me gusta y me impresiona como a tantos otros viajeros, pero ni el gusto ni el asombro son formas exclusivas del amor profundo. Yo admiro lo que amo, y lo que amo me gusta, pero también siento admiración y gusto por cosas de las que sé prescindir sin mayores padecimientos. En el caso de París, ocurre que tengo el “impuro amor” de ciudades notoriamente más aburridas y feas (desde la perspectiva de otras personas, como es natural) y apenas una suerte de gratitud estética, de afición desapasionada por las pulcras orillas del Sena, las tumbas de Montparnasse o los comercios de Saint-Germain-des-Prés. Atino a decir nomás, para justificarlo, que a falta de leer Nuestra Señora de París un día leí Paisajes después de la batalla. O, dicho de otra manera, que ya me habían enseñado a reírme de París antes de amarlo.

Por alguna razón, Paisajes después de la batalla es un libro que no ha de buscarse ahí donde los estantes de las librerías de Guadalajara le tengan reservado un sitio a Juan Goytisolo. Quiero decir con esto que Paisajes después de la batalla está por lo regular en las mesas de saldos y remates, o bien donde se apilan ediciones de sospechosa calidad o procedencia (en una edición reciente y baratísima, la novela carga con el abultado título de “Paisajes para después de la batalla”) o en los tantas veces paradisíacos locales de usado. Yo compré Paisajes después de la batalla en mayo de 1993, en la ya desaparecida librería Casarrubias, al precio de dos nuevos pesos. Nada. Un regalo. Tres años después, en octubre de 1996, Annie Bussière me hizo ver que no estaría mal preparar una tesina de posgrado (y, más tarde, una tesis doctoral) a propósito de tan económica novela. Otro regalo: además de hacerme conocer París bajo su perfil menos lindo, Paisajes después de la batalla me ayudó a encontrar a mi maestra favorita. La cadena, entonces, tenía ya suficientes eslabones: gracias a dicha novela conocí a Juan Goytisolo, gracias a mi conocimiento de Juan Goytisolo hice migas con Annie —la gran “goytisolóloga” de Francia, por así decirlo— y gracias al apoyo de Annie pude organizar mis ideas, cuando no sencillamente inventarlas o descubrirlas, y organizarme a mí mismo. Al día siguiente de los atentados en Manhattan, el extrañísimo 12 de septiembre de 2001, defendí mi tesis en Montpellier y me pregunté (libre de todo compromiso) si alguna vez me daría por leer de nuevo Paisajes después de la batalla o algún otro libro de Goytisolo. Agregaré al margen que con el tiempo —y con gusto— he descubierto que sí, que me sigue dando por leer ese libro y muchos otros del mismo autor.

Me avergüenza reconocerlo, pero en el año escolar 1997-1998 apenas llegué a trabajar en mi tesis. Leí muchos periódicos, muchas revistas y algunos libros de otras materias, y escribí textos no necesariamente académicos, y salí muchas veces a comprar golosinas en todos y cada uno de los expendios mecánicos que hay en los pasillos de la Universidad Paul-Valéry. Mi atención, por lo visto, se había desviado y andaba circulando muy lejos de Juan Goytisolo y de sus libros. En el otoño de 1998, sin embargo, al comenzar otro año escolar, sucedió que Annie Bussière publicó su estupendo libro sobre Goytisolo, Le théâtre de l’expiation, y sin darse cuenta reavivó un sector de mi emoción lectora. De pronto, el entusiasmo de leer Don Julián y Juan sin Tierra, la conmoción de acercarme a Las virtudes del pájaro solitario y La cuarentena, y la complicidad y el sentimiento de cercanía experimentados al recorrer Coto vedado y En los reinos de taifa, se traducían de nuevo para mí en placeres concretos, presentes, inmediatos. Entrar en contacto con Le théâtre de l’expiation me ayudó a ver, con toda simplicidad, cuánta razón tienen quienes afirman que la crítica (en la más noble de sus posibilidades) refrenda las alianzas pactadas entre los textos literarios y sus lectores.



No es de ningún modo un accidente que Le théâtre de l’expiation esté organizado en dos grandes partes. La dinámica de la dualidad, en efecto, rige las operaciones analíticas, discursivas y demostrativas del volumen. Annie Bussière concentra su mirada en las novelas, memorias y ensayos que Goytisolo ha escrito a partir de Señas de identidad, libro que marca el agotamiento definitivo de la estética realista en el proyecto estético del autor barcelonés y señala el inicio de algo que nadie sabe muy bien cómo llamar. Ese “algo” es quizá la fase más arriesgada, más violenta y más liberadora de la obra de Goytisolo: fase que Annie Bussière identifica con el cimiento purgativo de los procesos místicos a la manera de San Juan de la Cruz. Ahora bien, tanto histórica como gnoseológicamente, la purgación es el componente necesario de toda unión mística. Por una parte, dada su naturaleza heterodoxa en el contexto de la tradición católica, la mística se vio perseguida por la Inquisición en plena Contrarreforma española; por la otra, dada su condición de transporte o rapto espiritual, de modificación brusca del individuo que la experimenta, la mística supone también el abandono de las cargas previas del sujeto en su camino —que mucho tiene de ruptura o solución de continuidad— en pos de la transformación radical y la iluminación. El juicio inquisitorial, por lo demás, tuvo mientras existió la característica de presentarse bajo la forma de los espectáculos teatrales (tal era el llamado auto de fe) a la inversa del trabajo místico, más bien tendiente a la supresión de las máscaras y el hallazgo del ser por debajo del parecer. Arrancarse máscaras y disfraces, atentar contra mitos y rituales mecánicos, en este sentido, sería el gesto decisivo de la obra de Goytisolo desde Señas de identidad hasta sus libros autobiográficos, En los reinos de taifa y Coto vedado, mientras que lanzarse por las rutas de la vía unitiva sería el esfuerzo determinante de Las virtudes del pájaro solitario, La cuarentena, El sitio de los sitios y Telón de boca, entre otras novelas recientes.

Todo esto se revela en Le théâtre de l’expiation con rigor expositivo y ejemplos muy esclarecedores. Lo que Annie Bussière llama el “escenario urbano” de las obras de Goytisolo, esto es: el espacio del cementerio en Señas de identidad o en Makbara, el de la biblioteca en Don Julián o en Paisajes después de la batalla, y el del estudio-atalaya en Juan sin Tierra o en El sitio de los sitios, por no hablar sino de ciertas áreas predominantes, acoge y ordena gradualmente las ricas informaciones teórico-literarias, antropológicas, históricas y psicoanalíticas que se manejan en Le théâtre de l’expiation y justifica la sospecha de que los buenos libros en realidad son ciudades, espacios ora caóticos, ora inteligibles y bien calculados, que tienen por objeto el de contener lo humano en su compleja diversidad interior y exterior. El placer de la buena crítica literaria —y en Le théâtre de l’expiation, por hallarse un muy alto nivel de buena crítica, se halla también mucho placer efectivo— consiste a fin de cuentas en edificar ciudades a partir de otras que ya existen, pero que deben ser descubiertas. Annie Bussière ha recorrido y recorre todavía el país que Juan Goytisolo va construyendo con cada uno de sus libros, y lo que resulta de sus recorridos es el surgimiento de un espacio paralelo que, relacionado con el de Goytisolo, tiene sus propios habitantes y sus propias normas de convivencia, es decir: sus propias formas de transgresión y de vinculación con los demás.

Le théâtre de l’expiation es un ejemplo de crítica unitiva, ya que va en busca de una coherencia que al principio nadie le garantizaba. Lo que sucede con París en Paisajes después de la batalla se puede comparar con lo que ocurre en Le théâtre de l’expiation con respecto a la obra de Goytisolo: aquello que otros, de inicio, darían por bueno y prestigioso, acá se debe someter a examen y exploración, y sólo al final —y de otro modo— podrá ser de nuevo enaltecido.



("La ciudad unitiva" se publicó en el vol. XX, núm. 2, de Sociocriticism, correspondiente al año 2005. Retomo ahora el artículo por tres razones: la primera es que Juan Goytisolo acaba de publicar un libro, El exiliado de aquí y allá, muy en la línea de Paisajes después de la batalla; la segunda es que Le théâtre de l'expiation, de Annie Bussière, cumple por estos días nada menos que diez años de haberse publicado; y la tercera es que yo mismo, este mes de septiembre, acabo de festejar siete fugaces años de haberme doctorado. Y se hace obligatorio confirmar que los años no pasan: se acumulan.)

12 de septiembre de 2008

Investigan, pero nos caen mal

El 8 de septiembre pasado, en la primera plana de Mural, apareció una breve nota que, bajo el título de "Investigan, pero no producen", justificaba de manera sesgada el horror que a determinadas instituciones (tanto públicas como particulares) les inspira la sola existencia de la investigación universitaria en materia de artes, humanidades y ciencias de la sociedad. El texto que presento ahora es la carta que redacté y envié a Mural sin otro fin que intervenir en tan específico debate. Debo reconocer que se trata de una carta demasiado extensa para los restringidos espacios que Mural suele reservar a la expresión abierta de sus lectores, de modo que comprendo que no se haya publicado aún. Sea como sea, la publico yo mismo ahora en este blog, y a ver qué piensan los que por azar o dedicación estén interesados en temas tan recónditos y además pasen a leer lo que aquí se diga, que ya sería mucha coincidencia. (Otros pasajes de mi corta vida como escritor de cartas al director los había narrado en un artículo de hace cuatro años.)


Un fantasma recorre las primeras planas: el fantasma del intelectual ocioso. La nota de Dubraska Romero y Gabriel Orihuela titulada “Investigan, pero no producen” (Mural, 8-IX-2008) así lo demuestra.

Variante o subespecie profesoral del parásito universitario a secas, el intelectual ocioso cobra sueldos y sobresueldos estatales y federales, viaja sin utilidad aparente a congresos remotos y, amparado en el cuento de las “humanidades” y la “ciencia social”, publica libros y artículos redactados en jerga ininteligible. Nadie mejor que yo para decirlo: aunque tengo mi diploma extranjero de doctor, la Secretaría de Educación Pública (SEP) me reconoce como profesor con “perfil deseable” y soy miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), ninguno de mis proyectos ha servido para incrementar la resistencia de las vigas de acero, desarrollar la vacuna contra el cáncer o lograr que las vacas produzcan más litros de leche por segundo.

Como profesor investigador titular de la Universidad de Guadalajara (U. de G.), y más específicamente del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño (CUAAD), admito que a los universitarios de mi pelaje nos vendría muy bien un poco de autocrítica. Desde mi cubículo de veinticinco metros cuadrados, equipado con televisión vía satélite y jacuzzi, reconozco que me dedico a investigar asuntos literarios eminentemente improductivos y a enseñar no sólo Historia General de las Culturas, materia ya cuestionable de por sí, sino también Literatura Española del Siglo XX.

Harto de mi propio cinismo, renuncio a la vida contemplativa y propongo de inmediato que se apliquen tres medidas encaminadas a erradicar, ya que no de la faz de la tierra, sí por lo menos de los presupuestos públicos a los intelectuales haraganes (valga el pleonasmo). Ruego, eso sí, que la iniciativa me sea tomada en cuenta en futuras evaluaciones profesionales.

1) Que si, como afirma el señor Sergio García de Alba, los “diagnósticos” emitidos por sociólogos, juristas, filósofos, historiadores y meros críticos literarios pierden valor en la medida que “realizarlos” es “muy cómodo”, en lo sucesivo toda investigación humanística se adapte a un estricto tabulador de incomodidad que deje constancia del nulo, escaso, encomiable o fabuloso heroísmo del profesor en su eterna lucha contra la dureza de la silla, y que se premie según el caso.

2) Que, por decreto del Poder Ejecutivo, las instalaciones del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH) de la U. de G. ya no se consideren parte del Estado, de modo que los numerosos miembros del SNI adscritos a dicho campus dejen de figurar en las estadísticas regionales, haciendo subir con ello el porcentaje de biólogos, economistas, ingenieros y tecnólogos en el próximo informe de Gobierno.

3) Por último, que los investigadores del CUAAD, los del CUCSH y demás holgazanes entendamos que, para investigadores, ahí están los privados y los antiguos policías judiciales, a cuya denuncia nos expondremos invariablemente mientras persistamos en confirmar la imagen de sediciosos, inútiles y vagos que se tiene de nosotros.

5 de septiembre de 2008

Curso elemental de toponimia

Esta ciudad, si se llamara Desde Cuándo,
estaría inhabitada.

Si constara en los mapas como Acaso.

Si los antiguos volvieran a fundarla
—con varas de ceniza, coágulos de polvo—
y la nombraran sólo Por Ahora.

Sin mirar —siquiera de reojo— los anuncios,
por túneles de sombra
por carreteras curvas como engranes,
el vecino se iría del vecindario,
el agua, de la fuente,
de la noche los ojos encendidos,
del nombre cada sílaba,
del tiempo cada pausa,
si esta ciudad, llamada Como Siempre,
se llamara también de otra manera.



(Este poema se puede leer, desde hace tres o cuatro días, en el Periódico de Poesía de la UNAM, cuya nueva época cibernética llega en este septiembre a su primer año de vida.)

3 de septiembre de 2008

Jalisco y la modernidad

Nous voulons, tant ce feu nous brûle le cerveau,
Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe?
Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!

BAUDELAIRE, Le voyage


La palabra modernidad es, valga la redundancia, típicamente moderna. Muchos afirman que sólo empezó a utilizarse por escrito a partir de 1848, con la edición póstuma de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, aunque diccionarios como el Petit Robert sitúan el origen del término veinticinco años antes. En el prólogo a Cien libros clave del movimiento moderno, Cyril Connoly asegura que fueron los hermanos Goncourt quienes “acuñaron la palabra modernidad” en 1858, pero admite que otro diccionario histórico, el de Littré, atribuye a Gautier la invención del término. En efecto, Gautier llegó a valerse del sustantivo en cuestión en sus colaboraciones para Le Moniteur Universel, pero lo hizo en la fecha más bien tardía de 1867. En realidad, Balzac lo empleó ya en su Fisiología del matrimonio, de 1829.

Nada, sin embargo, es menos moderno que la noción —o ilusión— de modernidad. Entre las polémicas intelectuales de la Europa renacentista y barroca, sin duda la más ilustre y característica es la llamada querella de los clásicos (o antiguos) contra los modernos. Querella, ésta, de larga vida: si Rimbaud, en la página final de Una temporada en el infierno, sentenció que “se debe ser absolutamente moderno”, fue porque la modernidad ya estaba tipificada entre las vocaciones de su tiempo, con lo que tomar partido por ella significaba, en realidad, tomarlo por cierta especie de tradición. En este sentido, la modernidad no debe comprenderse como lo contrario de la tradición, sino como una forma heterodoxa de tradición incompatible con el ejercicio de la mimesis clasicista.

Otro poeta francés, Baudelaire, estableció en “El pintor de la vida moderna” el concepto de modernidad vigente hasta nuestros días. En palabras de Henri Meschonnic, “Baudelaire inventa una ética de la modernidad” al grado que, tras él, “poética y modernidad son una cosa y la misma”. La modernidad, asentó Baudelaire, “es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, del que la otra mitad es lo eterno e inmutable”.

Tal acepción de modernidad en tanto ética y poética, conciencia e inspiración, rigor y apasionamiento, lucidez y violencia, es la que marca el rumbo de las corrientes artísticas de vanguardia que, a partir del modernismo hispanoamericano, el modernisme catalán y el modernism angloamericano —que, cabe recordarlo, no son sinónimos entre sí—, asociados con el art nouveau francés, el Jugendstil alemán y la Wiener Sezession austriaca, serán el caldo de cultivo de las vanguardias artísticas del primer tercio del siglo XX y predominarán luego en México en forma de planos arquitectónicos, proyectos urbanísticos, esbozos escultóricos, tendencias pictóricas, estilos literarios e incluso modas en el vestido, la cosmética y la decoración.

Los artículos agrupados en esta revista dan cuenta de dicho predominio en el caso particular de Jalisco. Marcela Sofía Anaya Wittman y Vicente Pérez Carabias analizan la convergencia (más que la influencia directa) de la Bauhaus y de la revista L’esprit nouveau entre los arquitectos jaliscienses de la primera mitad del siglo XX. Por su parte, Nicolás Sergio Ramos Núñez y Juan Carlos González Vidal describen y estudian las relaciones de significación recíproca entre las diferentes áreas del Palacio Municipal de Guadalajara y el mural Fundación de Guadalajara de Gabriel Flores, ahí pintado. En la confluencia entre urbanismo y artes plásticas, Estrellita García recorre la historia de la escultura pública en Guadalajara y resalta en ella la obra y el ejemplo de Mathias Goeritz. En el campo de la pintura, Carmen V. Vidaurre analiza el trabajo de Roberto Montenegro y Arnulfo Eduardo Velasco hace lo propio con el de Carlos Orozco Romero.

Parece arriesgado en un principio, pero a la larga puede citarse de nuevo a Connoly para confirmar que, como el espíritu moderno en general, la modernidad en Jalisco “fue una mezcla de ciertas cualidades intelectuales heredadas de la Ilustración: lucidez, ironía, escepticismo, curiosidad intelectual, combinadas con la intensidad apasionada y la sensibilidad exaltada de los románticos, su rebelión y sentido de la experimentación técnica, su conciencia de que vivían en una época trágica”.



(Este artículo es en realidad la introducción que redacté para el número 72 de la revista Estudios Jaliscienses. No ignoro que la situación actual de mi universidad, la de Guadalajara, en buena medida viene a recordarle a todo el mundo que Jalisco, lejos de haber conocido alguna vez la modernidad, más bien está empeñado en rechazarla per secula seculorum. Pero la revista no es de mi universidad, sino del Colegio de Jalisco, así que no hay nada que temer...)

18 de agosto de 2008

Cuando abril amanece siendo enero

Víctor Cabrera, Signos de traslado, México: Juan Pablos / Leer y Escribir, 2007, 58 pp.


“Pasa una generación y viene otra, pero la tierra permanece para siempre”, según puede leerse al comenzar el Eclesiastés. (No en otra cosa pensó Antonio Machado cuando formuló aquel proverbio, ahora celebérrimo: “Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar…”) Refiriéndose a la sangre, algo parecido ha escrito Víctor Cabrera en el primer poema de su nuevo libro, Signos de traslado:

Sólo ella permanece sin quedarse:
se cumple en su caudal,
en el vaivén erige su circuito:
no va ni viene:
se completa

y al cabo de los años,
un buen día,
te sorprendes siguiéndola…


Entre la tierra y la sangre se debaten, ciertamente, los poemas de Signos de traslado. Me refiero a la tierra fija de la ciudad contemporánea, de sus barrios y calles, y a la sangre constante del poeta que reconocemos en los pormenores de una mudanza, un cambio de domicilio, y en las observaciones de alborada y mañana con que va ordenando su vida en la nueva casa. Lo fijo, insisto, casi es aquí el antónimo de lo constante: la doble indiferencia de la sangre y la tierra, exterior a nosotros la segunda, interior la primera, extrañas ambas a la menuda persistencia del individuo, que ni se abre las venas al pagar el alquiler o las mensualidades de su hipoteca ni puede tampoco jactarse de habitar el mundo en su totalidad, sino apenas en cuestión de pocos metros cuadrados.

Mudarse, cosa tremenda y angustiosa para muchos, para Cabrera es más bien modularse, adaptarse a palabras distintas y exigentes, como las que los niños esperan de nosotros. Lo que hago aquí es glosar el poema “Explicación”, en cuyas estrofas queda expresado, por así decirlo, el origen antepoético de Signos de traslado: ese momento en que al autor, explícito en el empleo de un yo no tanto confesional como estrictamente reflexivo, se le volvió urgencia la necesidad personal de ir “tallando […] palabras” con las cuales “hacer un amuleto” que lo salvara de la “duda”. No puedo resistirme a copiar algunas estrofas:

Desde una edad incierta
—sus tres años—
Marianna me pregunta
si mudarse es
cambiar de casa.

[…]

Que sí, le digo entonces,
que pronto nos iremos de estos muros,
que con los ojos mudaremos de ventanas.

Eso digo, pero callo lo importante,
que lo que muda
es que cambia por la fuerza:
de amor o de lugar,
de fe y de camiseta.

[…]

Lo cierto es que no mudo,
modulo
mi voz en estos versos
para hacerme a la medida de mi estancia.


Por supuesto, no he citado estos versos al azar. La niña que se menciona, Marianna, puede comprenderse a la vez como un sedimento de autobiografía —lo cual indica el talante literario de Víctor Cabrera, poeta de sintaxis nítida, querencias cotidianas y asombros más bien diurnos— y, en su relación con el autor adulto y padre de familia que firma el poemario, como un símbolo de las ya referidas generaciones del Eclesiastés, que se van sucediendo sin descanso. En la infancia, parece decir la niña de Cabrera, no hacemos otra cosa que cambiar e interrogarnos por los cambios.
Por lo demás, cuando todo está cambiando, ¿en dónde puede reconocerse cada quien? ¿Hasta dónde hay que ir para seguir estando ahí, en donde al menos un par de referentes parecen familiares? No cabe admirarse de lo nuevo, porque todo lo es, pero es ineludible asombrarse:

Hogar,
no será la novedad
sino el asombro
quien pueble las estancias.


Autor de un sabroso racimo de sonetos culinarios (Diez sonetos, 2004) y de un irrespetuoso libro de cuentos (Episodios célebres, 2006), Víctor Cabrera se inscribe, con Signos de traslado, en esa línea de la tradición poética mexicana que remonta, cuando menos, hasta el prosaísmo de Luis G. Urbina, luego se robustece con Renato Leduc y Salvador Novo y deriva en poetas actuales tan estimables como Antonio Deltoro, Fabio Morábito y Eduardo Hurtado. Con esto quiero decir que su trabajo métrico es de incuestionable sabiduría, que su temario es humilde y urbano y que su emoción escapa de toda grandilocuencia. “Sonora claridad”: estas palabras del poemario bastan sin duda para sugerir sus virtudes.



("Cuando abril amanece siendo enero" acaba de aparecer en el número 128 de la revista Crítica.)

28 de julio de 2008

Preguntas y respuestas: el Premio Aguascalientes

Todavía con fecha del año pasado (diciembre de 2007) pero ya entrado, en realidad, el año en curso, la revista Viento en Vela dedicó su número 10 al Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, y en particular a los autores y libros premiados entre 2000 y 2007, o sea Jorge Fernández Granados (Los hábitos de la ceniza, 2000), Jorge Hernández Campos (Sin título, 2001), Héctor Carreto (Coliseo, 2002), María Baranda (Dylan y las ballenas, 2003), yo mismo (Reducido a polvo, 2004), María Rivera (Hay batallas, 2005), Dana Gelinas (Boxers, 2006) y Mario Bojórquez (El deseo postergado, 2007). Reproduzco a continuación el pequeño cuestionario al que respondí por iniciativa de los editores de la revista; otros materiales del número en cuestión pueden leerse por aquí o por allá, sin salir de internet, como el artículo introductorio de Alí Calderón o la reseña de Hay batallas, de María Rivera, escrita por Balam Rodrigo (en versión condensada).



¿Consideras que con el formato actual del Premio Aguascalientes se premia el mejor libro o una trayectoria?

Ignoro de qué “formato” estemos hablando. En mi caso, yo no creo tener ninguna “trayectoria” que merezca ser premiada, como no sea la cicatriz de una trayectoria de arma blanca en la mejilla derecha. Ese cuchillazo accidental, por lo demás, me lo infligió mi hermano cuando él tenía cinco años y yo tres, de modo que no me considero autor ni responsable del estrago. Yo concursé por el Premio Aguascalientes dos veces; la primera fue cuando lo ganó Héctor Carreto, en 2002, y la segunda fue cuando lo gané yo mismo, en 2004. No creo, la verdad, que mi “trayectoria” se haya vuelto digna del premio en los dos años que transcurrieron entre mi primer intento, fallido, y el segundo, exitoso.

¿Qué libros ganadores consideras relevantes? ¿Por qué?

De los que han ganado el Premio Aguascalientes, mi favorito es La zorra enferma, de Eduardo Lizalde (1974). También me gustan o han llegado a gustarme mucho El ser que va a morir, de Coral Bracho (1981), Mar de fondo, de Francisco Hernández (1982), El cardo en la voz, de Jorge Esquinca (1990) y De lunes todo el año, de Fabio Morábito (1991). Si me parecen “relevantes” es por eso: porque los he leído, porque me han gustado y porque han sido importantes para mí, al margen de lo que puedan significar para la historia objetiva de la poesía mexicana, si tal cosa existe.

¿Piensas que Reducido a polvo resume tus búsquedas, que es el libro que puede representar tu poética?

No. Nunca se me ocurriría pensar en esos términos a propósito de ningún libro mío. Ningún libro de poemas tiene por qué resumir nada. Mi “poética”, por lo demás, no existe, o en todo caso no existe como entidad abstracta en mi cabeza ni como entidad concreta en mis libros. Si de mis poemas cupiera deducir alguna poética, tendría que ser algún lector quien la identificara, la entresacara bajo su propio riesgo y la formulara por su cuenta, no yo mismo.

¿Crees que de alguna forma el Premio Aguascalientes pueda legitimar una obra?

No entiendo la pregunta. ¿Cuál obra? ¿El poemario ganador o la suma de poemarios del autor premiado? Si es lo primero, es evidente que sí; pero se trata de una legitimación social, no estética. El premio no garantiza que a todos y cada uno de los lectores les gusten los poemas del volumen ganador. Si es lo segundo, no lo creo: por muy bueno que sea un libro, que se le dé algún premio no supone que otros libros del mismo autor vayan a gozar del mismo prestigio.

¿Consideras que se puede hacer una radiografía precisa de la poesía mexicana a través de los libros ganadores del Premio Aguascalientes?

No. De ninguna manera. Si la “poesía mexicana” de verdad existe como tal, cosa que dudo, tomarle una radiografía no puede limitarse a reproducir el palmarés de ningún concurso. Es más: dicha radiografía ni siquiera estaría completa si registráramos todos los libros de poemas escritos y publicados por autores de México, ganadores o no de concursos pequeños, medianos y grandes. El cuerpo de una literatura (y su esqueleto, por lo tanto: aquello de lo que daría cuenta la radiografía) es de muy difícil delimitación, y para formarse una idea más o menos cabal de sus contornos hay que tomar en cuenta los libros editados, por supuesto, pero también los libros de autores extranjeros o de otras épocas que se lean en el momento determinado que se quiera estudiar, traducidos o en su lengua original, importados o nacionales, así como las revistas, las antologías, la crítica directa e indirecta, las polémicas y controversias, el rol de las editoriales, el rol de la enseñanza formal e informal y algunos otros factores que sería iluso tratar de referir en esta breve respuesta.

14 de julio de 2008

Un poema de Saint-Denys Garneau


DESIERTO MUNDO IRREMEDIABLE

En mi mano
El cabo roto de todos los caminos

Cuándo fueron abandonadas las amarras
Cómo fue que perdimos todos los caminos

La distancia infranqueable
Puentes rotos
Caminos perdidos

En los bajos del cielo, cien rostros
Imposibles de ver
La luz interrumpida de aquí allá
Un gran cuchillo de sombra
Pasa por en medio de mis miradas

De este lugar desligado
Qué llamada de brazos extendidos
Se pierde en el aire infranqueable

La memoria que interrogamos
Tiene pesadas cortinas en las ventanas
¿Por qué pedirle nada?
La sombra de los ausentes no tiene voz
Y se confunde ahora con los muros
Del cuarto vacío.

Dónde están los puentes los caminos las puertas
Las palabras no surten efecto
La voz no surte efecto

Voy acaso a tomar impulso en este hilo incierto
En este hilo imaginario tendido en la sombra
Encontrar quizás los rostros escamoteados
Y darme un gran golpe sordo
Contra la ausencia

Los puentes rotos
Caminos cortados
El comienzo de todas las presencias
El primer paso de nuestra compañía
Yace quebrado en mi mano.


(Este poema forma parte de Todos y cada uno. Poemas / Tous et chacun. Poèmes, libro recopilatorio de casi cuatrocientas páginas en el que, para decirlo familiarmente, poquito me faltó para traducir toda la poesía del clásico poeta quebequense Saint-Denys Garneau, nacido en 1912 y muerto en 1943. La edición, bilingüe y, a mi modo de ver, estupenda, corrió a cargo de Arlequín, en Guadalajara, y Écrits des Forges, en Quebec.)

16 de junio de 2008

Coto de caza

Descubrí corazones
en el follaje de la higuera,
desigual en el verde,
negro definitivo a la distancia.
Dos o tres eran pájaros
que se abrieron de golpe, como frutos,
y agitaron las ramas al erguirse
dando voces de alarma o de victoria.
Los demás palpitaban sin angustia,
sin despecho, sin ira
ni más alteración que la del viento.

No hizo falta grabarlos en el tronco
ni teñir sus latidos
con el pigmento de la savia:
ya estaban engastados en la sombra,
ya el volumen del aire
los alzaba, invisibles, contra el resto del mundo.
El tiempo no les importaba.
Nunca me hubieran presentido
—aromas, nervios, músculos de noche—
de no ser por tu sueño, que se fue deslavando,
y nuestras iniciales al margen de la estampa.



("Coto de caza" está en el más reciente número, el 52 de la nueva época, de la Revista de la Universidad de México.)

28 de abril de 2008

Olvidos

y había un país entre la vida y la muerte
JUAN GELMAN

Hay un país entre la espera y el fuego.
Un largo territorio, como playas.
El cielo se carga de gaviotas, y esa nube
parece recordarte.

Hay un país entre las naves y el puerto.
Cuando vives en él, eso te han dicho,
el agua bebe de tu mano
y se mece tu cama bajo la respiración de los tigres.

Hay un país entre los muros
de la sangre y la huella
impar del trueno. Ante la vida
y la muerte, la viva

imagen de todo lo que un tiempo
fue las nubes, el agua, las gaviotas.



("Olvidos" es uno de los poemas que forman La cercanía, libro mío que apareció en 2000 y que ahora, en 2008, Écrits des Forges y Ediciones Arlequín acaban de recuperar en edición bilingüe. Por cierto, vale la pena visitar la nueva página de Arlequín en internet: www.edicionesarlequin.com.mx.)

3 de abril de 2008

El grano incandescente


De los numerosos poemas que Octavio Paz escribió en la India, sin duda el más antiguo es “Mutra”, quinto de los nueve que forman La estación violenta (1958). He aquí el versículo final: “Y hundo la mano y cojo el grano incandescente y lo planto en mi ser: ha de crecer un día”. Aparecen, después, un topónimo y una fecha: Delhi, 1952.

Donde se hunde aquella mano es en los “restos negros” de una ciudad en ruinas, en sus “algas acumuladas” y “aguas somnolientas”, en el cascajo de sus “torreones demolidos” y “cámaras humeantes”, en las “naves ardiendo” y las “últimas imágenes” de una realidad “que agoniza”. Tratándose de Paz, ya casi es natural dar por sentado que semejante devastación conlleva una semilla o promesa: la de un segundo nacimiento. Éxtasis y profanación, diría el poeta: Mutra es el nombre de una ciudad sagrada (Mathura) y es también la palabra que significa “orina” en sánscrito.

Cuando escribió “Mutra”, Paz desempeñaba el cargo de segundo secretario de la embajada mexicana en la India, cuyo titular era Emilio Portes Gil. A los pocos meses le fue conmutado el puesto por otro en Japón. Pasaron luego diez años, con otros viajes y trabajos, y en 1962 Paz fue nombrado embajador en la India. Como es bien sabido, Paz renunció a ese cargo en 1968 a raíz de la matanza de Tlatelolco. Concluyó así un lapso de seis años en los que Paz publicó una impresionante sucesión de libros: de poesía el primero (Salamandra, de 1962) y de pensamiento estético, crítica literaria y pictórica y divulgación antropológica los posteriores (Cuadrivio, de 1965; Puertas al campo, de 1966; Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, de 1967; Corriente alterna, también de 1967, y Marcel Duchamp o el castillo de la pureza, de 1968). Del mismo periodo son sus traducciones de Fernando Pessoa (1962) y el prólogo a Poesía en movimiento (1966).

Pero el auténtico “ciclo hindú” de Paz únicamente se completa con la suma de otros cuatros libros, ya porque suponen rememoraciones del paisaje y las costumbres del subcontinente (así ocurre con Vislumbres de la India, de 1995, y con ese libro anterior, en todo punto extraordinario, cruza de sueño y crítica, de alucinación y ensayo, de poema en prosa y novela: El mono gramático, de 1974), ya porque fueron escritos, en parte o del todo, en la India, pero editados un poco después de la dimisión a la embajada. Este último es el caso de Conjunciones y disyunciones, de 1969, y de Ladera este, del mismo año. En cuanto a la publicación de Ladera este, cabe decir que había sido precedida en 1967 por la edición artesanal de Blanco, poema extenso que vino a constituir, con algunas adaptaciones tipográficas, la tercera y última sección del poemario.

En el undécimo tomo de las Obras completas de Paz, los tres apartados internos de Ladera este aparecen como tres conjuntos autónomos: “Ladera este” (1962-1968), “Hacia el comienzo” (1964-1968) y “Blanco” (1966). Cada serie, por lo tanto, debe ser entendida en su especificidad: el amor físico y la memoria individual son los temas de “Hacia el comienzo” así como el registro epigramático de la experiencia cotidiana y un diálogo particular entre las culturas de la India, México, Estados Unidos y Europa son las constantes de “Ladera este”. Lo cierto es que tales demarcaciones tienen significado apenas en lo anecdótico: el sentido genuino de Ladera este no está en las fronteras más o menos arbitrarias que Paz, en tirajes diferentes, le haya impuesto al volumen, sino en la peculiar y expresiva cohesión que los poemas de los tres conjuntos pactaron entre sí en dos ediciones cruciales: la primera, ya se ha dicho, de 1969; la cuarta, sensiblemente corregida, de marzo de 1984.

Así las cosas, Ladera este no es un libro técnicamente uniforme, pero sí unitario y coherente. Lo que Manuel Durán llamó en alguna ocasión “el carácter desorbitado e inclusivo de la vivencia oriental” aparece con absoluta claridad en los poemas de mayor ambición y longitud que hay en el volumen: “El balcón”, “Vrindaban”, “Viento entero”, “Cuento de dos jardines” y, por supuesto, “Blanco”, todos ellos ágiles y, por así decirlo, curvilíneos, rotatorios, incluso agitados. Yo, sin embargo, he preferido siempre los epigramas de un par de series alternadas, “Himachal Pradesh” e “Intermitencias del Oeste”, y algunas breves maravillas en forma de miniatura japonesa o revelación taoísta contenidas en “El día en Udaipur” o “Maithuna”. Ello me ha condicionado —ahora lo percibo— a leer los poemas extensos como si, en el fondo, fueran encadenamientos de piezas breves. Hoy puedo afirmar que la programación más o menos ingenieril de “Blanco” no me sorprende ni me conmueve. Ciertos pasajes, anotaciones veloces y descripciones al vuelo en esos mismos poemas de varias páginas me resultan, en cambio, inestimables, como este retrato de un grupo de mendigos en “Vrindaban”:
Pórtico de columnas carcomidas
estatuas esculpidas por la peste
la doble fila de mendigos
y el hedor
rey en su trono
rodeado
como si fuesen concubinas
por un vaivén de aromas
puros casi corpóreos ondulantes
del sándalo al jazmín y sus fantasmas

Mucho se dijo hace años, por mezquindad o por haraganería, que lo mejor de Octavio Paz había que buscarlo sólo en sus libros de poemas (o sólo en sus traducciones, o sólo en su crítica de pintura, o sólo en sus polémicas de articulista político: el aspecto a privilegiar variaba según el sabio en turno que intentaba orientar la perspectiva). El ciclo hindú es la mejor prueba de que a Paz, antes bien, hay que leerlo en diagonal, incluso en zigzag: de los poemas a los ensayos críticos y de la prosa de combate a las divagaciones más o menos autobiográficas e introspectivas. Libro diurno, germinación del “grano incandescente” sembrado, años atrás, en “Mutra”, Ladera este de algún modo es el eje felizmente inestable (“Ando perdido en mi propio centro”) de dicho ciclo.



("El grano incandescente" acaba de aparecer en el número 112 de Letras Libres, correspondiente al mes de abril en curso.)

15 de marzo de 2008

Ville de La Ciotat

a Marcel Schwob, de camino a Samoa


1

Estoy nada más viendo los pelícanos.
De pronto

el ansioso aguijón de la mañana
les perfora el cráneo, y ellos se dispersan
a cribar en sus picos el oro de la espuma.

Y como el faro vagó toda la noche
por un bosque perplejo, los pelícanos
desamarran las anclas y avasallan la costa

y dejan que el mar se hunda bajo el cielo,
de pronto.


2

El trazo de las nubes,
el acero que afila sus contornos—
cada nube salva su imagen
como el ave que salva una distancia
y encuentra un ave igual del otro lado.

La imagen crea el espejo,
y en las tardes lluviosas
todo cristal hace del vaho
una presencia.


3

Izan las velas.

Abordan el agua con la suavidad de un insecto
y al penetrar la rada se agitan como párpados.

Un destello de bronce, una luz de plumajes los congrega.

Nos dan a probar carne de pescado,
guirnaldas que apresan el inventario de las flores,
plátanos verdes.

Sus mujeres traen el pecho desnudo
y el aire, William Hodges, anuncia el color de las naranjas.


4

Espero que mis manos toquen cualquier cosa.

La tierra de las plantaciones,
el atareado rumor de las fábricas
y el idioma infinito que anudan las arenas
han tejido con su tersura y con su ira
un par de guantes que no encuentran mis dedos.

Pero los hombres duermen, y en sus caras
flota la sal de un mar que no le sirve al día,
la mejilla cortada de un hibisco
que sólo despierta sus legiones cuando el hielo se funde.
Esa flor, esos rostros de sal me miran por la noche.

Espero con las manos
rozar la orilla de otras manos.



(Acaba de aparecer, en edición bilingüe, de Quebec y Guadalajara, mi libro La cercanía, cuya edición original databa del año 2000. La publicación me da pretexto para retomar este poema y, haciéndolo, rendir homenaje nuevamente a Marcel Schwob y a su modelo de viajes y relatos, R. L. Stevenson. En cuanto a William Hodges, he aquí otro de sus bellos paisajes meridionales. Uno más, mi favorito, figura desde hace varios meses al pie de mi blog.)

11 de febrero de 2008

Calzar del 30

Mis pies miden treinta centímetros
y los de mi hermano el mayor treinta y dos.

RICARDO CASTILLO

Nadie que no calce del 30
sabe lo que significa estar solo.
Puede constatarse.
A las tiendas
llegan diez, quince pares de zapatos
de cada una de las otras tallas
y sólo un par del 30, y eso
porque los pies vienen de a dos
y nadie compraría un zapato solo
si así se lo vendieran.

Aunque yo sí lo haría.
Pagaría siete veces el izquierdo
en espera del par,
y el derecho, negado siete veces
y siete por setenta
imaginado,
se me presentaría en el sueño
como un padre,
como un ancestro de talones anchos
y empeines desmedidos,
como el pie y el zapato al mismo tiempo,
y me ataría con sus cordones
de la mano
para llevarme a donde hubiera gente
de pasos y pisadas comprensibles.

Calzar del 30 no da risa.
Tampoco es ningún drama.
Pero a veces hay directorios telefónicos
tirados en la calle
con datos de otras eras
o del armario salen cajas
de comercios que fueron liquidados
y uno se ve los pies, los interroga,
un poco los levanta con prudencia
y vuelve a dar con ellos en el suelo
y no adivina cuándo ni en qué sitio
hayan servido, hayan sido comunes,
hayan cabido en calcetines
o hayan roto invaluables corazones.



("Calzar del 30" se publicó en el número 14 de la revista Reverso.)

16 de enero de 2008

Palomas

Levanté la cabeza
y, al paso de las campanadas,
quise contarlas de una en una.

Conté cincuenta y cuatro
en cornisas y alféizares
y alambres de la luz.

Ya estaba oscuro,
por lo que habría cincuenta más
en los rincones, escondidas

o a punto de nacer, en huevos
rayados por el humo.
Los que venían a misa

ponían sus coches donde fuera
y en la plaza, cuadrada como siempre,
circulaban los ecos apagados

de un tiempo sin palomas, que dormían:
de un campanario a solas:
de cincuenta silencios o escondites.



("Palomas" apareció en el núm. 8 la revista Cultura Urbana, enero-febrero de 2006.)