15 de marzo de 2008

Ville de La Ciotat

a Marcel Schwob, de camino a Samoa


1

Estoy nada más viendo los pelícanos.
De pronto

el ansioso aguijón de la mañana
les perfora el cráneo, y ellos se dispersan
a cribar en sus picos el oro de la espuma.

Y como el faro vagó toda la noche
por un bosque perplejo, los pelícanos
desamarran las anclas y avasallan la costa

y dejan que el mar se hunda bajo el cielo,
de pronto.


2

El trazo de las nubes,
el acero que afila sus contornos—
cada nube salva su imagen
como el ave que salva una distancia
y encuentra un ave igual del otro lado.

La imagen crea el espejo,
y en las tardes lluviosas
todo cristal hace del vaho
una presencia.


3

Izan las velas.

Abordan el agua con la suavidad de un insecto
y al penetrar la rada se agitan como párpados.

Un destello de bronce, una luz de plumajes los congrega.

Nos dan a probar carne de pescado,
guirnaldas que apresan el inventario de las flores,
plátanos verdes.

Sus mujeres traen el pecho desnudo
y el aire, William Hodges, anuncia el color de las naranjas.


4

Espero que mis manos toquen cualquier cosa.

La tierra de las plantaciones,
el atareado rumor de las fábricas
y el idioma infinito que anudan las arenas
han tejido con su tersura y con su ira
un par de guantes que no encuentran mis dedos.

Pero los hombres duermen, y en sus caras
flota la sal de un mar que no le sirve al día,
la mejilla cortada de un hibisco
que sólo despierta sus legiones cuando el hielo se funde.
Esa flor, esos rostros de sal me miran por la noche.

Espero con las manos
rozar la orilla de otras manos.



(Acaba de aparecer, en edición bilingüe, de Quebec y Guadalajara, mi libro La cercanía, cuya edición original databa del año 2000. La publicación me da pretexto para retomar este poema y, haciéndolo, rendir homenaje nuevamente a Marcel Schwob y a su modelo de viajes y relatos, R. L. Stevenson. En cuanto a William Hodges, he aquí otro de sus bellos paisajes meridionales. Uno más, mi favorito, figura desde hace varios meses al pie de mi blog.)