30 de diciembre de 2010

Algunas décimas de 2010

Por simple diversión, agrupo unas cuantas décimas escritas a lo largo del año en circunstancias diversas. Primero va ésta que hice a comienzos de noviembre, cuando -al comentar la publicación de las memorias de Ricky Martin- un amigo nos recordó que puto, en latín, significa "niño bonito":

Si al niño, cuando es bonito,
lo propio es decirle “puto”
y al macho, en cambio, si es bruto,
ni “marica” ni “jotito”
(aunque sueñe con un pito
fragante como una fruta),
¿se ha de aceptar sin disputa
que la mejor señorita,
si más niña y más bonita,
también ha de ser más puta?




Después va esta especie de tríptico (su título es "Tumba de J. E. P.") compuesto el día que José Emilio Pacheco recibió el premio Cervantes. Como se recordará, ese día se le cayeron literalmente los pantalones a Pacheco delante de todo el mundo.

Detente al pasar, hermano:
la Fama quiso -¡ay, dolor!-
ungir, pues no al escritor,
sí al trasero mexicano.
En mí, el prestigio mohicano
del último combatiente
se pierde junto al sonriente
ademán del enemigo
que, fingiéndose mi amigo,
me aplaude pelando el diente.

No me faltan pantalones
para exigirte respeto...
Me vi, eso sí, en un aprieto
cuando enseñé los calzones
ante Juan de los Borbones
y otros reyes europeos.
Lo bueno es que, siendo feos,
disfrazaron mi jactancia:
¡la foto llegó hasta Francia
de mis chones y escarceos!

A ti, viajero de quiosco,
te ruego, por caridad,
que lleves a tu ciudad
mi verso, aunque suene tosco.
Cuando como, no conozco
(por más muerto que me veas).
No me alabes; no me leas.
Lo acepto: rimo muy mal.
¡Sólo dame, por vía oral,
mantequillas y jaleas!




Por último, dos décimas escritas con motivo del esperpéntico affaire d'État que suscitaron ciertas declaraciones de Joaquín Sabina respecto a la llamada "guerra contra el narcotráfico" en México. Ridículas fueron -recuérdese bien- las reacciones del presidente de la República y su secretario de Gobernación, y francamente grotescas las paces que firmaron Sabina y Felipe Calderón comiendo y bebiendo en Los Pinos para sellar un supuesto "pacto de caballeros".

La primera décima se titula "Joaquín Sabina va y viene":

Desayunos con el Sub,
meriendas con Calderón...
Tan dulce alimentación
lo trae cambiando de club:
hoy se gasta en vaporrub
lo que antaño en coca y ron
y se almuerza, el muy bocón,
todo un senecto festín.
¿Cómo es el mundo, Joaquín,
sin los huevos ni el jamón?


La segunda, "Diálogo en la cumbre":

El “pacto de caballeros”
entre Felipe y Sabina
se consumó en la letrina
con saludo de agujeros.
Los analistas rancheros
condenaron el encuentro:
“No de afuera, no de adentro;
no de izquierda ni derecha…
¡Lo que apesta, pa’ su mecha,
nos llega del mero centro!”




En fin... Son apenas algunas, las menos comprometedoras, de las décimas burlescas que me dio por hacer en el transcurso del año.

12 de diciembre de 2010

Años de furia

...j’avais dix-sept ans et, avide de toute forme d’excès et d’hérésie, j’aimais tirer les dernières conséquences d’une idée, pousser la rigueur jusqu’à l’aberration, jusqu’à la provocation, conférer à la fureur la dignité d’un système.
E. M. CIORAN, “Weininger: lettre à Jacques Le Rider”


Columbia Records, una de las sucursales fonográficas de Sony Music, ha puesto a circular por estas fechas* un álbum doble titulado Metal Works 73-93. Trabajos en metal —o, si usted gusta, metaleros: obras metaleras— de uno de los grupos más grandes en la historia de las guitarras enloquecidas, los tambores apresurados y las voces delirantes: Judas Priest. No se trata, según la compañía productora, de un “Best of...” o cosa parecida, sino de un grueso recalentado conmemorativo que la propia banda seleccionó y puso en marcha. Sea lo que sea, Metal Works cumple su función primordial: uno lo compra y lo desempaca y lo revisa y los diques de la memoria ceden infaliblemente.

Entre 1982 y 1983 los muchachos equiparon sus carros con poderosos estéreos, dejaron que sus melenas cayeran hasta los hombros y se juntaron alrededor de la pista de hielo del hotel Hyatt. Sus himnos de batalla fueron “Blackout”, de Scorpions, “The Number of the Beast”, de Iron Maiden, y “Breaking the Law”, de Judas Priest. La generación anterior había imitado a su modo las violentas costumbres de The Warriors (una película hoy heroicamente descontinuada) y se organizó en bandas que ni en la elección de sus propios nombres consiguieron sacudirse una horrenda herencia biempensante: Roller Skating y los Winners, por ejemplo. Ellos, nuestros guerreros, nuestros vándalos de la holgura y las chemises Lacoste, a diferencia de quienes vendrían a reemplazarlos, a diferencia de quienes ahora nos ocupan, escuchaban a The Police y a Men at Work. Oh brecha de los tiempos. (Para entender o recordar correctamente los panoramas descritos, el lector debe remitirse un momento a las entonces arboladas y enteramente residenciales colonias tapatías de Chapalita, Residencial Victoria, Ciudad y Jardines del Sol, La Calma, Las Águilas y anexas.)

La moda del heavy metal, por aquel entonces, caducó tan repentinamente como entró en vigor. Yo pasé mi primera tarde en la secundaria cuando 1983 finalizaba y Thriller de Michael Jackson trepaba en las listas de popularidad (así se dice, aunque nadie consulte esas listas ni sean en realidad tan importantes). Después, ya pasado el fervor por “Beat It”, las compañías discográficas multinacionales proyectaron un segundo boom del rock pesado. Nacieron grupos como Twisted Sister, Quiet Riot, Mötley Crüe y Ratt, tan veleidosos como endebles, pero que nos sirvieron (a tres o cuatro amigos y a mí) para saber que había otros grupos de carreras y propuestas más sólidas, más brillantes (por oscuras), más deleitables. Conocimos, pues, a Motörhead, a Deep Purple, a Black Sabbath, a AC/DC, a Dio... Y a Judas Priest.

Debo confesar que no todos mis amigos compartían mi devoción por este grupo. En realidad, sólo uno de ellos, Jorge Macías, admiraba tanto o más que este servidor a Judas Priest. En un viaje a la frontera, Jorge consiguió los primeros discos, entre olvidados y míticos, del Sacerdote de Judas o Sacerdote Judío o Judas el Sacerdote (nunca fuimos muy buenos para la traducción): Rock-a-Rolla, Sad Wings of Destiny, Sin After Sin, Stained Class y Hell Bent for Leather, grabados entre 1973 y 1978. Escucharlos era como penetrar los arcanos de un culto minoritario; gracias a ellos comprendimos la esencia de Point of Entry (1981), disco injustamente vilipendiado; gracias a ellos nos familiarizamos con la vocación inquieta y cambiante del grupo, y asimilamos con facilidad las guitarras sintetizadas de Turbo (1986); gracias al conocimiento de aquellos discos, finalmente, pudimos reprocharle a Judas Priest la obstinación de no tocar en vivo canciones anteriores a 1977 (con la excepción honrosísima de “Victim of Changes”).

Debo confesar también que no he escuchado todavía Metal Works 73-93. Nada más con leer los títulos de las canciones y hojear el folleto incluido (fotos, comentarios de los integrantes del grupo y reproducción de las portadas originales de sus discos) tengo para sentirme recorrido por escalofríos adolescentes. Ese temor, que no dudaría en calificar de antiguo, es con el que amenazan las heridas amorosas que no han cicatrizado. Es el temor de revivir una pérdida, de lamentar nuevamente las razones de una separación. Tal vez convenga dejar que la memoria embellezca o disuelva o magnifique las líneas de un rostro que pudo no ser tan hermoso.


*Escribí este artículo en 1993 y lo publiqué, no sin ver cómo se fruncía más de un ceño, en el suplemento Nostromo, del diario Siglo 21. Años más tarde lo desenterré para, con algunos retoques, incluirlo en mi libro Signos vitales: verso, prosa y cascarita (UNAM, 2005). Hoy lo retomo ante la noticia de la gira de adiós de Judas Priest, programada para el año entrante. Ya se ve que incluso el más pecaminoso de los prestes acaba jubilándose...

3 de diciembre de 2010

Delito de propiedad

Hablo un idioma sin labiodentales
ni paisajes fastuosos.
Puedo subirme a un árbol
y mirar desde ahí los predios de la eñe,
la expansión de la ese como un charco
de vinagre o espuma petroquímica,
el hábito encendido de la equis:
literales castillos en el aire.

No le perdono a casi nadie
que se lo adueñe, lo crea suyo,
le imponga su prosodia o apellido.
Lo quiero amordazar. Lo quiero
conmigo todo el tiempo.

Es un idioma un tanto ronco,
más parecido a un monumento
sin cabeza que a una cabeza
monumental. Todo lo ignora:
el nombre científico, el nombre
propio y sus propias reglas
de juego que no tiene quien lo juegue.

Lo que dice lo dice
como si fuera siempre a ser verdad.
Como si todo fuera
verdad. Como si algo lo fuera.


(Este poema está incluido en País de sombra y fuego, libro coordinado por Jorge Esquinca y prologado por José Emilio Pacheco que acaban de publicar Maná, la Fundación Selva Negra y la Universidad de Guadalajara.)

11 de noviembre de 2010

Dónde buscarme

No, por desdicha, en Ur de los Caldeos,
ruina de adobes inmolados
en la sombra lunar de un tiempo infértil.
No buscarme tampoco entre las víctimas
del pasado, el presente y el futuro,
aunque argumentos no me falten
y hasta me sobren quejas y reproches.
Eso, mejor: sencillamente
no buscarme.

Mucho menos debajo de la cama
o atrás de las cortinas:
no estoy en contra de ocultarme,
pero me sé proclive al estornudo
y mis pies los descubren
incluso los radares más ineptos.

En los jueves hay algo que no haría
sospechar la existencia de los viernes.
Recorre la semana;
búscame ahí, en ese doblez
indemostrable, y piensa
que lo mejor será, quizás, no encontrar nada.
Encontrar algo en Ur, en Menfis, en Cartago
puede acarrear pequeñas maldiciones.
Mi ciudad, a su modo, ya está en ruinas.


(Acabo de publicar este poema en el número 16 del suplemento mensual Guardagujas, de La Jornada de Aguascalientes.)

27 de octubre de 2010

Adolescencia

Je parle à mes amis lointains dont l’image trouble
Derrière un rideau de vacarme de cataractes
M’est chère comme un espoir inaccessible
Sous la cloche d’un scaphandrier
Simplement dans la solitude d’une clairière

CÉSAR MORO


El sol, traste de bordes oxidados,
gira, si la mañana está de humor,
a setenta y ocho revoluciones
por minuto.
Tiene grabada una canción por lado
con trompetas de Händel ―irrisorias―
y guitarras endebles de hace un siglo.
Alguna vez fue un dios,
como todas las cosas y las fuerzas,
pero no hay dios que valga en cierta edad
ni redención posible a los catorce,
quince años.
Y este sol yo lo miro en esos tiempos,
y lo puedo mirar porque no arde.

Siempre adoramos dioses obsoletos.
El dios que veneramos
lo amamos ya vencido,
con fracturas de tibia y peroné
o diademas horribles de princesa ultrajada.
El futbolista de la foto,
Jürgen Klinsmann,
hace diez años que se corta el pelo
y en otros diez no tendrá pelo.
Bajo el colchón, revistas calcinadas:
esas damas de antaño
suman hoy, cuando menos, cuarenta primaveras
y el doble de visitas al quirófano.

No parece mentira
que pasen veinte o veinticinco años:
parece la más fiel de las verdades,
verdad como el azúcar en un postre
o el polvo en las persianas de la sala…
Con estas moralejas
hay fábulas por miles, por milenios:
más azúcar, más polvo,
más años y mayor la urgencia
de cantarlo sin dicha y con falsete,
mejor ―de ser posible― con traje azul marino
y versos escandidos con metrónomo.

El que suscribe, triste de reír
sin más alternativa,
se declara insoluble
por veinticuatro pulsaciones
como mínimo,
por lo que duren estos folios
―lado A, lado B―
de vejez achacosa y prematura,
sin otro fin que ahorrar lo suficiente
y reponer el gajo que faltaba
en la epopeya, la oratoria
patriótica y demás
aficiones del héroe jubilado.
Siempre amamos ―lo dicho― al dios cuando se aleja.


(Acabo de publicar este poema en el número 140 de Crítica.)

29 de septiembre de 2010

Cajas de resonancia

para Gil Goldstein


En la vida interesa lo que no es muerte.
En la vida interesa lo que no es vida
ni muerte. Así,
en Desdémona importa lo que no es
anémona. En la vida
interesa lo que no
interesa.



Las palabras dicen
palabras. En el amanecer
está dicho el resto

del día, pero en las palabras
del amanecer sólo está dicho
ese momento. Las palabras

no están dichas. Las palabras
pudieron ser nuestras. Las palabras
lo fueron.



Lo que trae una mano.
Lo que una mano
trae, lo que reduce, hay otra
que lo espera, que se ahueca
por ello y que se vuelve
mano al llenarse de su nada.

El paso que no doy
me tiene con dos pasos pendientes.

El pez que no sujeto
me hace andar mares duplicados,
caminos que figuro al extender cada pierna
y luego no recorro, y luego entre mis dedos
no está el pez.

Lo que una mano
da, lo que una pide,
a eso renuncia. Pide
y espera
y busca
otra mano, y llenarla de su nada.


(Escribí este poema corrigiendo uno anterior al grado de convertirlo en otro. El primero se llamaba "Nuevas cajas de resonancia" y apareció en la revista Parteaguas. Éste se llama simplemente "Cajas de resonancia" porque tales cajas, por lo dicho anteriormente, ya no tienen gran cosa de nuevas. En todo caso, el nuevo, éste, formó parte de la exposición Plástica Tónica, que se pudo visitar en la galería Vértice de Guadalajara el mes pasado. En la foto, mi poema es el texto de la derecha, junto al cuadro de Fernando Sandoval.)

10 de septiembre de 2010

Qué hacer con el verano

...niño sobreviviente
de los espejos sin memoria
y su pueblo de viento:
el tiempo y sus encarnaciones
resuelto en simulacros de reflejos.
OCTAVIO PAZ, Pasado en claro


El de la izquierda es Víctor, mi hermano. Han pasado tres décadas: la foto es de 1973 o, cuando mucho, de 1974. Me dicen que yo, el de la derecha, tengo aquí alrededor de dos años. Puede ser —ya que se trata de conjeturar, y puesto que “alrededor de dos años” no significa dos años exactos— que ni siquiera los haya cumplido aún. Atrás queda el mar y al fondo se perfila un brazo de tierra no muy prominente, quizá el extremo contrario de una bahía que no acabo de reconocer. Pensando en mis dos años, y tomando en cuenta que tal vez no he regresado al preciso lugar de la fotografía, no tengo en realidad manera de saber dónde revientan esas olas. Porque una franja blanca, que imagino espumosa, junta el brazo de tierra con el mar que hay detrás, menos alto que un par de niños en calzoncillos: un mar que, a nuestras espaldas, ni Víctor ni yo podemos ver aunque seguramente nos envuelve, nos amenaza o nos atrae. De modo que revientan olas.

“No es agua ni arena / la orilla del mar...” Parece mentira que la espuma, que no es por un momento agua ni aire, y nunca es tierra, baste para unir dos moles tan formidables como el continente y el océano. (Doy por sentado, así, que la imagen remite al Pacífico y a cierta playa indistinta de Jalisco, Nayarit o Colima.) El mar, que todavía juzgo infinito, no sería en mi niñez más inconcebiblemente grande que la extensión de la tierra. Dos infinitos, pues, al cabo razonables en su inmensidad. La espuma, en cambio, es una especie de infinito reducido: cabe de pronto en el cuenco de las manos y luego se constata que las manos no alcanzan, y sus límites resultan sin embargo lógicos o abarcables para la vista. Tal vez porque la espuma sea no tanto infinita en el espacio como infinita en el tiempo: se forma gracias a un ritmo binario de rompimientos y recogimientos del que no se conocen —vale decir— las puntas, o sea el inicio y el término. Mejor aún: la espuma no es un infinito espacial ni temporal, sino material. En la espuma se concentra y se dispersa el infinito de la materia, o se concentra dispersándose. Orgullosa, la espuma es una exaltación del agua y es, por ello mismo, un devenir que trasciende (hasta negarlo) el ser del agua. La espuma es una orilla. Es lo contrario de un espacio; no se deja poseer ni habitar, así fuera de modo instantáneo. Es una frontera que, al separar dos territorios, deja de pertenecer a ninguno. A nadie. A nada.

Mi hermano apoya las manos en el barandal. Hay un poema de Octavio Paz —no recuerdo cuál exactamente, pero se puede leer al comienzo de Ladera este o al comienzo de Salamandra— en el que aparece, copiado en letra cursiva, este viejo proverbio chino: “No te apoyes, si estás solo, contra la balaustrada”. Mi hermano no está solo. Yo tengo un codo recargado en el mismo barandal y me pongo la mano izquierda frente a la ceja del mismo costado, acaso rascándomela o buscándome la frente. Los calzones me quedan grandes. Pero, si regreso a la mano y a la frente, puedo citar otro poema del mismo Paz —ya se ve que soy todo un enfermo de literatosis, que diría Juan Carlos Onetti— que por estos días he vuelto a leer, interrogado por cierta reportera con motivo del Día del Padre y de la imagen que del pater familias rinden las letras mexicanas: Pasado en claro. En ese poema, en ese libro, Paz consagra diez versos de un conjunto más vasto a la que resultará con altas probabilidades la más intensa y desgarradora evocación del padre (contando la no menos conmovedora, sólo que más extensa y discursiva, de Jaime Sabines) que haya en el corpus de la poesía hecha en México:

Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablamos siempre de otras cosas.


Yo, sin embargo, no pienso en esos versos. Pienso en éstos: “Desde mi frente salgo a un mediodía / del tamaño del tiempo”. Desde la foto, mi propia frente me aconseja qué hacer con el verano, ya que pronto acabará el mes de junio: abrirlo, proyectarlo en mi cuerpo y en mis recuerdos, superponerlo a veranos anteriores y ocultarlo bajo ese mismo pasado, y proyectarlo de nuevo en un cuerpo que ya no es el mío, en recuerdos que me arriesgo a ya no tener si no los hago “del tamaño del tiempo”.



Que mi hermano es mayor que yo, y que ya entonces lo era, es un hecho que dicta y corrobora la evidencia más obvia: él no cupo entero en la foto. De sus pies, que se quedaron al margen del rectángulo, no puedo afirmar nada: son la pura inminencia y, por este motivo, son también el indicio más claro de que hay algo afuera de la imagen. Ese afuera es lo que vuelve ya no digamos verosímil o convincente, sino en verdad real toda pintura o escultura, todo poema o relato que se precie de serlo. Paradójicamente, que haya un afuera es lo que garantiza o posibilita que alguien pueda “meterse” a la pintura, la escultura, el poema o el relato. La foto a la que me refiero no es quizá lo que otras personas llamarían —con suma reverencia— una Obra de Arte, pero sí contiene algo así como un germen de lo que para mí suponen las verdaderas obras de arte: un germen de vacío, en este caso. Un lugar donde guarecerse que también es una forma de la intemperie. Un germen, sí, un aviso: algo de lo que mi hermano se ríe, algo que miro yo (el que soy en la foto, sin duda con un principio de sonrisa) en el objetivo de la cámara.

El barandal, extrañamente, no va más alto que la cintura del niño de la izquierda. Puede ser que los adultos, en ese corredor, merezcan otra balaustrada: el travesaño que los fotografiados tienen detrás de la nuca, el primero, y sobre la coronilla, el segundo. A la derecha de la imagen, apenas insinuada, espera en la sombra una escalera.


(Este pequeño ensayo, que originalmente apareció en Mural hace unos años, forma parte de mi libro Signos vitales, publicado por la UNAM en 2005. Lo retomo ahora por vil y vulgar nostalgia.)

25 de agosto de 2010

Paseo Dahlmann-Quijano

...don Quijote quiere darnos música, y no será mala, siendo suya.
CERVANTES, Don Quijote, II, 46


Jorge Luis Borges declaró alguna vez que las novedades le importaban menos que la verdad. “He cumplido sesenta y tantos años”, dijo literalmente hacia 1965; “a mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero.” Tiempo atrás, Borges había comenzado sus “Magias parciales del Quijote” (artículo de 1949 recogido en Otras inquisiciones, libro de 1952) por el mismo rumbo: “Es verosímil que estas observaciones hayan sido enunciadas alguna vez y, quizá, muchas veces; la discusión de su novedad me interesa menos que la de su posible verdad”. Ambos dichos, con la ironía propia de tales cosas, implicaron sin embargo —eran años, aquéllos, que anunciaban ya el boom de la narrativa experimental— una estricta y profunda novedad en su momento. Preferir la verdad, por vieja o manoseada que parezca, en lugar de la innovación formal, que puede no trasponer una lucidora superficie o apenas engrosar el inventario de los errores humanos, resulta para empezar una toma valiente de partido y viene a ser, en los mejores casos, el distintivo más genuino de la mejor creación artística. Imaginar o inventar porque no queda otro remedio, poniendo la invención y la imaginación al servicio del aprendizaje y de los esfuerzos que lleva implícitos, tiene que ser por fuerza diferente que imaginar o inventar porque sí, al margen de la necesidad. Y en la buena literatura se inventa porque no queda otro remedio, porque hace falta conocer o entender algo y porque nada más la ficción vale ahí como herramienta, como asidero, como salvación.

A propósito de uno de sus cuentos, “El Sur”, Borges afirmó en el prólogo a la segunda parte de Ficciones (edición de 1956): “es acaso mi mejor cuento”. Acto seguido esbozó, de modo no menos escueto, una misteriosa interpretación del texto: “básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo”. Todo esto es bien sabido por lectores abundantes de Borges, de manera que recordarlo no es por supuesto inventar nada. La historia que se narra en “El Sur” es la de Juan Dahlmann, “secretario de una biblioteca municipal” atenazado por “los años, el desgano y la soledad” y condenado estúpida, brutalmente a morir por un accidente doméstico.

He dicho: condenado a morir. Lo cierto es que Dahlmann sobrevive al accidente, o sueña que no muere. Dahlmann, al salir del hospital, decide convalecer en el campo, en la llanura: en el Sur del título. Antes de llegar a su finca de provincia, Dahlmann se detiene a comer en un “almacén”, esto es: en una fonda o cantina popular. Unos borrachos le buscan pleito, y la circunstancia lo empuja por último a no rechazar ese combate de navajas que tal vez lo matará definitivamente. Leves detalles de la escena (como el hecho de que lo llame por su nombre un aparente desconocido) marcan al sesgo el entendimiento que, sin formarse del todo, tiene Dahlmann de su propia experiencia. El “otro modo” en que puede leerse la narración —ya se adivina— es heroico y fantástico: el protagonista corrige, al agonizar, la muerte hospitalaria y chapucera que le reservó un mero accidente, y procede a morir en cambio por su arrojo y con plena conciencia. “La segunda lectura”, como habrá comentado Emir Rodríguez Monegal, “puede ser fantástica: en vez de morir peleando un duelo a cuchillo en el Sur, Juan Dahlmann muere antes, y realmente, en la sala de operaciones, mientras delira con el imposible retorno a sus raíces.” Quedaba por decir, en efecto, que Dahlmann es un apasionado lector de relatos costumbristas, habitados por cuchilleros tremendos y valerosos.

No mencioné al azar, líneas arriba, el ensayo de Borges titulado “Magias parciales del Quijote”. Por mucho que lo desdeñara en charlas intempestivas, Borges amaba el Quijote de Cervantes y lo criticaba en ese tono que muchos han juzgado poco menos que irrespetuoso y en exceso impaciente, cuando no avasallador, pero que no es en el fondo más que pura interrogación, deseo de conocimiento —sincero al cabo, aunque descortés— y, en consecuencia, verdadero impulso de conciliación. La sola historia de Juan Dahlmann, como yo quiero demostrarlo, prueba con elementos conmovedores la necesidad que Borges tuvo de comprender y, mejor aún, de acercarse a la novela mayor de Cervantes y de la entera modernidad occidental. En muchas ocasiones (la práctica del juego infantil, sin ir más lejos, apunta en esta dirección) lo mejor no es tanto analizar un objeto como reproducirlo a escala y de manera sintética para entonces aproximársele con propiedad. Y así como hace falta ver contra un fondo negro una taza de café para entender, por el humo, que todavía está caliente, así también el modelo sintético es entendido por su contraste y su proximidad con el original que representa. El esfuerzo que Borges emprendió para comprender el Quijote acaso llegó a su punto más hondo cuando el argentino escribió “El Sur”.

Hablo, sin más, de leer el Quijote como si fuera “El Sur”. Hablo también de leer “El Sur” como si fuera un modelo comprensivo del Quijote. Un hidalgo más o menos entrado en años, llamado probablemente Alonso Quijano, Quijana, Quesada o Quijada, que añora la valentía de ciertos caballeros novelescos y resuelve, aconsejado por el delirio, salir al campo en busca de aventuras, acaba teniendo mucho de Juan Dahlmann. Al comenzar el Quijote, apenas en el capítulo IV de la primera parte, Quijano es apaleado hasta el cansancio por un mozo de mulas “que no debía de ser muy bien intencionado” y que, justo es decirlo, no hace más que aprovechar un tropezón de Rocinante, caballo del hidalgo. De aceptar el “otro modo” en que puede interpretarse la historia de Juan Dahlmann, y convenido el paralelo Dahlmann-Quijano, valdría conjeturar que don Quijote muere (por culpa, ya se ha dicho, de un accidente) al empezar la novela que lleva su nombre. Y que, al agonizar, es dado al personaje reanudar su aventura en una especie de prórroga, una suerte de vida extraordinaria, si bien ha de vivirla en presencia de gente vulgar y de negocios triviales que su fantasía transformará en personas eminentes y deberes insoslayables. También le será dado el privilegio de hallar un formidable amigo, Sancho, que asistirá por fin a su muerte de héroe.

Deseoso de leer “un ejemplar descabalado de las Mil y una noches” que recién ha conseguido, Juan Dahlmann descuida el paso y sufre un accidente quizás mortal. Su pasión de lector, como a don Quijote, lo habrá condenado trágicamente. Pero las invenciones y los delirios de su lecho de muerte, y el intenso deseo de no morir sin gloria, y la imaginación en suma, lo habrán salvado como salvaron a su insospechado ancestro manchego.


(Publiqué hace más de siete años, en enero de 2003, este artículo en Mural. Hoy lo retomo con el pretexto de los 111 años del nacimiento de Borges, festejados ayer.)

17 de julio de 2010

De rostros, olores y humores

Enrique G. Gallegos, Poesía mayor en Guadalajara. Anotaciones poéticas y críticas, Guadalajara: Secretaría de Cultura de Jalisco, col. Páginas de Poesía, 2007, 45 pp.


Si no difícil, es cuando menos laborioso acumular una verdadera bibliografía crítica sobre la poesía de Jalisco. Las antologías abundan, cómo no, pero sus prólogos y anexos apenas logran interesar a quienes buscan algo más que vagas justificaciones e insípidos motivos geográfico-cronológicos. Por un presumible afán compensatorio, los autores de antologías tienden a presentar alegatos a favor del texto por el texto mismo y otros refranes que no logran distraer a sus lectores de la pregunta más elemental: ¿por qué limitarse a representar la poesía de Jalisco si Jalisco, al igual que las demás entidades de la república, ni siquiera en lo político es verdaderamente autónomo, ya no se diga en lo literario y lo lingüístico, además de que rara vez las obras poéticas llegan a relacionarse a fondo con la realidad administrativa del espacio en que fueron escritas? Nada es más fácil que reducir al absurdo la noción de “poesía de Jalisco”: ¿es jalisciense un poema escrito en la colindancia de Zapotitlán de Vadillo, Jalisco, y Comala, Colima, pero todavía “en la parte de acá”? Y, en caso de serlo, ¿qué se gana con dejarlo asentado?

Enrique G. Gallegos, en su Poesía mayor en Guadalajara, elude para empezar la cuestión jalisciense, por así decirlo, y decide centrarse con toda cordura en la ciudad que se menciona en el título. Como toda ciudad, Guadalajara es un organismo concreto, no un plano expuesto en las oficinas del Gobierno estatal, como sí lo es Jalisco. La cohesión propia de una ciudad, tanto en lo social como en lo urbanístico, se da por descontada con la existencia misma del asentamiento, y es posible llegar a pie desde San Juan de Ocotán hasta Tonalá (o, si se prefiere, de Puerta de Hierro a la colonia Jalisco: de poniente a oriente, del “coto” millonario al “fraccionamiento” paupérrimo) sin abandonar las calles en favor de otras vías de acceso. Ésa es la cohesión que, a primera vista, Gallegos ha querido explotar: la que permite ir de Ricardo Castillo a Raúl Aceves, de Ricardo Yáñez a Patricia Medina y de Raúl Bañuelos a Jorge Esquinca —y éste, que conste, no es el orden en que irán citándose y escalonándose tales nombres en Poesía mayor en Guadalajara, sino el orden aleatorio en que yo he redactado esta frase— sin apartarse de la ciudad en que dichos poetas han coincidido en los últimos años.

Al comenzar decía que no es cómodo elaborar una verdadera bibliografía crítica sobre la poesía más o menos reciente de autores avecindados en Guadalajara o, en general, en todo Jalisco. No lo es porque no existen, fuera de las antologías, ni panoramas ni libros de texto, ni monografías ni estudios pormenorizados que al mismo tiempo sean accesibles, razonablemente fáciles de consultar y cotejar, y estén bien escritos (o por lo menos libres de improvisaciones parlanchinas, juicios temerarios y “opiniones” rebeldes a la sintaxis y a un mínimo sentido de la información). Sólo queda resignarse a merodear en alteros de tesis casi siempre decepcionantes, revisteros cada vez menos alentadores y hemerotecas en las que la reseña de poesía fue convirtiéndose poco a poco, desde mediados de los años 90 del siglo pasado, de género escaso en material raro y de material raro en ausencia perfecta. Lo que sí ha conocido un auge muy revelador en blogs, correos electrónicos en cadena y presuntos “grupos de discusión” en internet ha sido la difamación, ora injuriosa, ora calumniosa, tan profunda y edificante como siempre.

Ante semejante pobreza, saludar la publicación de Poesía mayor en Guadalajara es lo primero que debe hacerse, ya que se trata de un libro manejable y ordenado que, a pesar de los defectos que sin duda lo vuelven cuestionable, no tiende al insulto ni al disparate. Lo componen, en apariencia, seis textos, pero en realidad es oportuno contar nueve: seis ensayos en torno a la poesía de Patricia Medina, Ricardo Yáñez, Raúl Aceves, Ricardo Castillo, Raúl Bañuelos y Jorge Esquinca, respectivamente, más una nota inicial o “Advertencia”, una “Presentación” y un epílogo titulado “Convergencias, divergencias” (y no, al revés, “Divergencias, convergencias”, como asegura el índice). A la “Presentación” del volumen le corresponde acotar el objeto, a saber: la obra de los poetas referidos, en consideración de la “trayectoria que avala su importancia”, del hecho de presidir “grupos que privilegian, fomentan y comparten ciertas formas de concebir y hacer poesía” (fenómeno constatable hoy por hoy, desde mi perspectiva, en el caso de Medina; ya superado en los de Yáñez, Bañuelos y Esquinca; y harto improbable tratándose de Aceves y Castillo) y porque “también se han constituido en centros de poder e influencia gubernamental, mediática y social” (afirmación, esta última, que no sé si me irrita o me divierte, por descabellada). En cambio, al epílogo le toca desmentir algunos de los presupuestos de la introducción, entre otras cosas porque Gallegos pone tierra de por medio y asegura que su propia materia de análisis, la que nadie sino él decidió perfilar e interrogar, la misma en cuya “resonancia” Gallegos había escuchado el “clamor inmediato de la poesía”, le “deja” de golpe “una sensación ambivalente”:

Si bien por momentos encuentro poemas que atraen por sus imágenes, contenido, ritmo, pulcritud y plasticidad, la confabulación del lugar común, el descuido, el exceso o defecto retórico, el desgaste semántico y el prosaísmo parecen confirmar la imposibilidad del “gran autor”.


Si la insatisfacción de Gallegos parece justificada en un principio, también cabe preguntarse hasta qué punto ha sido el propio ensayista quien, después de convocar a la reunión, ha resuelto sabotearla con exigencias que sólo competen a sus muy personales expectativas, no a las probables aspiraciones de sus invitados. Amigable con Bañuelos, propenso a impacientarse con Esquinca y tibio, cuando no indeciso con Medina, Yáñez, Aceves y Castillo, Gallegos únicamente parece hallarse a gusto consigo mismo, con su búsqueda particular (en el estilo ajeno, quiero decir) del equilibrio sin rigidez, la emoción sin cursilería, la reflexión sin frialdad, la originalidad sin afectación y la simplicidad sin lugar común, ideales abstractos que por lo visto no han llegado a realizarse aún en poemas de los autores estudiados. Gallegos toma incluso la triple decisión de no citar ninguna fuente indirecta de consulta, de no relacionar a los poetas de su corpus entre sí ni con otros poetas de otras épocas o lugares y de no consignar las fechas de publicación de las obras a las que se refiere. Percibo en esto, de parte del crítico, un propósito que sólo puedo calificar de más artificioso que humanístico: el de configurar un escenario ad hoc para enseguida colocarse, ya preparada la cámara fotográfica, en primer plano; propósito que, de verse confirmado, haría de Poesía mayor en Guadalajara un libro cuyo interés radicaría no tanto en la valoración de los poetas analizados como en el protagonismo del analista.

En este orden de ideas, importa subrayar que Poesía mayor en Guadalajara da inicio con una especie de profesión de fe, una suerte de pliego deontológico en el que se van acumulando, sin orden aparente, párrafos que son en realidad aforismos o apuntes lapidarios en torno a la crítica de poesía. Se trata de asertos más bien sibilinos, de ingrata dilucidación, como es el caso del primero de todos ellos: “La crítica sólo adquiere sentido cuando se equivoca; cuando acierta, el poema no mereció la pena”. La cita es ejemplar: Gallegos no aclara en qué circunstancia puede considerarse que un texto crítico adquiera o pierda “sentido” ni en qué puedan consistir sus equivocaciones o aciertos, de modo que aceptar o rechazar el aforismo es tan arbitrario como el acto mismo de formularlo. En otros casos las proposiciones de Gallegos parecen comprensibles, pero su verdad es tan evidente que uno teme que se trate de meras obviedades, como en la última declaración: “La crítica debe ser pública. Lo otro es el chisme, el rumor, la calumnia, el infundio y las envidias. El crítico siempre tiene rostro, olores y humores, pero sobre todo acude al llamado de una vocación” (y todo el mundo está de acuerdo, pero apenas tiene caso estarlo).

Me atrevo a pronosticar que Poesía mayor en Guadalajara no dejará contento a nadie: algunos de sus lectores tendrán que ir en busca de información complementaria y otros no acabarán de hallar suficiente claridad expositiva en sus páginas. Con todo, Enrique G. Gallegos ha corrido el riesgo de colocarse ahí donde ni el magisterio escolar ni la mera promoción de las novedades editoriales tienen la menor importancia. Para mí, ejercer la crítica literaria por obligación académica es tan improductivo como practicarla por atavismo periodístico, de tal suerte que Gallegos me parece un escritor auténticamente digno de atención. Queda por esclarecer si la vocación y el apasionamiento personal bastan para obviar otras urgencias más humildes del trabajo crítico.


(Acabo de publicar esta reseña en el número 25 de la Revista de Humanidades del Tec de Monterrey.)

3 de julio de 2010

Verdadero corazón, corazón verdadero

al entregársele a Miguel León-Portilla
el premio Juan de Mairena


Puede suponerse que recibir a Miguel León-Portilla en el recinto principal de la Universidad de Guadalajara y escucharlo con atención y gratitud es no solamente lógico y normal, sino incluso predecible, tratándose de un profesor de reconocimiento universal, autor de libros decisivos para la formación de una conciencia, de un criterio y de un gusto sin los cuales resultaría imposible comprender el México de nuestro tiempo. Lo que no parece tan predecible, sin embargo, es rendirle homenaje desde la poesía, es decir: no tanto desde la conciencia, el criterio y el gusto histórico, etnográfico y lingüístico, sino desde un saber, un hacer y un sentir específicos de la palabra rítmica, de la imaginación, la emoción y el conocimiento propios de la lírica.

Ello es precisamente lo que hacemos ahora: escuchar en Miguel León-Portilla lo que hay en él de profundo estudioso de la poesía, lo que hay en él de profesor de poética y de historia de lo poético, lo que hay él de traductor de poemas, lo que hay en él de poeta. En efecto, las jornadas del tercer Verano de la Poesía en Guadalajara llegan esta noche a su punto culminante con la entrega del premio Juan de Mairena, y será el profesor, antropólogo, historiador, traductor y poeta nacido en 1926 quien reciba este año dicho reconocimiento simbólico, materializado en una obra de arte.

Entregado en Guadalajara en tres ocasiones, con ésta, el premio Juan de Mairena es un regalo humilde y concreto, no un fasto de alfombra roja ni un ceremonial de vaguedades. En un tiempo y en una sociedad proclives al entretenimiento pasajero, a la desmemoria y al sensacionalismo, el premio Juan de Mairena se concibe como una mínima defensa de la palabra, el entendimiento y la cultura en sus más entrañables acepciones.

Juan de Mairena, el personaje y alter ego de Antonio Machado, era un poeta modesto y un apasionado profesor de retórica y poética. El premio que lleva su nombre ha sido creado para celebrar la enseñanza de la poesía. Quienes han recibido este premio (Ernesto Flores y Raúl Bañuelos, en 2008 y 2009 respectivamente) son poetas notables pero también, y ante todo, maestros, editores o coordinadores de talleres, promotores entusiastas y amigos, en síntesis, de la poesía entendida como tradición y como vocación, como arte y como estilo de vida. Darle a Miguel León-Portilla el premio Juan de Mairena es ofrecérselo a un poeta docto, al discípulo de Ángel María Garibay, al experto en describir e interpretar los códices del antiguo mundo náhuatl, al divulgador de los entrañables consejos familiares conocidos como huehuehtlatolli, al traductor en verso libre del Nican mopohua; es ofrecérselo, en fin, al sabio que sonríe con la palabra en la punta de la lengua.

Mundialmente famoso por sus aportaciones al conocimiento del idioma y la literatura náhuatl, Miguel León-Portilla es un auténtico trabajador de la palabra. No es exagerado afirmar que León-Portilla es un profesor genuinamente venerado por sus discípulos, como tampoco lo es que se trata de un ensayista primordial y un traductor de poesía de importancia máxima en el orbe de la literatura mexicana contemporánea. Es, también, quien más énfasis ha puesto en la dimensión ética de la poesía tal y como la entendían y practicaban los antiguos mexicanos. Recuérdese, por ejemplo, el llamado “Poema de Temilotzin” (en la traducción, claro está, de León-Portilla):

También yo he venido,
aquí estoy de pie:
de pronto cantos voy a forjar,
haré un tallo florido con cantos,
¡oh vosotros amigos nuestros!
Dios me envía como un mensajero,
a mí transformado en poema,
a mí Temilotzin.
He venido a hacer amigos aquí.


Añádase a esto la conclusión a la que llegan los poetas o cuicapique reunidos en el hondo y rico “Diálogo de la flor y el canto”, sin duda el mayor documento que se conserva respecto a la noción que nuestros antepasados llegaron a formarse de la poesía. Convocados por el señor Tecayehuatzin para conversar en sus jardines de Huejotzingo en algún momento del siglo XV, los interlocutores de aquel diálogo comparten ideas a propósito de la vida, su extremada fugacidad y sus placeres intermitentes, y al hacerlo hablan siempre de “la flor y el canto”, esto es: de la poesía. Es el mismo Tecayehuatzin quien da término al diálogo evocando “el sueño de una palabra” y desgranando una bella metáfora: la del maíz, dorado alimento en la juventud, adorno rojizo en la vejez. Tecayehuatzin lo redondea todo enunciando la finalidad última de la poesía, gracias a la cual

¡Sabemos que son verdaderos
los corazones de nuestros amigos!


Esa verdad cordial —a nosotros nos consta— suele cobrar su mejor forma en las frases, en las palabras de los poemas. Con esa verdad, con ese corazón por delante de cualquier otra cosa, queremos acoger esta noche al maestro y al amigo.


(El pasado viernes 25 de junio, Miguel León-Portilla recibió en el paraninfo de la Universidad de Guadalajara el premio Juan de Mairena. La entrega del premio, como es costumbre, formó parte del Verano de la Poesía en Guadalajara. Esto es lo que leí esa noche.)

16 de junio de 2010

El centro de la equis

Cabe imaginar, suponer o postular a dos jugadores ante un par de tabletas de cartulina. O acaso a tres jugadores. O acaso a uno solo. Cabe imaginar o suponer que uno de ellos, cualquiera, el único, el que primero ha tenido el atrevimiento, ni ungido ni señalado, en modo alguno definido por instancias previas, gloria o poder, cualquiera, toma un dado negro, un dado blanco, y los arroja simultáneamente con el fin —todavía incomprensible— de marcar una posición original. Mueve, siguiendo la suma de los dados, una ficha, la de color azul, por el eje vertical de una tableta, llamada la Tabla del Vacío. Desciende, si arrojó un ocho, hasta el casillero de lo justo. Lanza otra vez los dados y merece un siete: lo múltiple. Recibe de lo más alto de la misma columna este verbo conjugado: discierne. Cambia de tableta y reanuda la operación. Está en la Tabla del Deseo, por la que desliza una ficha roja. Con el siete desciende hasta la energía y avanza, con el doce, hasta el entusiasmo. Puede así formular un “mandato”: Lo justo de lo múltiple discierne la energía del entusiasmo. A lo que se agrega: en doce versos.

Este “mandato” no significa en verdad nada. El jugador lo escucha sin traducirlo, sin querer comprenderlo. Trata de ajustarse a la pura conminación: trata de respetarla, ciñéndose a una exigencia duplicada: el aprendizaje de una carencia, por una parte, y el impulso de recubrirla o de colmarla, por la otra. Vuelve a tomar los dados. La inminencia del vacío, el apremio del deseo: ambos retos, ambos temores, ambas incitaciones lo llevan a requerir una memoria —explorando, con ello, un laberinto: explorándolo, estructurándolo y extraviándose, al recorrerlo, en él. Lo explora sabiendo que un mandato le ha sido impuesto, un mandato cuya satisfacción tendrá la forma de un poema en doce versos o “frecuencias rítmicas”. Se le presenta un Libro de la Memoria (el ya mencionado laberinto) y en él cuatro zonas o capítulos que irán abriéndose por voluntad manifiesta del jugador: Tiempo, Espacio, Persona y Experiencia. Le parece que un primer verso, no por lo justo de lo múltiple ni por la energía del entusiasmo, sino por el verbo discernir, conjugado en presente y en tercera persona del singular, debe salir del capítulo Persona y seguir el catorceno de sus veintiséis rumbos: “el + sustantivo”. Los dados le devuelven un dos, el blanco, y otro dos, el negro. Ese dos repetido es un verso del Libro de la Memoria: “el aliento desencadenado que ritma la tormenta”. La forma y el tono de la frase, y el imperativo del mandato, le hacen elegir de nuevo la Persona y seguir, en ese capítulo, el cuarto rumbo: masculino, singular, tercera persona. Lanza un cuatro y un uno: “su sombra, anticipándose a su paso, lo protege”. Lo que parecía destinado a ser el sujeto de la frase: “el aliento desencadenado...”, resulta su complemento. Invoca otros nombres, elige diferentes entradas, junta los doce versos, les da una puntuación y cumple, a su modo, al modo ajeno del azar y la congruencia objetiva, la congruencia de los instintos, con el mandato:

El aliento desencadenado que ritma la tormenta:
su sombra, anticipándose a su paso, lo protege.
Hoy me palpo el mentón en retirada,
siento el redoble con que me convocan a tierra de nadie
y el poema asciende y cubre con sus dos alas el abrazo de la noche y el día.

¿Quién sabe sentir lo que siente?
No hay que llorar: ¡silencio!
Al fondo del dominio personal
todos han intentado, encontrado, perdido.
Todos caen y caen y van perdiendo el bulto en la caída.

Si vas despacio, el tiempo va detrás de ti, como un buey manso.
Lo mejor es un sueño, completamente borracho, sobre la arena.


Pierre Reverdy, en dos ocasiones; César Vallejo, Olga Orozco y Octavio Paz; Fernando Pessoa, Antonio Machado, Novalis, William Butler Yeats y Gonzalo Rojas; Juan Ramón Jiménez y Arthur Rimbaud. Con este once, audaz alineación que no por ser inusitada es menos lógica, el jugador confirma que la poesía y las máquinas —o, más precisamente, la operación mecánica y la operación poética— pueden, a veces, congeniar. Congeniaron ya, por supuesto, en la “máquina de trovar” o aristón poético de Jorge Meneses, personaje inventado por Juan de Mairena, personaje inventado por Antonio Machado. Congeniaron también, con diferente propósito, en el Anapoyetrón de Pierre Émile Aubanel, físico y lingüista imaginado por Salvador Elizondo. En palabras de Jorge Meneses, la máquina de trovar es una especie de instrumento de medición que “no registra en cifras, no traduce a lenguaje cuantitativo la lírica ambiente, sino que nos da su expresión objetiva, completamente desindividualizada, en un soneto, madrigal, jácara o letrilla que el aparato compone y recita con asombro y aplauso de la concurrencia”. La máquina de Aubanel, por el contrario, fue diseñada con el fin de “hacer reversible el proceso por el que la energía del poeta se concentra en el poema”. El aristón captura la energía o denominador común de un grupo de personas y compone, con ese impulso, un texto al gusto de todas ellas; el Anapoyetrón, por su parte, descompone los textos ya existentes para condensar la energía que fue necesaria para componerlos.

En este sentido, La máquina del instante de formulación poética, esto es: el trabajo de “reconstrucción” que ha preparado Ricardo Castillo, la máquina propiamente dicha y los textos que la describen, funciona tanto por fisión, aislamiento y clasificación de ciertos componentes verbales —los versos de su Libro de la Memoria o banco central de unidades rítmicas, de frases— como por fusión y configuración de nuevos poemas. Hereda su optimismo constructor de la máquina de Meneses, que tiende a generar poemas, y resulta inimaginable sin la resignada trituración de la máquina de Aubanel, que tiende a restituirlos al vacío y a la nada. Como en estas notas, en el trabajo de Castillo (no es válido llamarlo apenas “libro” ni “juego”) el caos tiene un papel determinante. De ahí las dificultades que supone su presentación.

En efecto, la presentación de La máquina del instante de formulación poética supone a la vez una dificultad material y otra que se diría de fondo, si bien la primera no se vuelve con ello superficial. Por una parte, la máquina existe como CD-ROM interactivo y como juego de mesa. Por la otra, es a la vez un artefacto lúdico y un dispositivo de reflexión estética muy profundo y brillante. No hay sino el gusto de cada quien para solventar la primera dificultad: yo he preferido el juego de mesa, con sus tabletas y sus dados concretos, corpóreos, “tridimensionales”. Otro es el dilema de fondo, que hace de la máquina un bello pasatiempo, un oráculo a veces perturbador y siempre generoso, un instrumento pedagógico (“Claro está que su valor, como el de otros inventos mecánicos, es más didáctico y pedagógico que estético”, decía ya Machado acerca de la máquina de trovar) y una “humilde mansión” cuyas recámaras, pasillos y escaleras corresponden a la ingeniería del “conocimiento poético”, a su alternancia de limitaciones formales y aperturas a lo ilimitado.

Sugiere también Machado que su máquina de trovar, por más que opere siempre, sin excepción, de modo completamente impersonal, es en el fondo una máquina de sentir. No, desde luego, porque la máquina sienta nada; pero sí porque sus funciones posibilitan la expresión de afectos conocidos y la irrupción de afectos ya menos frecuentes, más complejos. La máquina, entonces, no es en todo analítica: es, en la constitución de los poemas que le dan coherencia y prestigio, sintética. Lo mismo puede afirmarse de la máquina de Castillo, que —según el propio “reconstructor”— es un tenue reflejo de otro aparato, esbozado por un tal Ximénez y anulado, por sí mismo extinguido en el apogeo de su funcionamiento. Así, la máquina de Ximénez, arquetipo de la máquina de Castillo, debe catalizar la “inexpresable nada” (Ungaretti) desapareciendo en ese vacío que precipita. Y es por ello, como la de Machado, una máquina de sentir: la experiencia viene a ocultar en ella el método que pudo suscitarla. El transcurrir, el discurrir y la sucesión desaparecen al provocar el instante.

La máquina del instante de formulación poética se compone, pues, de un relato: X, un sustancioso glosario y un juego de mesa. El relato es, en importantes proporciones, fantástico: a medida que se acerca el final, su marcada vertiente de “sobrenaturaleza” toma el rumbo de un clímax que sólo puede ser el de la desaparición mágica del aparato. Tanto el glosario como el juego de mesa contribuyen a la doble composición —calculada e incalculable— del trabajo entendido como totalidad.

Me gustaría subrayar, por último, la importancia de los mandatos en el funcionamiento de la máquina. En ellos, por disposición del azar, que incide sobre un par de cuadrantes nocionales muy próximos al Tarot: las antedichas Tablas del Vacío y del Deseo, quiere sustituirse o representarse la urgencia de la inspiración, ese apremio que algo ajeno al poeta lo mueve a conocer de pronto una forma peculiar de atención, una extraña receptividad que implica la disolución de la persona como entidad activa, dueña de su voluntad, capaz de proponer, emprender o comenzar algo. Sobra decir que tal disolución es la gran ausente, o cuando mucho el comparsa ilustre o convidado de piedra, callado y más o menos vergonzante, de un amplio sector de la investigación literaria contemporánea. El trabajo de Ricardo Castillo es, entre muchas otras cosas, una rehabilitación poderosa, imaginativa y sonriente de la inspiración como fenómeno estricta y específicamente —no, en cambio, exclusivamente— ligado a la creación verbal. En mi lectura, el mandato es aquí el nombre que recibe la conminación o mandamiento silencioso (l’injonction silencieuse) que para un poeta francés, Jacques Dupin, es condición, característica y naturaleza, en diferentes etapas, del trabajo poético. La inspiración está en el centro de la equis, en la inicial misteriosa de Ximénez, en el vacío propulsor de todo acontecimiento poético genuino.


(Si calculo bien, hace ocho años leí estas notas en la presentación de La máquina del instante de formulación poética, de Ricardo Castillo. Después, en 2004, incluí el texto en mi libro Lámpara de mano. Ahora lo recobro porque de alguna forma viene a completar o enriquecer cosas dichas en la entrevista con Castillo que había publicado en este blog hace no muchos días.)

27 de mayo de 2010

Avanzar al sesgo

ENTREVISTA CON RICARDO CASTILLO

Es común asociar el nombre de Ricardo Castillo (Guadalajara, 1954) con cierta especie de vandalismo literario no desprovisto de ingenuidad que sacudió los hábitos y jerarquías estéticas de una década, la de 1970, y los comienzos de la siguiente. Refiriéndose a determinado ambiente o microclima poético, Evodio Escalante ha declarado que “la publicación de El pobrecito señor X de Ricardo Castillo tuvo el efecto de una bomba en una tranquila reunión de comensales”. Dicho ambiente o plácida reunión, desde luego, es el mismo en el que Octavio Paz alcanzó una posición de predominio definitivo y en el que despuntaron, también definitivamente, algunas figuras del Medio Siglo mexicano (Rubén Bonifaz Nuño, Ramón Xirau, Carlos Fuentes) y otras de la generación vinculada con la Casa del Lago (Salvador Elizondo, Tomás Segovia, Juan García Ponce, Inés Arredondo, Jorge Ibargüengoitia, Fernando del Paso).

En efecto, el Señor X de Castillo hizo las veces de abanderado —no siempre con el consentimiento de su autor— en muchas batallas de la contracultura nacional, curtida en la necesaria rememoración de Tlatelolco ’68 y el no menos importante apoyo a los numerosos movimientos que tomaron forma tras la matanza. La primera edición del poemario en 1976, así como su posterior y más conocida reedición junto con La oruga en 1980, conserva todavía un aura simbólica de agente provocador y artefacto peligroso en los textos y opiniones de críticos, profesores y aficionados en general a la poesía. Con todo, es un hecho que semejante reputación de angry young man o “niño malo” acabó empañando la correcta lectura de aquel volumen y de los que vinieron después, al grado que una de las mejores y más recientes publicaciones de Castillo (me refiero a Borrar los nombres, de 1993) ha sido muy escasamente leída entre los mismos críticos, profesores y aficionados.

En la siguiente conversación, sostenida en diversos momentos de abril y mayo de 2004, en vísperas del quincuagésimo cumpleaños del poeta, son abordados en forma oblicua y sesgada los poemarios conocidos de Ricardo Castillo (los ya mencionados Borrar los nombres, La oruga y El pobrecito señor X, además de Concierto en vivo, de 1981, Como agua al regresar, de 1982, y Cienpiés tan ciego y Nicolás el camaleón, de 1989) y se hace mención directa del estupendo relato y juego de mesa titulado La máquina del instante de formulación poética, editado en 2001. No está de más advertir que La máquina… es un trabajo inteligente y sofisticado, amén de agradable y profundo, que plantea en la práctica muchas de las cuestiones tratadas a continuación (es decir, muchas de las cuestiones fundamentales de la expresión lírica moderna). Inteligencia, sofisticación, amenidad y profundidad que confirman algunas de las ideas que ya circulaban a propósito de Castillo al tiempo que rectifican y enderezan otras —la natural brutalidad, el presunto salvajismo del poeta— que ya no tiene caso defender ahora, por falsas e inoperantes.

Recuerdo haber leído hace algunos años una declaración tuya que me impresionó mucho. Decías entonces que tu primer libro, El pobrecito señor X, nació a partir de una idea concreta: la de componer una especie de cómic o historieta urbana en verso. Y que tus otros libros también respondían a esquemas narrativos más o menos identificables: La oruga y la ópera-rock (o, en su defecto, el disco conceptual de cuatro lados), Concierto en vivo y el espectáculo de rock en directo, Como agua al regresar y la novela, Nicolás el camaleón y el guión de cine... ¿Qué relación profunda percibes entre las formas típicas de la narración y tu propio trabajo lírico?

En el caso del Señor X, como lo veo en este momento, no es que haya “nacido de la idea” de hacer el cómic, sino de haber encontrando en el tono de lo que iba escribiendo esa sugerencia de composición. Al margen del interés puramente rítmico y sonoro que, según yo, tira de más adentro en una situación creativa inicial, creo que desde un principio hay una intención narrativa que ciertamente abarca todos los poemarios que mencionaste, lo cual se debe —supongo— a que mi ingreso a las letras está determinado por el acento experimental. Un gusto generacional por hacer la critica del mundo y, en este caso, la crítica del Poema. Sin embargo, esa relación profunda entre la narración y el trabajo lírico me gustaría encontrarla (y si no encontrarla, sí al menos verla aludida) en la necesidad narrativa misma, no tanto porque brinde la posibilidad de contar un argumento sino por el problema (o acertijo) que plantea una historia cuando se trata de contarla poéticamente. Creo que en todos los poemarios antes mencionados hay una intención, sin duda no exenta de fallas, por homologar el canto y el cuento. Sin embargo creo que lo que verdaderamente pesó y determinó la escritura de tal o cual poemario (con tal o cual “modelo” narrativo) tuvo que ver, de entrada, más con el gusto por el verso y el poema que con cualquier voluntad anterior por estructurar una narrativa x. Del ritmo del verso, de su música, se deducía el resto. Creo que el poema y los poemarios se hacen a partir del verso, y sobre todo desde sus partículas. Antes que pretender cualquier narratividad, pretendía hacer primero un poemario que fuera una entidad rítmica y sonora. Al margen del diseño del verso en términos visuales, creo que siempre asocié —a la hora de escribir— el poema y la experiencia oral. Me parece que siempre he escrito versos prestando atención especial a lo que en ellos suena. “El verso lírico que nada cuenta y el cuento que nada canta podrían relativizar sus contenidos y complementarse”, me dije, tal vez ingenuamente.

Y ahora, casi treinta años después del Señor X, ¿volverías a decirlo?

De algún modo, al margen de cualquier diferendo (que los hay) entre éste y aquel sujeto de casi treinta años menos, sigo (¿o seguimos?) creyendo que la lírica puede ser narrativa, a condición de que la historia contada por ella sea de una consistencia particular, consistencia que tal vez entiendo ahora de manera diferente que hace veintitantos años, pero en la que sigue estando presente la exigencia narrativa encubierta, velada. No para desarrollar las certezas de un relato y hacerlas evidentes, sino para dotar de un mecanismo a un texto que se sostiene en una historia desaparecida. Hay en el instante lírico una historia presente a modo de vestigio, quiero decir: presente por las marcas de su ausencia. Hay una historia que no está, una historia que, además de estar ausente, se encuentra fugitiva. Como te decía, nunca quise contar una historia, sino narrar los contornos, los límites, de un hueco producido por ese relato que se nos escapa. La historia de un acento, de un latido, de una sílaba, eso que no podemos entender como relato pero que forma parte de un relato que no podemos conocer. Lo que no se puede narrar es el sentido de la poesía, digo ahora yo, tal vez ingenuamente otra vez. Creo que en poesía cualquier afirmación, por penetrante o maliciosa que sea, corre el riesgo de ser tan sólo una ingenuidad, si la contrastamos con el puro acontecimiento poético.

En este sentido, ¿te sigue pareciendo que canto y cuento son categorías afines y, por lo tanto, “fusionables” en una sola?

Me parece que nada cuenta tanto como el verso lírico, pero su historia es de una exigencia narrativa propia de la poesía.

Si no recuerdo mal, El pobrecito señor X contiene treinta y dos poemas, es decir: uno por cada una de las páginas que solían tener las historietas, que se publicaban en cuadernillos de treinta y dos páginas. Esto significaría, desde mi punto de vista, que incluso la forma exterior del poemario en tanto esquema convencional sufrió, de tu parte, modificaciones o manipulaciones que lo hicieron aproximarse al otro esquema, el de la historieta. ¿Te parece que la tarea del poeta debe afectar incluso a la forma exterior de los libros, a su composición global, al orden y el número de sus textos?

En realidad lo del número de páginas fue casual. Las modificaciones o manipulaciones que hubieran podido existir se dieron en realidad en la edición de la secuencia, en cuanto a idear un orden que de manera sugerida y sugerente permitiera (como mínimo, a mí) seguir adelante en la lectura, con cierta ligereza característica del cómic: estampas aisladas entre sí, pero vinculadas por una misma lente, por un mismo tipo de “dibujo”. Por lo que me preguntas acerca de si el poeta debe o no intervenir incluso hasta en la forma exterior de sus libros, creo que no tiene por qué ser forzosamente así; no, al menos, como si fuera un deber. Pero me parece legítimo considerarlo y aun empeñarse en conseguirlo. Y el poeta, por lo que toca a la forma interior del libro, no es que deba intervenir en ella o afectarla, sino que, en sentido estricto, no tiene otro remedio que afectarla: el poeta es lo que estorba en el poema, por más que, sin él, nadie nos recordaría la proximidad e inminencia de la poesía.

Al oírte hablar de tal o cual tipo de "dibujo", naturalmente, infiero que hablas de tal o cual estilo... Y la palabra estilo viene de las artes gráficas: el estilo es la punta o punzón de plata o acero que sirve para grabar láminas. En este sentido, me parece muy elocuente que hables en términos visuales o propios de las artes visuales y, en este caso, gráficas... ¿Te parece que uno de los rasgos característicos de tu generación sea precisamente la cercanía con las artes visuales populares, como la historieta o las portadas de los discos?

El término dibujo me gusta porque, al igual que sucede con el stylo, lo que se nota en la inscripción sobre el papel es la mano, el pulso, una marca concreta, física, visible del sujeto. En sentido figurado es lo que debe ser el estilo o el dibujo, el efecto de una mano, un rasgo individual. El verso responde a la factura de una mano, no de una entidad poética abstracta y desvinculada del cuerpo.

Y, además, cada trazo es una hendidura: el poeta deja marcas que son vacíos, presencias que son huecos...

Huecos que son señas de identidad.

Señas de identidad que, al menos en lo colectivo, tratándose de tu generación, deben remitirse a los referentes que tú manejas: la historieta, el cine, los discos... Quiero insistir en algo, y es que si bien los discos parecen referirse o consagrarse nada más al oído, en el trabajo artístico de las fundas, en las portadas y en la presentación material de las grabaciones como si fueran álbumes de imágenes, también las décadas de 1960 y 1970 hicieron grandes progresos con respecto a los años precedentes.

Sí, lo que dices a propósito de los referentes de mi generación (en términos exclusivamente cronológicos) es cierto: durante los años 60 y 70 arrancó el ánimo de fusionar los géneros y éste era capitaneado en gran medida por la música. Los discos de aquellos días primitivos ya sugerían la existencia de muchos productos actuales cuya oferta pasa por lo visual, lo literario y lo musical. Creo que ese modelo, por otra parte, sigue vigente en la actualidad, sólo que más sofisticado y empobrecido acaso por la voracidad y canallez comercial. Por otra parte, para mi generación los cambios tecnológicos que hicieron esto posible sucedían todavía en un contexto de asombro y rechazo, Hoy, eso ya no sucede.

El disco, a partir de cierta época, se convirtió en un objeto multimedia. Tú grabaste un disco con Gerardo Enciso (Es la calle, honda...) y te has vinculado a lo largo de muchos años con proyectos de fusión literaria y musical inusitados en el contexto de la poesía mexicana...

Sí, primero con Jaime López, allá por 1982 y 1983, nos presentábamos con un trabajo que se llamaba Concierto en vivo. Luego hice el disco con Gerardo y luego una experiencia escénica con él mismo, con Borrados. Tal vez desde La oruga y Concierto en vivo (cuyo subtítulo dice: “Más oído que leído”) me di cuenta que decir el poema significaba para mí una necesidad de expresión que el trabajo con los músicos me permitía satisfacer.

¿Pensabas, cuando escribiste Borrar los nombres, en su posible adaptación al escenario?

No. Borrar los nombres nació en forma de colaboración para una revista a propósito de la Semana Santa cora. Más tarde vino la “trama escénica” con Gerardo. De hecho, no todo el poema de Borrar los nombres entra en el espectáculo con Enciso. Creo que otra vez nos enfrentamos a la exigencia de narrar el poema de manera fragmentada, de comer al paso, es decir: avanzando al sesgo... No sé por que este avance en diagonal lo interiorizo, sin más fundamento que mi subjetividad, como un movimiento que la poesía nos obliga a dar.

En este sentido, me gustaría volver aguas arriba en busca de un tema que dejamos a medio abordar... Es un hecho, como ya señalaste, que la poesía lírica —en tu caso, por lo menos— tiene sus propias exigencias narrativas. Pero también es un hecho que, sin libros como los tuyos, a la poesía mexicana de nuestra época le habría costado mucho más trabajo identificar esas exigencias y apropiárselas. Quiero decir que la narratividad, por mucho que parezca natural en cierta poesía contemporánea, no lo era tanto hace tres o cuatro décadas…

En el caso del Señor X, la diferencia con esa tradición es de tono, el tono de una voz que estaba acorde con la edad (veinte años) y el momento formativo en el que me encontraba. Se trataba de hacer poemas en los que no fingiera tener 40 ó 50 años y una preparación que tampoco tenía. Cierto que no era fácil, sobre todo en Guadalajara, tener contacto con ese tipo de poesía, acaso más presente en cierta poesía sudamericana que en la tradición poética mexicana. Como es natural, yo inicialmente me relacioné con la poesía a través de la tradición mexicana: Tablada, López Velarde, Villaurrutia, Paz. Se decía que había que leer a Pound y a Eliot. En todos ellos creí encontrar la susodicha exigencia narrativa llevada a buen puerto. Quiero decir que todos cantan en el instante y le cantan al instante; pero también, de alguna manera, que todos hacen poemas que narran poéticamente una historia. El mismo Rimbaud, que aspiraba a no ritmar la acción y llegó ciertamente a abolirla, me sugería una especie de narratividad para un oído secreto. Por supuesto que en esto de la poesía narrativa, o de la narrativa poética, hay un trabajo que no es propiamente narrativo, sino exclusivamente poético: la paradoja de un fundamento que permanece oculto.

Todos ellos, también, son poetas eminentemente experimentales, en el mejor sentido de la palabra. Al comenzar esta conversación, tú me hablabas de cierto “acento experimental”. Tanto el “acento experimental” como ese “gusto generacional” al que haces referencia más arriba están vinculados a una misma experiencia, tal vez desconocida para los poetas que te precedieron. Me refiero a la experiencia de trabajar en talleres literarios. ¿Te parece que los talleres literarios, al menos al comenzar la década de 1970, supusieron una verdadera renovación de las maneras de concebir y escribir los textos literarios?

En su momento, los talleres literarios representaron una posibilidad efectiva de divulgación de la poesía y de la literatura que no puede ser soslayada, si bien el mecanismo de todo taller literario gasta pronto su cuerda. Muchos pasamos por los talleres sólo para abandonarlos… No obstante, fueron importantes por las gentes y los libros que circulaban en aquellas etapas de iniciación; pero, llegado el momento, estaba claro que los poemas debían hacerse fuera del taller. Es decir, no escribir para el taller, que en general terminaba convertido en un previsible recetario colectivo. Los talleres fueron un gran estímulo para muchos de nosotros hasta cierto punto; pero mucho me temo que antes que propiciar una verdadera renovación de las maneras de concebir y escribir un texto, sirvieron a la larga para uniformar la escritura de los poemas. Cada taller, un uniforme. Creo que en un taller, más que la experimentación, termina predominando la imitación. Sin embargo, nadie puede restarles importancia como órganos de información y divulgación.

Para concluir, ¿qué implicaciones y qué significado crees que tenga La máquina del instante de formulación poética, tu más reciente trabajo, en este contexto de poesía experimental y experiencia de la poesía del que hemos estado hablando? De una u otra manera, La máquina... es una especie de taller poético multimedia.

Confieso que, a la luz de la poesía experimental, las implicaciones y el significado de La máquina… me gustaría aventurarlos (no sin antes confesar mi alto grado de ignorancia en ambos campos) por la ruta del experimento como experiencia, más por el lado de la física, en la que algo se alcanza o se sabe por medio de la experiencia. Guardando bien las distancias con la ciencia, una suerte de conocimiento experimental y no tanto ya estético, lo cual implicaría más bien una búsqueda de innovación técnica. Me gustaría pensar que la máquina es capaz de operar, produciendo a cada nueva “intervención” del lector caminante, un nuevo experimento de una experiencia específica: el simulacro de la experiencia de la escritura de un poema. No un poema, ni el encomio de una “técnica” para hacer poemas; sí, además de una reflexión en torno a la poesía, una experiencia particular. La máquina… implicó la posibilidad de desplegar una poética de la experiencia, una poética en la que el ritmo y el sonido (es decir, la respiración, que ya líneas arriba antepuse a cualquier exigencia narrativa) son equivalentes de la inspiración o de una condición indispensable para quedar “colocado” o en posición de recibir la palabra poética. El verso es una figura rítmica que antes sólo fue frecuencia y ritmo. Tal vez, para mí, aludir al lapso y al trayecto de esa frecuencia hasta la figura reconocible de un verso, sea el significado de ese artefacto. Por otra parte, sabes que también implicó una narración y un concepto en el que un autor es siempre un cúmulo de autores y variantes de autores. A final de cuentas, creo que La máquina… sólo trata de jugar, en el sentido de hacer jugar y de poner algo en juego.


(Esta conversación que tuve con Ricardo Castillo hace algunos años apareció este mes en el Periódico de Poesía. Yo, en lo particular, suelo tener dificultades para navegar por dicha publicación electrónica y tener acceso a muchos de sus contenidos, de modo que me parece lo mejor que la entrevista se publique también aquí.)

11 de mayo de 2010

La identidad silenciosa

Rafael Cadenas, Obra entera. Poesía y prosa (1958-1998), prólogos de Darío Jaramillo Agudelo y José Balza, México: Fondo de Cultura Económica, col. Poesía, 2ª ed., 2009, 733 pp.


Nacido el mismo año que Juan Gelman y Francisco Urondo, un año antes que Antonio Gamoneda y María Victoria Atencia y un año después que José Ángel Valente y Enrique Lihn, Rafael Cadenas (Venezuela, 1930) parece confirmar en cada una de las páginas que ha publicado aquello que Samuel Beckett insinuara en su ensayo sobre Marcel Proust, a saber: que no decir “yo”, al escribir, es imposible. Adversario, sin embargo, de la egolatría, Cadenas por lo general se plantea la escritura como la última intemperie genuina de la humanidad. “No quiero estilo, / sino honradez”, ha escrito en uno de sus poemas. También ha escrito, a contrapelo de casi todo lo que se haya opinado en el mundo acerca de la poesía, que “no hace falta música / para un dicho / real”.

El yo de Cadenas, por lo tanto, se quiere silencioso y escueto. Como en los mejores libros de Valente y de Gamoneda, en los mejores de Cadenas ―pienso en Memorial, en Amante― aparece, al trasluz, el rostro de un hombre serio, de pocas palabras, firme a la hora de negar, parco a la hora de afirmar, incapaz de humoradas o desplantes. Como en los mejores libros de Gelman y de Lihn, en los de Cadenas el discurso no se confirma en su fluir sino en su interrumpirse. Propenso al aforismo, a la sentencia, Cadenas evita proferir, con todo, verdades enormes o regañinas generalizadoras, limitándose (lo digo con perfecta conciencia: limitándose) a verificar la existencia del mundo en sus manifestaciones más humildes, a la manera del que acepta que un modesto rayo de sol a través de la persiana basta para confirmar el vigor de todas las estrellas.

Dispuesto, así, a tomar el pulso de unos pocos objetos y personas, Cadenas apoya su pensamiento en la incertidumbre y su palabra en la cortedad, infundiendo en su lector ―ha sido mi caso, por lo menos― un sentimiento de insatisfacción que, tras algunos esfuerzos y tanteos, lo compromete finalmente a trabajar en el cumplimiento del poema. Y no es que haya que descifrar ni aclarar nada en la poesía de Cadenas, que no se atarea con referencias ocultas ni consiente misterios artificiales. Más bien ocurre que las nociones mismas de construcción y de composición parecen impacientar a Cadenas al punto de hacerlo concebir la poesía como una renuncia, incluso como un abandono. Su energía, su entusiasmo ―un entusiasmo ceremonial, afín a ciertas formas de atención o concentración en lo sagrado―, son asimilables, por todo ello, a la felicidad paradójica de los que asisten a su propio vaciamiento y a su propia desintegración, habiéndolos propiciado casi siempre por vía religiosa:

Si callas
todavía te oyes tú,
el muy lleno,
que nada vales
(o sólo vales en tu errancia).


Ésta, la segunda edición de la Obra entera de Cadenas, básicamente se distingue de la primera en la incorporación de una docena de poemas que, titulados Desde Boston, acaso datan de la estancia del poeta en dicha ciudad a fines del siglo pasado. También añade al prólogo de José Balza otro de Darío Jaramillo Agudelo. Complementarios, ambos prólogos constituyen sendos recorridos lineales por la vida y la obra de Cadenas (más por la obra, el de Jaramillo Agudelo; más por la biografía, el de Balza) y, cada uno en su estilo, invitan a leer esta Obra entera de principio a fin. Lo cual es factible, pero no indispensable: la coherencia de los poemas, notas, aforismos y ensayos de Cadenas radica no tanto en la eventual concatenación de sus libros como en la reiteración y desarrollo de una misma convicción, de una misma fe que, de tan milimétrica y frágil, apenas logra manifestarse de manera explícita en versos esporádicos o en poemas brevísimos como éste, de Memorial:

Un momento separado de todos los momentos
tiene años esperándote fuera de los años.


El al que se dirigen las palabras que acabo de citar, así como el invocado en el poema que reproduje más arriba, es desde luego uno mismo con el yo que dice no querer “estilo”, sino “honradez”. Esta penetrante y sencilla herramienta expresiva ―presentar el yo como un ― es tal vez la única que Cadenas emplea sin desconfianza. Cualquier otro asomo de retórica le parece una veleidad, cuando no una imposición inadmisible. Los dos volúmenes de aforismos (Anotaciones y Dichos) y los dos ensayos de aproximación al hecho literario (Realidad y literatura y En torno al lenguaje) que Cadenas ha escrito, así como sus profundos Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística, en última instancia pueden leerse como lanzas rotas en pro de la sencillez y la desnudez de la palabra.

Cadenas habita sus poemas en la medida que los entiende como espacios abiertos, potencialmente acogedores. Obsérvese de qué manera se refiere a la palabra: “palabra, / casa sin atavíos”. Obsérvese, luego, cómo habla del cuerpo (del suyo propio y de todo cuerpo humano): “Lugar de la presencia, / lugar del vacío”. Cobra sentido, así, que para Cadenas el poema sea el punto donde logran juntarse palabra y cuerpo, donde la más estricta realidad exterior se hace interior, y donde, por lo mismo, la identidad personal responde a la enorme sencillez del universo.


(Este artículo acaba de aparecer en el número 137 de la revista Crítica.)

15 de abril de 2010

Migraciones del arte a la realidad

por TERESA GONZÁLEZ ARCE y LUIS VICENTE DE AGUINAGA

Hace no mucho tiempo, en el Primer Congreso Nacional sobre Literatura Española Contemporánea, uno de nosotros presentó una ponencia en torno a las traducciones de poesía elaboradas por el escritor español José Ángel Valente a lo largo de su vida. Concluía dicha ponencia, que luego apareció en la revista Luvina y en dos libros colectivos de investigación, con la cita de un poema del italiano Eugenio Montale (traducido por Valente, se comprende) y su obligada comparación con cierto recuerdo personal de Valente, según éste lo relatara en entrevista con Danubio Torres Fierro. “Es el de Montale”, decíamos entonces, “un poema con personajes, una estampa de rememoración autobiográfica en la que un religioso barnabita es objeto de una cesación o suspensión a divinis que inspira en la voz enunciadora, trasunto de una voz infantil, [algunas] dudas o preguntas de orden teológico”. La ingenuidad pueril ―importa subrayarlo― garantizaría, en principio, que los titubeos propios del poema fueran leídos no como un simple juego entre la suspensión institucional del clérigo y la eventual suspensión de su cuerpo en el vacío, sino como la búsqueda urgente de un mínimo equilibrio, de cierta orientación entre lo inmediato y lo imaginario, entre lo llano y lo figurado:

Que desprendiera un tufo de herejía
parecía ignorarlo la familia. Muerto
y ya olvidada la persona, supe
que estaba suspendido a divinis y quedé boquiabierto.
¿Suspendido de qué? ¿De qué cosa y por qué?
¿A medio aire, en fin, sujeto con un hilo?
¿Sería lo divino un gancho o colgadero?
¿Entra por el olfato como cualquier olor?


Agregábamos en seguida que Valente, conversando en 1993 con el escritor uruguayo Danubio Torres Fierro, aseguró que su familia, durante los años de la Guerra Civil española y los inmediatamente posteriores,

guardó los libros [...] de un sacerdote gallego llamado Basilio Álvarez, que tuvo su importancia porque fue uno de los fundadores del movimiento galleguista y llegó por ello a ser suspendido a divinis —lo que a mí, al escucharlo, me dejaba muy impresionado porque pensaba que él estaba suspendido de alguna cosa en el aire.


Así las cosas, resultaría muy fácil confundir a Valente con Montale y atribuir al gallego una experiencia del genovés, o viceversa, dada la semejanza entre los episodios que ambos refieren. Lo cierto, a primera vista, es que aquél tradujo al español un poema que bien hubiera podido escribir él mismo directamente. Cabría suponer que, al conocer el poema de Montale, Valente decidió traducirlo para volverlo suyo, apropiándoselo como sólo determinados traductores pueden apropiarse de aquellos textos que traducen. Pero también puede conjeturarse otra cosa: que Valente no verbalizó de niño aquellas dudas a propósito de la suspensión a divinis de Basilio Álvarez, el sacerdote galleguista, sino que las proyectó sobre la memoria de su niñez tras conocer el poema de Montale y traducirlo, ya en la edad adulta. Ello supondría que Valente, sin darse cuenta, habría incorporado entre sus recuerdos un recuerdo ajeno, incluso falso, por así decirlo, pero en última instancia tan verdadero y personal como cualquier otro recuerdo. Si así fue, lo cual es indemostrable, nos hallaríamos ante un bello ejemplo de influencia de la poesía sobre la memoria, cuando no de franca mudanza del arte a los terrenos de la realidad.

Por lo regular se admite que la realidad actúa sobre las artes ―y no a la inversa― con la intermediación de la conciencia individual. Cabe preguntarse, con todo, hasta qué punto se trata de una verdad empírica y no de una mera creencia, como suele ocurrir con los datos que informan el llamado sentido común. Curiosamente, la cultura y el imaginario de Galicia nos reportan otro caso (análogo al de Valente y Montale) digno de consideración. En el reportaje de Luis Gómez titulado “Queridas vacas”, publicado en El País Semanal el 22 de abril de 2001, el periodista dialoga con un tal Pepe, campesino gallego:

De la mili le viene [a Pepe] su mejor anécdota, la de un capitán que, a la vista de que su mejor caballo estaba enfermo, amenazó a la tropa: “Quien me diga que está muerto, lo mando arrestar”.

Un buen día, el caballo murió, y nadie parecía atreverse a darle la mala noticia, salvo un soldado.

―Mi capitán, el caballo no está bien, las moscas entran por la boca y salen por el rabo.

―¡Entonces, está muerto!

―Lo ha dicho usted, mi capitán.


Ahora bien, es preciso apuntar que la “mejor anécdota” de Pepe no sólo es de Pepe, a juzgar por la existencia previa del mismo relato en boca de otros narradores. Compárese lo narrado por el campesino gallego con el cuento que, titulado “El gallego y el caballo del rey”, recoge José María Guelbenzu en sus Cuentos populares españoles (1996), por citar un ejemplo. Y no quiere decir que Pepe y demás relatores, dueños o protagonistas del episodio estén mintiendo, sino que han llegado a percibir una leyenda o conseja intemporal que, al no tener propietario, es de quien llegue cabalmente a interiorizarla y absorberla. He aquí el texto compendiado por Guelbenzu:

Una vez le sucedió un caso curioso a un gallego que servía al rey. El rey tenía un caballo blanco magnífico, de pura raza, y lo estimaba más que a todas sus posesiones. Lo estimaba tanto que advirtió que ahorcaría a aquel que tuviera que llevarle la noticia de que su caballo había muerto.

Un día que estaba cuidando al caballo un soldado andaluz, el caballo dio un traspié con tan mala fortuna que se rompió una pata y hubo que sacrificarlo allí mismo. Claro, al soldado no le llegaba la camisa al cuerpo pensando en que tenía que llevar la noticia al rey, por miedo a que se cumpliese su amenaza y le mandara ahorcar. Entonces se le acercó el gallego y le dijo:

―No te apures, hombre, que de este trance he de sacarte yo. Tú espera aquí, que yo me encargo de darle la noticia al rey.

El andaluz vio el cielo abierto y, de muy buena gana, dejó que el gallego fuera a entenderse con el rey. Conque llegó el gallego a donde estaba el rey y le dijo:

―Sepa su real majestad que el caballo blanco está echado en el prado. Y le entran moscas por la boca y le salen por el rabo.

Y le dijo el rey:

―¡Hombre, eso es que está muerto!

Y le contestó el gallego:

―Ah, eso yo no lo sé, mi señor, que yo no soy veterinario.

Y como no fue él sino el rey quien dijo que el caballo estaba muerto, libró al andaluz de morir ahorcado.


Es fácil conjeturar que la narración escogida por Guelbenzu, de autor anónimo, ya circulaba por Galicia (y, sin duda, por muchas otras partes) en los años de infancia y adolescencia de Pepe, quien posteriormente comenzó a relatarla como propia. Pero es inútil especificar siglos, décadas o fechas concretas en materia de artes y tradiciones populares, dado que toda práctica sociocultural tiene al cabo un antecedente, y éste otro y otro más. En cambio, es interesante confrontar la supuesta ficción de géneros narrativos como el cuento breve con la verdad imputable a documentos como el reportaje que da cuenta de la “mejor anécdota” de Pepe. ¿Se debe considerar “verdadero” el relato del pastor gallego por figurar en un artículo periodístico de non fiction, para decirlo al modo anglosajón? ¿Se debe juzgar “falso” el cuento del campesino y el caballo del rey por constituir la materia de una fabulación a todas luces ejemplar, menos testimonial que imaginaria? En todo caso, es por lo visto el cuento impersonal el que ha influido sobre la memoria personal de Pepe, con lo cual puede asentarse que, al menos en este caso, el arte ha tenido un profundo impacto sobre la realidad, y no al contrario.

Recientemente ha ocupado las páginas culturales de muchos diarios el caso del escritor italiano Roberto Saviano, autor de Gomorra, libro que sus editores presentan como un “viaje al imperio económico y al sueño de dominio de la Camorra”. Joven reportero de largo aliento, Saviano ―cuentan los periódicos― ha rastreado con verdadera minucia el entramado inconfesable de los negocios de la Mafia napolitana y, en particular, de uno de sus clanes más poderosos, el de los Casalesi. Para gloria y desgracia de Saviano, Gomorra se ha convertido en un gran éxito de ventas en Italia, respaldado por su adaptación al teatro, el estreno inminente de la versión cinematográfica y numerosísimos debates de prensa, radio, televisión e internet. Como era de preverse, las familias del crimen organizado italiano, lastimadas por las revelaciones del escritor, han planeado asesinarlo con lujo de crudeza y explosiones, y así lo han comunicado algunos testigos protegidos y agentes policiales infiltrados.

Con respecto a Gomorra, el punto que nos importa resaltar es el siguiente. Ante la esperada proyección de Gomorra en cines de toda Europa, el crítico español Carlos Boyero ha comentado el reportaje original (dotado, según leemos, de “una escritura torrencial y admirable”) subrayando que uno de sus capítulos, el titulado “Hollywood”, es “de los pocos momentos en los que Gomorra ofrece una tregua al horror”, puesto que Saviano describe con desenvoltura y comicidad en esas páginas “cómo los capos de la Camorra se mimetizan ante el cine de gánsteres, cómo tratan de imitar los comportamientos, la gestualidad, el vestuario, la forma de hablar y de moverse, las mansiones, los tics, el argot, el estilo de vida de lo que les ha fascinado en la pantalla”. Saviano, en la sección cultural del mismo diario en que leemos a Boyero ―quien escribe, a su vez, en el suplemento literario―, va más allá y precisa que no es Vito Corleone, protagonista de las primeras dos entregas de la película de Francis Ford Coppola, El padrino (1972 y 1974), sino Tony Montana, héroe de la película de Brian de Palma, Cara cortada (1983), quien sirve de “modelo” para “las organizaciones criminales mafiosas”. Tal vez no sean entonces Marlon Brando y Robert de Niro quienes representen el ideal de los mafiosos auténticos del sur de Italia, pero sí Al Pacino y el irónico empeño de su personaje: hacerse “a sí mismo”.

Vale la pena recordar, llegados a este punto, las audaces consideraciones estéticas de Oscar Wilde expresadas en “La decadencia de la mentira”, ese diálogo de atractivo platonismo. Para el escritor irlandés, aunque los artistas obtengan de la realidad las materias primas de su trabajo, en última instancia es la realidad (o la Vida, concepto no menos ideal y abstracto) la que imita el orden, la disposición armónica, el repertorio emocional y los tipos del arte (también escrito por Wilde con mayúscula inicial). Su proposición es inequívoca: “la Vida imita al Arte mucho más que el Arte imita a la Vida”; como “el don consciente de la Vida es hallar su expresión, […] el Arte le ofrece ciertas formas de belleza para la realización de esa energía”. Todo “gran artista”, en palabras de Wilde, “inventa un tipo que la Vida intenta copiar y reproducir bajo una forma popular”, y esa “forma” es impersonal e intemporal:

Los griegos, con su vivo instinto artístico, lo habían comprendido; colocaban en la estancia de la esposa la estatua de Hermes o la de Apolo para que los hijos de aquella fuesen tan bellos como las obras de arte que contemplaba, feliz o afligida. Sabían que la Vida, gracias al Arte, adquiere no tan sólo la espiritualidad, hondura de pensamiento y de sentimiento, la turbación o la paz del alma, sino que puede adaptarse a las líneas y a los colores del Arte y reproducir la majestad de Fidias lo mismo que la gracia de Praxiteles. De aquí su aversión por el realismo”.


Algo semejante ocurre, si bien con otro tipo de implicaciones, con la celebérrima fotografía de Alberto Korda titulada Guerrillero heroico,



esto es: el mundialmente conocido, reproducido y utilizado retrato del Che Guevara. La foto fue tomada el 5 de marzo de 1960 y, si bien ilustró el anuncio de una conferencia de Guevara en abril de 1961, no fue objeto de verdadera difusión internacional masiva sino hasta 1967, poco antes de la captura y ejecución de su modelo en Bolivia. La foto de Korda y sus prácticamente infinitas variaciones protagonizaron la exposición Che Guevara, Revolutionary & Icon, que miles de visitantes recorrieron del 7 de junio al 28 de agosto de 2006 en el Victoria & Albert Museum de Londres. La curadora de la exposición, Trisha Ziff, es también directora ―junto con Luis López― del documental Chevolución, presentado en abril de 2008 en el festival neoyorquino de Tribeca.

Ziff, en su texto de introducción para la muestra londinense, afirma que Guerrillero heroico es una suerte de “abstracción ideal transformada en símbolo (an ideal abstraction transformed into a symbol) que lo mismo resiste una interpretación sutil que se comporta con infinita maleabilidad”. La muestra, como ya se ha dicho, recoge y sistematiza el inmenso cúmulo de reproducciones y parodias que ha sufrido la fotografía de Korda. Sin embargo, ni el ensayo de Trisha Ziff ni otro muy útil e interesante artículo suyo (el que se titula “Guerrillero heroico: a brief history”) ni aparentemente ninguno de los muchísimos libros y documentales a propósito de Guevara establecen relación alguna de la famosa fotografía con el retrato de César Borgia pintado en torno a 1513 por Altobello Melone



y conservado en Bérgamo, en la galería de Carrara. Para nosotros el parecido es ineludible desde un punto de vista iconográfico: casi la misma boina, la misma inclinación del rostro, el mismo desaliño del cabello, el bigote y la barba, casi los mismos ojos taciturnos y melancólicos, pero sobre todo el mismo resplandor, un aura modesta pero bien reconocible por detrás de la nuca, hermanan la fotografía de Korda con su no tan distante referencia renacentista.

Es útil recordar que, para los artistas del Renacimiento, “el pintor, en el retrato, debe hacer resaltar siempre la dignidad y grandeza de la persona y reprimir la imperfección de la naturaleza”, como asentara Giovanni Paolo Lomazzo a fines del siglo XVI en su tratado sobre la pintura. Korda, en este sentido, habría compuesto su retrato de Guevara obedeciendo ―imposible determinar si consciente o inconscientemente― a patrones estéticos de la Europa humanista. En este sentido, la educación visual del fotógrafo cubano, que puede presumirse clásica, lo habría guiado en pos del establecimiento definitivo de su fotografía, tal vez la más ampliamente divulgada de toda la historia. Por lo demás, es un hecho que algunos biógrafos de Guevara, por no decir hagiógrafos, han vinculado la iconografía de la muerte del Che (ya que no el Guerrillero heroico) con el Cristo muerto (h. 1490-1500) de Mantegna, con el Cristo muerto (1521-1522) de Holbein y con la Lección de anatomía (1632) de Rembrandt.

Como el escritor uruguayo Danubio Torres Fierro en su entrevista con José Ángel Valente; como el reportero español que charla con Pepe, aquel campesino gallego; como Roberto Saviano, autor de Gomorra, de la misma forma Korda cultivó un género artístico ―en su caso, el reportaje fotográfico― supuestamente asociado con la realidad telle qu’elle est, con la realidad como tal, sin maquillaje ni retoques. Basta revisar otras fotos del artista cubano, sin embargo, para distinguir su afición por ciertos resplandores luminosos en torno al rostro del modelo, tan bellos como artificiosos, como en su Julia en bicicleta



y su Miliciana con anillo.



También se conocen impresiones de los negativos que dieron lugar al Guerrillero heroico,



de modo que resulta sencillo describir no sólo aquello que aparece dentro de la obra sino también aquello que, habiendo existido en el negativo, fue suprimido al ampliar e imprimir la fotografía definitiva: las ramas de una palmera, el perfil de un desconocido. “La realidad es más real en blanco y negro”, según escribiera Octavio Paz en un poema dedicado a Manuel Álvarez Bravo: el fotógrafo le da realce a lo real imponiéndole un poco más o un poco menos de luz y algunos límites razonables.

Susan Sontag, en el primer capítulo de su libro Sobre la fotografía, dejó escrito que,

[…] a pesar de la supuesta veracidad que confiere autoridad, interés, fascinación a todas las fotografías, la labor de los fotógrafos no es una excepción genérica a las relaciones a menudo sospechosas entre el arte y la verdad. Aun cuando a los fotógrafos les interese sobre todo reflejar la realidad, siguen acechados por los tácitos imperativos del gusto y la conciencia. […] Cuando deciden la apariencia de una imagen, cuando prefieren una exposición a otra, los fotógrafos siempre imponen pautas a sus modelos. Aunque en un sentido la cámara en efecto captura la realidad, y no sólo la interpreta, las fotografías son una interpretación del mundo tanto como las pinturas y los dibujos”.


Las ideas estéticas de Oscar Wilde, insistimos, pueden sonar descabelladas en un principio. Pero es un hecho que los ejemplos aquí presentados, literarios o plásticos, ponen de manifiesto un fenómeno que atañe a la conformación de las conciencias artísticas a lo largo de la historia y en diferentes ámbitos de la sociedad. Ese fenómeno, que acaso valga definir como de migración estética ―pero de una clase particular de migración: la que lleva del arte a la realidad y no en sentido inverso―, es comparable al que Borges presenta en uno de sus cuentos más bellos y estimulantes: “Tema del traidor y del héroe” (recogido en Ficciones, de 1944). Los conspiradores de aquella narración, tras intervenir en la realidad para literalmente producir un acontecimiento histórico, fueron sembrando suficientes huellas de su falsificación para que un historiador, más de cien años después, pudiera reconocerla y comprenderla, no sin antes provocar en él un asombro que consta en esta frase: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”.


(Este artículo, escrito en colaboración con Teresa González Arce, acaba de aparecer en el volumen titulado Exilio, migración y transtierro, coordinado por Sofía Anaya Wittman y Vicente Pérez Carabias y publicado por la Universidad de Guadalajara.)